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Un combate frontal contra la brucelosis

Por redacción
| 29 de marzo de 2015
A estrenar. El Programa Tecnificación Agropecuaria llevó 17 cabras para reponer las enfermas. Entre ellas, aportó un ejemplar puro de raza Saanen, de calidad lechera.

Las reposiciones caprinas que lleva adelante el Ministerio del Campo deben comenzar temprano. Bien al alba, si es posible, porque son días en los que los animalitos no pueden salir a pastar a campo abierto como suelen hacer y eso los pone un poco ansiosos. Es que no sólo se trata de llevarse las cabras que dieron positivo en el sangrado anterior y dejar las nuevitas, criadas en el módulo que tiene Sol Puntano, sino que también hay que volver a extraer sangre de toda la majada para seguir buceando en busca de brucelosis y otras enfermedades reproductivas que dañan la calidad y la genética de los pequeños rodeos de los productores e incluso ponen en riesgo su salud y la de sus familias.

 


La revista El Campo viajó con un equipo del Programa Tecnificación y Producción Agropecuaria al paraje La Botija, en el departamento Ayacucho, a pocos kilómetros de la nueva cárcel que construyó la Provincia. Bien podría denominarse a este rincón norteño el “confín puntano”, una frase que acuñó el Chocho Arancibia cuando compuso la inolvidable cueca “Caminito del norte” para referirse al hermoso paisaje que custodian los Comechingones a lo largo de la ruta 1.

 


Las intensas lluvias estivales también llegaron a estas tierras que parecen estar eternamente secas. El paso del agua, cientos de milímetros insospechados pocos años atrás, se nota en los cauces de los ríos, que ya están nuevamente polvorientos, pero marcados por esos torrentes que así como llegaron, se fueron en poco tiempo. El resto lo compone el marco habitual: breas, chañares, viento y un sol que quema al más pintado, con la enorme salina de fondo que juguetea en la frontera imprecisa que separa a San Luis de San Juan.

 



Un campo histórico

 


Unos cinco kilómetros después de que se termina el asfalto flamante que pusieron para llegar con más comodidad a la penitenciaría está el campo El Recuerdo, de la familia Lucero. Son 600 hectáreas de monte virgen, en el que sólo sobresalen unos corrales hechos de troncos, una represita indispensable para guardar el agua de lluvia y la centenaria construcción de ladrillos de barro y techos altísimos en la que vive este grupo de productores y que alguna vez fue sede de la comisaría, el juzgado de Paz y otras instituciones de la zona, mucho antes de que La Botija cobrara forma de paraje organizado.

 


“Fijate que la llave del candado debe estar enterrada debajo de la tranquera”, le dice Juan Pablo Rey, veterinario del Programa, al chofer de la camioneta, quien había bajado para abrir. Juan Pablo sabe de lo que habla, es su tercera visita a El Recuerdo y la tiene clara. Aparece la llave, se franquea el ingreso y lo primero que vemos es una ermita descuidada, rodeada de botellas plásticas con agua. Unos metros más adelante, entre ladridos de chocos de todos los tamaños, nos recibe Miriam Lucero, una mujer luchadora, que sabe de privaciones y trabajo duro. Está enfrascada en brindar ayuda a otro grupo de veterinarios del ministerio que hace rato que están pinchando cabras y poniendo las muestras de sangre en tubitos de ensayo numerados de acuerdo al número de caravana que cada una lleva en la oreja. Miriam recibe luego los animales y les inyecta un antiparasitario para completar el operativo de sangrado que no sólo detectará los casos de brucelosis, sino también de otras enfermedades bacterianas como toxoplasmosis y leptospirosis, que también pueden depositarse en el cuerpo humano.

 


Si los profesionales están en su campo es porque ella no quiere que a otros les pase lo que está viviendo con su hijo William, de 9 años, el menor de la familia. El chico tiene brucelosis, que se contagió por su contacto diario y permanente con el rodeo. “Empezó con picos de fiebre altísima y dolores en todo el cuerpo. Lo llevé a un médico de La Botija y me dijo que era porque estaba creciendo, no le dio importancia, como si fuera normal por la edad”, arranca el relato Miriam entre inyección e inyección. El problema fue que la fiebre siguió tumbando a William, quien cada vez se quejaba más y más de los dolores corporales y en las articulaciones. Miriam no se resignó, viajó hasta San Francisco y allí el doctor Sánchez le dio el diagnóstico exacto: tenía brucelosis, una enfermedad común en los caprinos, aunque ellos no presentan síntomas. El papá de William también la padece, en cambio Miriam y su mamá dieron negativo. La mujer tiene dos hijos más, Maximiliano (27), quien trabaja en Córdoba como maquinista; y José (17), quien viene los fines de semana porque estudia pupilo en una escuela de Luján.

 


La realidad la golpeó duro, pero no se amilanó. Llamó al Ministerio del Campo, contó lo que estaba pasando y el Plan Caprino, que ya estaba vigente desde 2011 en los departamentos  Belgrano y San Martín, comenzó a extenderse por Ayacucho gracias a su denuncia. La comprobación fue inmediata a los primeros sangrados: había muchos productores con rodeos afectados por focos infecciosos. “Los caprinos suelen estar en corrales muy cerca de las casas, porque así están más protegidos de los ataques de pumas y otros depredadores, esa familiaridad termina siendo peligrosa para la gente, porque el contacto facilita la transmisión de la brucelosis”, explica Martín Rodríguez, jefe del Programa Tecnificación Agropecuaria, quien conduce el operativo pero desde adentro, con guantes de látex y haciendo sangrados como cualquiera bajo un sol que, a medida que nos acercábamos al mediodía, era más y más abrasador.

 


La tarea dista de ser fácil. Las cabras, desconfiadas no se dejan agarrar y hay que tomarlas con fuerza de los cuernos, las que tienen, o de las patas traseras para separarlas de la montonera que se arma en un ángulo del corral. “Están nerviosas porque no salieron a comer”, justifica en parte Miriam, quien un rato más tarde las largará al campo detrás de la que lleva el cencerro mientras en las casas se pone a punto el asado que llevaron los veterinarios y que  Julio Lima cocina con manos maestras.

 


Una cabra logra saltar el corral y se mezcla con las que ya están vacunadas, por lo que hay que buscarla por el número de caravana y llevarla de vuelta. Otro machito está nervioso porque su mamá está en el corral de confinamiento y berrea con fuerza. Para la gente de campo ya es una rutina, pero cuesta presenciar estas separaciones, porque uno conoce el destino final de los que tienen brucelosis.

 


El primer estudio del rodeo de los Lucero arrojó 27 positivos, animales que se llevó el Ministerio del Campo para sacrificar y enterrar en un relleno sanitario específicamente creado para estos casos. A fin de año repusieron esas cabras por otras de mejor genética, ya no sólo criollas como tenía la familia, sino también algunas con cruza Saanen o Boer, para mejorar la genética.

 


En esta segunda visita al campo vienen en el tráiler verde y blanco otras 17, entre ellas una de raza Saanen pura, un animal que en cualquier remate cuesta cerca de cuatro mil pesos por su capacidad para brindar leche. El listado con los números de caravana de las que habían dado positivo permite separarlas en un corral y luego subirlas al tráiler para el triste viaje de regreso. “Cuesta despegarse, aunque traigan otras nuevitas, estos bichitos nacieron y se criaron acá, los conocemos a todos”, reconoce Miriam, mientras en un cuaderno escolar de tapa dura anota los números. Es fundamental ese control porque algunas cabras son de ella y otras de su mamá, Juana Aberastain, quien a su vez también lleva la cuenta cobijada del sol bajo un árbol inmenso. Tiene 72 años y no afloja la señora, con una vitalidad asombrosa y mucho humor. Lleva toda la vida en esas tierras y no quiere morirse sin “ver salir agua de alguna canilla”. Quizá cumpla su sueño, porque un ramal del acueducto pasa a unos 600 metros del campo, falta la conexión que sí tiene un poderoso empresario con explotaciones agrícolas a poco más de dos kilómetros de allí.

 


“Ésa es mi favorita”, cuenta William, señalando a una criollita con manchas marrones y negras sobre el pelaje blanco. Es la 176, según reza el plástico de la oreja, y Rodríguez, planilla en mano, reza en silencio que no sea una de las que dieron positivo. No hay suerte, la cabra marcha para el corral de confinamiento y hay que consolar al nene, que de todos modos tiene otras en su equipo de las más mimadas. Al rato ya está otra vez dando una mano con las jeringas descartables o arriando a las más díscolas, a las que empuja golpeándolas en las ancas con una botella de plástico de dos litros y cuarto mientras las azuza a viva voz. Su vida es el campo, aunque asiste a la escuelita del paraje Las Chimbas, donde empezará cuarto grado. El verbo en futuro no es un error, lo hará cuando vuelva el maestro, que viene faltando seguido.

 


Finalmente aparecen 14 de las 15 positivas que debía llevarse el equipo veterinario. “La debe haber matado el león, perdí tres o cuatro en los últimos días”, comenta con resignación Miriam, refiriéndose a un puma que está depredando su rodeo. “Está cada vez más audaz, ya vimos pisadas cerca del corral, no sólo las agarra en el campo”, amplía. En realidad, es imposible saber cuántas cabras tiene, es todo muy informal en estos campos. Por lo bajo, Juan Pablo nos comenta que hasta puede ser una cuestión cabalística: “Creen que llevar la cuenta perfecta trae mala suerte”. El puma parece encargarse de darles la razón.

 



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