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Informe especial: Antonio Esteban Agüero, El poeta que ensayó el oficio humano

Por redacción
| 05 de febrero de 2017

Sólo una pared de menos de un metro, venida a menos, aunque todavía pintada de blanco y rodeada del verde propio del lugar, queda en pie de lo que fue la casa donde hace cien años nació Antonio Esteban Agüero. Erigido como último mojón recordatorio de la morada inicial del poeta, el muro ubicado muy cerca del límite con Córdoba permanece estoico, como la poesía de quien allí dio el primer llanto.

 


A pocos metros de esa parecita olvidada está la Plaza de la Verde Memoria, el espacio que las versiones oficiales institucionalizaron para rendir homenaje al vecino más ilustre de Merlo ante la imposibilidad de hacerlo en el lugar exacto donde nació, rodeado por el frío alambrado de la propiedad privada.

 

A las siete de la mañana del 7 de febrero de 1917, Agüero vio la luz que luego describiría con animosidad iluminada ("Yo no soy yo, sino la luz que llevo", inventó). Su madre lo acompañó –aunque en rigor fue al revés debido a la obesidad mórbida que sufría- durante mucho tiempo. Su padre, en cambio, en una muestra cabal de los extremos que supo tocar la vida del autor, falleció de gripe española cuando su hijo tenía dos años.

 


Reconstruir la vida de Agüero por fuera de las versiones oficiales es cada vez más difícil. Lo que no quedó escrito en alguna biografía, lo que ya no dijeron los amigos que compartieron su cotidianeidad se irá escurriendo en las grietas del tiempo y de la muerte, posiblemente para no regresar. La mayoría de las personas que lo recuerdan caminando por las calles del pueblo, con sobretodo negro hasta debajo de las rodillas, porte elegante, manos atrás, mirada al cielo y bufanda roja –toda una rareza para la época- tienen ahora entre 60 y 70 años y eran niños, a lo sumo adolescentes, cuando trataron al poeta.

 


Uno de los pocos contemporáneos de “El Tono” que todavía tiene cierta actividad en Merlo es Jacobo Mansilla, eterno mozo del bar ahora llamado “Comechingones” y ahora ubicado frente a la plaza Sobremonte, en la misma cuadra que la Municipalidad. Todavía vital en la cafetería, Mansilla tiene 90 años y recuerda los tiempos en que llevaba a la mesa de Agüero el eterno vaso de grapa, repetido una y otra vez como sus disertaciones.

 


La coincidencia general a la hora de describir el rasgo distintivo de Agüero es su formidable formación cultural, adquirida con horas y horas de lectura autoimpuesta ya que apenas terminó el secundario empezó con su berretín de poeta y nunca fue a ninguna universidad. El hombre que el martes cumpliría cien años podía hablar de política, de religión, de historia, de música, de literatura por supuesto, de leyendas, de personajes históricos, de aviación y de cualquier otra cosa, con algunos pocos temas vedados, como el fútbol y otros preceptos de cierta aceptación popular.

 


“Leía un libro por día. Era realmente un prodigio de conocimiento y cada sentencia que emitía tenía mucha propiedad y mucha consistencia, por lo que decía y por la forma en lo que lo decía”, recordó “Cheo” Mercau, un hombre que cuando era chico escuchaba conmovido los cuentos que le relataba el poeta antes de irse a dormir.

 


Para adentrarse en los confines literarios de Agüero hay que remontarse a su adolescencia. Según cuentan algunos, en el Merlo de aquella época hubo tres personajes que marcaron a fuego no sólo su modo de escribir, sino también su personalidad. Uno de ellos fue Leopoldo Lugones, el reconocido escritor que tenía casa de veraneo en la localidad y la visitaba todos los años.

 


Si bien la relación estuvo lejos de ser asidua, el autor de “La guerra gaucha” fue influencia de simple vista para el joven Agüero.

 


Pero quien quizá lo guió definitivamente por el camino literario fue Andrés Gutiérrez Conti, un bohemio callejero con una vida llena de alteraciones que sobrevivió de la caridad de los otros y murió en su ley, en Río Cuarto, abandonado y loco. "Cheo" Mercau, hijo de Pepe Mercau, un lugarteniente merlino que hizo mucho por el desarrollo turístico de la localidad, lo describió sin medias tintas: “El poeta Conti no era un poeta; era un loco”.

 


Cuenta la leyenda incomprobable que Conti escribía a diario en papeles sueltos que no se preocupaba por guardar. Y que Agüero escuchó y leyó durante mucho tiempo esos escritos que no pudo borrar de su memoria. Otros detalles de la vida de Conti –cuyo escaso recuerdo merlino en la actualidad es una calle que atraviesa la Avenida del Sol- es que sus padres se suicidaron con pocos días de diferencia y de cuadras, con lo que lo dejaron solo cuando era un niño; y que cuando daba una clase de Filosofía en Buenos Aires sacó un arma y mató a un alumno que se burlaba de sus pensamientos.

 


“El abogado defensor en el juicio que se hizo en su contra fue el diputado socialista Alfredo Palacios”, aportó Mercau.

 


El tercer hombre que influyó en la conducta del poeta fue el padre Pablo Tissera, un sacerdote que durante años comandó la iglesia merlina y que está enterrado en la capilla principal de la localidad. Además de ser quien casó a Agüero en segunda nupcias con Rosita Romanella, el cura fue amigo personal del poeta.

 


Si bien la relación de “El Tono” con la religión fue más bien distante, algunos indicios en su obra permiten establecer algunas conclusiones. Ricardo Chaves, tal vez el hombre que más se animó discutir la obra literaria y las ideas políticas del poeta, cree que Agüero era agnóstico, aunque con alguna tendencia a creer.

 

Uno de los mejores poemas firmados por el merlino es “Canción del buscador de Dios”, una obra que sería en vano explicar en pocas palabras sin recurrir a la perfección y claridad de su título. Ricardo Torres, actual médico forense, vivió mucho tiempo al frente de la casa de Agüero, mantuvo charlas con su amigo varias veces mayor y cree haber sido testigo del momento en que el escritor concibió –o al menos empezó a hacerlo- aquella obra magnífica.

 


“Un día acompañé a Agüero a la casa de Euginio Magallanes, un viejo malandra que decía que había peleado con el Diablo, con las ánimas y con la luz mala y que enceguecía Agüero con esas historias”, recordó Torres. Al salir de esa reunión, ya de madrugada y con la cabeza ajetreada por el vino –una bebida que “El Tono” evitaba pero que era lo único que tenía el anfitrión aquella velada-, pasaron por una iglesia extrañamente abierta a esa hora de la madrugada.

 


Torres y su acompañante (ambos alejados de los rituales religiosos) habían pasado por alto que era jueves santo y que por ende las iglesias permanecían abiertas durante toda la noche. “Él quería que le avisáramos al cura que se había olvidado de cerrar la iglesia, pero adentro había mucha gente”, recordó Ricardo.

 


La dupla, apenas recuperada de la ingesta, ingresó a la capilla y el acompañante del poeta todavía recuerda conmocionado el momento. “Había en la iglesia un Cristo tamaño real que realmente impresionaba. A mí me sorprendió mucho el modo en que Agüero miraba a la figura”.

 


Tan tocado quedó el literato ante aquella imagen que –aún lejos de los rituales- metió la mano en la pira bautismal e hizo un atisbo de persignación. El extraño silencio que inundó al escritor en el resto del camino de regreso le indicó a Torres que algo estaba tramando, quizá desde el punto de vista literario. Y que ese momento pudo haber sido la génesis de su relato más místico.

 


El viejo Euginio sufría de vitíligo –la enfermedad que reduce la pigmentación en la piel y genera manchas claras- y Agüero lo había apodado “El pico blanco”, una demostración de su inventiva más pícara. A una boleadora que tenía una sola bola y que guardaba en su casa le decía “La bola guacha”.

 


El humor era otro de los rasgos distintivos del poeta. Y en la mayoría de los casos estaba relacionado con la invención de historias de tono jocoso, imposibles de comprobar, que con el correr de los años y la exaltación de su figura no hicieron más que agigantar su leyenda.

 


Recuerda "Cheo" Mercau que en la década del 20, Antoine de Saint Exupery llegó a Merlo en una avioneta para agilizar el tránsito aéreo en el traslado de correspondencia. “Agüero vio que el vehículo en que se movilizaba el escritor estaba hecho de madera y tela, por lo que creyó que no era tan difícil hacer uno”, sostuvo.

 


Con su hermano Orlando, Antonio Esteban –que era bastante hábil para las manualidades- se internó en un galpón cercano a su casa y durante un tiempo intentó armar una avioneta similar a la que tenía su colega. Si bien la veracidad de esa historia quedará para siempre en la nebulosa, quien la cuenta la termina de un modo gracioso: “Los hermanos le contaron a todo el pueblo que habían terminado el avión, pero que no lo podían sacar porque no salía por la puerta del galpón donde lo construyeron”. 

 


Sin embargo, el carácter de “El Tono” tuvo algunos vaivenes, de acuerdo a la época de su vida. A los 33 años, Agüero pasó una temporada en un altillo de la casa que Pepe Mercau –un meteorólogo que instauró la teoría del tercer microclima del mundo- tenía en Ramos Mejía. Allí lo recuerda “Cheo” (hijo de Pepe), como el hombre que le contaba cuentos de Emilio Salgari y que animaba las cenas, pero que también se ponía extrañamente taciturno en determinados momentos del día.

 


“Cuando estaba así, era mejor no hablarle”, sostuvo el hombre que nunca se animó a indagar en las razones del desconsuelo.

 


Ricardo Chaves, en tanto, tiene una visión más jovial de su amigo, pese a las constantes diferencias que tenían en sus charlas. “Él siempre terminaba las discusiones con una sonrisa. Y tenía un humor extraordinario”.

 


En la última etapa de su vida, ya inmiscuido en una adicción al alcohol que empezó a hacer estragos en su salud y en su estirpe social, el poeta mayor entró en un descuido personal y en una tristeza que Ricardo Torres describe con una frase cruel: “Tenía por entonces una tremenda nostalgia”.

 


De esa etapa surge una anécdota divertida que pinta al Agüero contento. Cuando un mes antes de su muerte, Montoneros asesinó a Pedro Eugenio Aramburu, Agüero fue a despertar a su primo hermano Miguel Ángel Flores y a acusarlo (en broma por supuesto) de haber planeado y ejecutado el plan sin consultarle.

 


La relación entre Flores y Agüero fue muy estrecha, casi de hermanos. Se visitaban  todos los días, compartían sueños revolucionarios, ideales literarios, informaciones escondidas, mesas de bar y coñac, formaciones culturales y gustos de todo tipo. Muchos en Merlo sostienen al día de hoy que la única persona de la localidad que pudo seguirle el ritmo cultural y dialéctico al poeta fue su primo.

 


El actual intendente de Merlo, "Rody" Flores, es hijo de Miguel Ángel y recuerda al poeta como una figura familiar y repetida en su casa. “Yo era chico y como tal no escuchaba o no entendía esas largas charlas que ellos tenían”, sostuvo el actual mandatario municipal, quien puso en claro las actitudes de cada uno en la relación. “Agüero era más salidor y mi papá más recibidor. Por eso ‘El Tono’ venía todos los días a mi casa”.

 


En las calles de Merlo se refieren a Agüero de dos maneras. Algunos lo llaman de una forma casi familiar, más habitual en quienes lo conocieron aunque fuera de lejos. Esa gente se refiere a él como “El Tono”. Quienes quieren darle una altura más emblemática, más solemne, le dicen “El Poeta”. A secas y con imaginarias mayúsculas, como si todo el mundo supiera de quién se habla cuando se menciona ese sustantivo. Como si Agüero fuera el único poeta del pueblo.

 


Y tal vez en aquella época haya sido así. Una maestra guarda todavía entre sus recuerdos más preciados un discurso escrito a máquina que le pidió a Agüero para leer en una escuela rural en un acto por el Día de la Madre. Y Ricardo Torres –una de las personas que lo conoció desde los cuatro años hasta su muerte- tiene un recuerdo aún más divertido.

 


“Un día, una profesora de Literatura de cuarto año nos pidió una redacción sobre la Independencia. Como Agüero vivía enfrente a mi casa, me crucé a pedirle que me ayudara”. El vozarrón le dictó una composición bastante lógica sobre los hechos de Tucumán hasta que el relato viró hacia una inconfundible impronta agüeriana.

 


Torres recuerda las palabras del dictado con una memoria asombrosa: “Mientras, en la Casa de Piedra del punto milenario, cuatro potros negros de la España imperial descuartizaban al último inca, que se llamaba Tupac Amaru”.

 


Cuando el alumno leyó el relato en su curso, notó que la exigente maestra estaba como embelesada, totalmente sorprendida por lo escrito. Y no dudó a la hora de la calificación: “Sientése Torres –dijo en tono conciliador-, tiene un 1. El poeta Agüero, tiene un 10”.

 


A lo largo de toda su vida, el escritor nacido en Piedra Blanca visitó los bares de su localidad con una frecuencia de parroquiano querido. En aquella época, tres locales ofrecían algún refresco o alguna bebida espirituosa que calmara la sed (la real y la de conocimiento) de quienes se acercaban a Agüero. Aseguran algunos que en su condición de bohemio empedernido, el poeta se dejaba invitar todas las veces.

 

Uno de los bares donde “El Tono” pasó muchas tardes estaba ubicado a pocos metros de su casa, frente al club San Martín y  era propiedad de la familia Pinto. Acorde al apellido, Agüero bautizó “La pintada” al sitio que cobijó algunas de sus tertulias eternas.

 


Otra fonda del pueblo que recibió muchas veces al autor era conocida como “Lo de Jacinta”, tristemente célebre porque allí el escritor se descompuso por el ACV que terminó por causarle la muerte. En ese pequeño reducto, compuesto por algunas mesas y sillas de plástico, “El Tono” se relacionó con los mineros que tomaban algo después de arduas horas de trabajo.

 


“Esa gente fue la que lo lloró con mayor sinceridad cuando murió”, sentenció Torres.

 


Pero el punto de reunión preferido del escritor era una confitería de la familia Ledezma que después de muchos años de concurrir el propio Agüero bautizó “Yungulo”, en honor a un cacique asesinado en una matanza de comechingones ocurrida a pocos kilómetros de Merlo.

 


“Techi” Ledezma es la esposa de Ricardo Chaves y la hija del primer dueño del bar, que por aquellos años estaba frente a la Municipalidad, en diagonal. Ahora, la confitería se llama “Comechingones”, sigue frente a la plaza pero en la misma cuadra que el edificio del intendente, es una de las más concurridas de Merlo y sigue atendida por Jacobo Mansilla. En los espejos del negocio hay frases de Agüero y el orgullo de haber sido bautizada por el poeta.

 


“En realidad, lo que más le gustaba al ‘Tono’ de la confitería era el calefactor”, bromeó Chaves. Pero su esposa tiene una visión más romántica de la relación del escritor con el negocio de su padre. “Venía todas las tardes de su vida, se tomaba una ginebra y empezaba las interminables tertulias, que nadie se animaba a interrumpir por las cosas interesantes que decía”, sostuvo “Techi”.

 


En su casa –que está cerca de la imposible esquina merlina donde se juntan las calles Antonio Esteban Agüero y Juan Domingo Perón-, Ledezma tiene un cuadro con un poema que “El Tono” le escribió cuando era una niña. El manuscrito tiene la letra de Rosita Romanella, la segunda esposa del autor, y contiene una estrofa de cariño indudable.

 


“Podrá casarse mañana/ Ojalá se case bien/Pero sepa que la música/es un milagro también”, le dedicó Agüero a la niña, sin saber que se iba a casar varios años después con Ricardo Chaves, uno de sus interlocutores más cercanos. Uno de los hijos del matrimonio de “Techi” y Ricardo se llama Antonio Esteban.

 


Como correspondía a las hijas únicas de aquella época, Ledezma estudió piano, “aunque nunca aprendí”, bromeó sincera. Cuando Agüero se enteró del hobby de la niña y vio que en la confitería había un piano, empezó a pedirle con insistencia que le tocara un estudio de Bach. “Me lo pedía todos los días, parecía que no quería entender que yo nunca iba a poder tocar eso”, recordó la señora, docente jubilada.

 


La música fue una de las pasiones más encendidas que iluminaron la vida del poeta. Amante de los clásicos, su obra “La visita de Beethoven” –escrita en el ocaso de su vida- demuestra la admiración y el respeto que tenía por el austríaco y lo describe con cierto elitismo a la hora de elegir qué escuchar.

 


También estaba fascinado por las guitarras cuyanas, otro de los elementos que describió en muchas de sus poesías. Uno de sus pasatiempos favoritos era escuchar por una vieja radio a la que había adosado una improvisada antena casera el programa radial que en Buenos Aires hacía Rafael “Chocho” Arancibia Laborda para difundir la música de la región.

 


También fumador empedernido, “El Tono” era un asiduo consumidor de “Kent” corto y sin filtro, más por el precio que por el sabor. Una antigua compañera de escuela que tenía un quiosco en Merlo se los “vendía” a cambio de algún recitado. Y cuando podía, le conseguía un cartón completo, para que tuviera de reserva.

 


Cuando la gloria ya no era la misma y la escasez empezó a frecuentar la vida del poeta, un grupo de mujeres organizaba veladas en donde Agüero recitaba cosas propias y ajenas a cambio de algunas monedas. Más que para demostrar una etapa decadente de su vida, la anécdota sirve de muestra de la injerencia que el galante tenía sobre el público femenino.

 


De porte sumamente elegante, con el rostro siempre fijo a un punto elevado, a veces fumando, a veces con las manos atrás, el peinado perfecto y una sensibilidad que deshacía a las mujeres, el mayor atractivo de Agüero radicaba en su conocimiento y en su voz.

 


Con el correr del tiempo, lo único que los seguidores actuales del poeta tienen como elemento vivo y presente es ese tono carraspeado que tenía al hablar; una gravedad gruesa, nasal, un tanto rota por el alcohol y el tabaco, bien dicha y de articulación exagerada, que cuando encontraba la palabra correcta se volvía sencillamente irresistible. Algunas grabaciones que lo sobrevivieron dan cuenta de ello.

 


“Yo siempre digo –aportó 'Techi'- que el único que tiene la voz parecida al ‘Tono’ es mi marido. A veces escucho a algunos declamadores que lo recitan y pretenden imitarlo y me enojo mucho, porque ese tipo de tonalidad no se copia”.

 


Con la voz jugando a su favor, la seducción que el poeta irradiaba hacia las mujeres era natural y sumamente potente. “Una vez –recordó Mercau- mi papá invitó a comer a casa a dos matrimonios amigos y estaba Agüero. Cuando terminó la cena, las dos mujeres le preguntaban a mi mamá quién era el muchacho tan interesante que se había pasado hablando toda la noche”.

 

Su relación con las mujeres se sintetizó en dos matrimonios y una hija que ahora vive en San Juan. En 1952, Agüero se casó con “Caserita” Barboza, una bella mujer que estaba casada con un militar y por la que el poeta perdió la cabeza rápidamente. Contrajeron matrimonio Vía México y vivieron un romance de mucha felicidad. El recuerdo que tienen en el pueblo de la primera esposa es inmejorable.

 


La madre de Ricardo Torres, doña Teola, era una fantástica cocinera criolla que todos los domingos a escondidas de su esposo hacía una docena de empanadas  que su pequeño hijo le llevaba al poeta. De ahí, que el ahora médico forense se recuerda en los brazos agradecidos de quien años más tarde sería su amigo.

 


También Teola era costurera, por lo que ayudaba con la ropa para “Caserita” y la madre del poeta. “Mi madre era muy amiga de doña Barboza, conversaban mucho todo el tiempo”, sostuvo Ricardo.

 


La segunda esposa del “Tono”, Rosita Romanella, en cambio, es una figura más controversial en la vida del poeta. Para cuando se celebró el matrimonio –por el padre Tissera en la casa de Agüero y por insistencia de su madre, que no aceptaba mujeres viviendo en su hogar que no estén en unión legal-, la cercanía a la bebida por parte del escritor era una preocupación general.

 


Celosa, dedicada a la casa pese a la elegancia que portaba, Rosa es señalada por muchos en la localidad como la responsable de alejar al poeta de sus amigos, y con eso del pueblo, y con eso de convertirlo en un prócer lejano, un admirado inalcanzable en una condición que el propio Agüero nunca quiso para sí. Sin embargo, muchos coinciden en el profundo amor que la mujer profesaba por su pareja.

 


Sea como sea, Romanella fue la mujer que acompañó al merlino en sus épocas más difíciles, quien se hizo cargo de los derechos de autor y quien lo lloró en su muerte. Fue ella, además, quien declamó muchos de los poemas en el tono que el autor deseaba y quien mejor decodificaba sus estados de ánimo. Como si fuera poco, Rosa fue obediente ante cada “escriba”, que ordenaba el autor cuando le llegaba la inspiración. “Yo a Agüero no lo vi escribir nunca, siempre le dictaba a su esposa”, aportó Chaves.

 


De todos los puntos controvertidos que agitaron la vida del merlino, sus ideas políticas fueron sin dudas los más notorios. El poeta era profundamente antiperonista, pero no tenía problemas en conversar largamente con seguidores del movimiento. Su aberración por Juan Domingo Perón (al que llamaba “el tirano” sin ningún escrúpulo) lo había conducido hacia el radicalismo, aunque en los últimos años había forjado una certera conexión con las ideas del Che Guevara y Mao Tse Tung. Las revoluciones lo habían maravillado especialmente.

 


Y como Agüero era un hombre que iba a los hechos de inmediato, una vez planeó una revolución de alcance imposible de comprender a la distancia. Esa actitud le valió una temporada en la cárcel y lo encaramó en el largo listado de escritores mundiales que conocieron la sombra.

 


En el Parque Hotel, un tradicional punto de reunión que permanece en la avenida del Sol, el poeta se juntaba habitualmente con un grupo de amigos a charlar de política y a idear un plan que, seguramente, nunca trascendió el terreno de la fantasía: matar a Perón. Con el sentido de las comparaciones que le dio su oficio de escritor, el "Capitán de Pájaros" dijo una vez en esas tertulias: “Hay que convertir la sierra de los Comechingones en la nueva Sierra Maestra”.

 


A la distancia, es complejo saber cuál era el verdadero alcance de aquel llamado que, al parecer, trascendía la mera obra literaria. Hay quienes aseguran que la intentona era apenas una jugarreta más del escritor para reafirmar su dialéctica, o que en todo caso era un arresto inocente que no tenía la más mínima posibilidad de concretarse.

 


“Cheo” Mercau, por su parte, considera que aquel apresto del grupo del Parque Hotel no era tan ingenuo. “Al parecer alguno de ellos se había carteado con los cubanos en México y hasta habían comprado camiones con dinamita”, informó.

 


La poesía incendiaria políticamente de Agüero –que llamaba a tomar caballos y marchar a la Plaza de Mayo para consagrarse presidente- aportó a las preocupaciones de quienes creían posible que el poeta y sus amigos pudieran llevar adelante el plan.

 


Y un comisario que escuchó la frase comparativa de las sierras puntanas con la cubana donde se desató la revolución, alertó del complot e hizo que un grupo de 15 merlinos pasaran un tiempo en la Penitenciaría Provincial, acusados de sedición. Agüero estaba entre ellos.

 


Las ideas rozando con el socialismo que alimentó Agüero por entonces y que volcó en sus escritos fueron, años después, la puerta para que lo conociera una generación que se desarrolló tras su muerte y que comulgó con su ideología. En ese segmento se puede ubicar “Puchi” García Petrino, un joven de 36 años, nacido en Merlo pero que profundizó la obra de su coterráneo en su paso como estudiante en Córdoba.

 


“Fue en mi época universitaria donde conecté más seguido con Agüero y me voló la cabeza”, dijo el joven que, de vuelta a su pueblo, puso un bar llamado “El Tono”, en honor al venerado escritor.

 


Con los años, el literato pudo sacarse el bicho político, con diversos cargos que ocupó en el gobierno provincial y desde donde promulgó su preocupación por el desarrollo de la cultura.

 


Existe en Merlo una teoría –con algunos rasgos de leyenda- que sostiene que Agüero vivió sus últimos años despreciado por su pueblo, pobre y olvidado por algunos de sus amigos. Pero la realidad vista con la perspectiva de los años muestra a un hombre, si bien algo deteriorado por el consumo de alcohol, al que nunca le faltó nada y que mantuvo, con algunos vaivenes lógicos, el respeto de su pueblo.

 


“'El Poeta' no murió pobre, tenía propiedades pero nunca se preocupó por venderlas o regentearlas. No estaba para eso, estaba para escribir. Además, se supone que tenía alguna jubilación por su paso por la función pública”, dijo “Techi” Ledezma, quien reconoció que la continua ingesta de alcohol a la vista de todos le hizo perder algo de prestigio al poeta.

 


Sin embargo, la mujer cree que en el pueblo no trataron mal al admirado literario durante los últimos años de vida y reconoce que, incluso de haber necesitado, Agüero no se hubiera dejado ayudar. “Vivió como quiso, era un bohemio y a un bohemio no se lo puede contener”, agregó Ledezma.

 


Su marido también le quitó veracidad a esa leyenda que coloca a “El Tono” como un hombre abrazado por la tortura de los grandes poetas. Y adjudica justamente a la necesidad de agregar fuego al mito el origen de aquellos dichos.

 


Probablemente la decadencia de la vivienda que lo cobijaba, cierto desinterés en el vestir y la ausencia de obligaciones que lo hacían despertar a cualquier hora aportaron a una imagen no del todo cierta.

 


“Cheo” Mercau coincide con el matrimonio en que la bebida terminó por socavar una estirpe que hubiera permanecido impoluta en el Merlo de aquellos años. Y aseguró que la costumbre de tomar le llegó a Agüero en la adultez, ya que cuando vivió en su casa de Ramos Mejía, el poeta no era de beber mucho.

 


“Yo creo que nunca le faltó dinero y que eso fue parte de su refinamiento”, aportó el vecino, quien describió a “El Tono” como devoto del barroco y el clasicismo, de Walth Whitman y Federico García Lorca.

 


Quien sostuvo la versión del desprecio de sus coterráneos hacia el escritor fue Miguel Zavala, un abogado merlino que también sostiene que “El Tono” comandó una asonada que terminó con la toma de la Municipalidad del pueblo. Radicado ahora en Tilisarao, Zavala aseguró que los vecinos se cruzaban de vereda cuando veían venir al poeta en un estado no del todo lúcido. “Son las mismas personas que ahora componen los ateneos culturales”, atacó el letrado.

 


Acaso el único testamento redactado por el poeta que incluya algo de esa penosa circunstancia sea una carta que envió –varios años antes de su muerte, cuando estaba radicado en Buenos Aires- a un fogón de amigos de la Calle Angosta en respuesta a una invitación que le habían hecho para que disertara sobre cultura cuyana. “Me honra la invitación –escribió Agüero algo dolido- sobre todo porque mis comprovincianos me tienen algo olvidado”.

 


Contundente como en casi todas sus sentencias, Ricardo Torres trató de poner algo de claridad a la oscura controversia: “Agüero murió pobre, pero no despreciado. Y murió pobre porque no le interesaba el dinero. Tenía propiedades, pero a él no le iban a hablar de negocios inmobiliarios”.

 


Como en casi todo lo que se recuerda del "Capitán de Pájaros" en Merlo, la leyenda urbana se encarga de agrandarlo y disminuirlo según los recuerdos de quién lo cuente. Entre esos tantos relatos encontrados, está el de su muerte, el 18 de junio de 1970. Hay quien dice que el ACV mortal lo encontró en la puerta de un bar. Otros, en el interior, pero de otro. Están los que sostienen que cayó en un pequeño badén que estaba a pocos metros de la fonda, cuando ya iba de regreso a su casa. Y existe el que hasta quien escuchó el estampido de la cabeza de “El Tono” cuando golpeó con el grueso mostrador de madera.

 


Pero todas esas quimeras forman parte de otras parábolas que rodearon a Antonio Esteban Agüero: la de su muerte. Por ahora, el recuerdo se concentra en aquel primer grito de libertad y bohemia que dio el 7 de febrero de 1917 en una pequeña casa de Piedra Blanca de la que no queda más que una estoica pared que resiste al olvido.

 


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