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Lo que ocurre, lo que importe

Por redacción
| 21 de agosto de 2017

Unos lloran, unos sangran, otros gritan, unos levantan pancartas con consignas anti violencia, otros reparten panfletos para proteger a los perros, a los gatos, a las ballenas, a los osos polares y a los osos pandas. Unos compran la última tecnología, para mostrarla y nada más. Otros muestran billetes para que la autoestima suba tan alto como para no tener que regresar al analista, al menos por dos semanas.

 

Unos disparan Kalasnikovs, Uzis, Glocks, M16, ballestas, arcos, misiles, piedras. Otros huyen de la violencia, cruzan fronteras, atraviesan mares imposibles, sortean obstáculos abismales, y un día llegan a la puerta deseada. Detrás espera el futuro: plazas, jardines, escuelas rebosantes de sonrisas, soles que rebotan en playas donde la gente es feliz, lunas que alumbran pieles, que engendran otras pieles para que la fascinación por la luna se vuelva ancestral; mujeres y hombres que cumplen todas las reglas y todos los sueños. Detrás está, naturalmente la vida.

 

La puerta está cerrada y no se abrirá. Y ocurre lo previsible; los pacifistas que huyen de la guerra un día regresan armados a masacrar a aquellos que le quitaron el ayer, porque no pueden matar a los que le quitan el mañana. Todo se recicla, sobre todo la sangre de los otros.

 

A los que mantienen la puerta cerrada nadie puede condenarlos de manera definitiva, poseen argumentos tan sólidos como respetables: la plaza para sus hijos, la escuela para sus hijos, el sol para sus hijos, la luna para sus hijos, el futuro y los sueños, para sus hijos. Y como entienden exactamente lo que han hecho, practican yoga, fuman marihuana, miran series en Netflix y le ponen Lisoform hasta a las empanadas.

 

En este preciso segundo acaba de nacer un ser humano cuyo futuro está condenado al fracaso. En este preciso segundo acaba de nacer un ser humano cuyo futuro ya está asegurado. Para siempre. En este preciso segundo acaban de nacer centenares de seres humanos cuyo destino no estará ni en el pozo, ni en la cima. Es curioso que a esos centenares les toque administrar cuando se abre o se cierre una puerta.

 

Unos rezan, se arrodillan, creen en la vida después de la muerte, y lo entregan todo por esa fe. Otros maldicen, desconfían, insultan, no tienen fe. Pero miles de millones de unos y otros se mueven con una comodidad pasmosa entre creer y no creer. Y como en el mundo se ha impuesto la democracia, esa mayoría gris termina por definir la vida, entre la genialidad y la tristeza.

 

El mundo puede y debe ser un mundo mejor, mientras tanto cada uno cumple con su tarea, maquinalmente, como lo determinan los millones que están en la mitad.

 

A este editorial, unos más, otros menos; van a leerlo en el día de su publicación, probablemente unas cien personas, luego algunos más. De esos cien curiosos, a noventa y cuatro les va a parecer una pedantería sobre la que no quieren pensar. A cuatro les parecerá “hermosa”. Los dos restantes coincidirán en la conmoción, en la emoción, en el placer y en esa sensación extraordinaria que sienten aquellos que hacen lo que desean hacer. Uno de ellos abrirá la puerta. Otro no.

 

Y cada mañana, unos amanecerán con la paz en el pecho, porque descansan libres. Y otros descansarán en la noche, con la certeza de haberlo dado todo. Quizás ni unos ni otros, esa brutal mayoría, logren resolver el misterio. Entonces vale la duda.

 

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