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El carnaval y su espíritu, vivo a través de los años

Ícono de la cultura popular, la celebración mutó en el tiempo. Desde largas jornadas de agua entre los vecinos hasta fastuosas comparsas, el carnaval tiene una fuerza propia imposible de frenar.

Por Florencia Espinosa
| 12 de febrero de 2018

Agua, agua, agua. Agua por todos lados. Desde los techos, desde las carretas, en los patios de las casas. El carnaval llegaba para empapar todo lo que encontrara en su camino. Esa semana, la más esperada del año, no sabía de diferencias. No importaba en qué zona de la ciudad se estuviera, o cuántos años de vida testificara el documento, el carnaval no perdonaba a nadie: todos podían mojar y ser mojados en el medio de las batallas campales que se armaban entre grandes y niños. Bastaba sólo con tener un recipiente que se pudiera llenar de agua, como un bidón de aceite vacío de cinco litros, al que sólo había que agregarle la manija, con la ayuda de un clavo y un alambre, para integrar las líneas de fuerza. Quien haya vivido un día de carnaval no puede evitar esbozar una sonrisa al rememorarlo. Cambiaron las épocas y las costumbres, pero los recuerdos siguen intactos.

 

Eran los años 60 y el carnaval se pasaba a “baldazos limpios”. Las historias surgen fáciles a través de la voz de Oscar Di Sisto, actor de profesión y puntano, quien retrató parte de lo que eran esos días en San Luis. “Nos preparábamos desde días antes y salíamos toda la barra de niños a mojar a las chicas. También se sumaban los adultos, que muchas veces hacían de cómplices y terminaba ellos también en el medio de la guerra de agua”, contó. El “latigazo” era moneda corriente de la época. Consistía en una técnica perfecta: había que colocar el balde bien arriba de la persona a la que se quería mojar y largarlo de un sopetón y sin chistar, así el agua caía con tanta fuerza y sin pausa que hacía las veces de “latigazo” para la “víctima”. Toda una estrategia de guerra. “Yo tenía un amigo, Pepe Pedernera, que luego fue un gran cantante melódico y que vivía en esa época en el barrio La Merced. Tenía una carreta con caballos, entonces nos juntábamos todos los chicos y llenábamos un tacho enorme con bombitas y recorríamos la calle Caseros hasta Julio Roca y después por Lafinur, que eran de tierra, y las tirábamos desde ahí arriba”, recordó Di Sisto.

 

El origen del carnaval está relacionado con la religión católica y su significado etimológico es “sin carne” o “quitar la carne”. La fecha se conmemora el fin de semana antes del Miércoles de Ceniza, que da inicio a la cuaresma, que son los cuarentas días antes de las Pascuas, que este año es este próximo miércoles. Durante la cuaresma para los cristianos se debe guardar ayuno y abstinencia de carne. Por eso, hace muchos años, antes de arrancar ese lapso de tiempo los fieles hacían una festividad para ingerir todos los alimentos que luego no se podrían comer y que, al no haber posibilidad de refrigeración, se echarían a perder. Con el tiempo fue haciéndose una fiesta cada vez más y más grande, que incluía excesos por los que luego se pediría perdón en la cuaresma. A lo largo de los años la celebración mutó y dejó de tener un significado religioso, pero el espíritu de fiesta nunca cambió.

 

“¡Qué manera de disfrutar en el carnaval! Yo vivía en Julio A. Roca casi General Paz y nos juntábamos todos mis amigos y festejábamos de una manera muy sana. Tenía un tío que tenía un camión y vivía en Balcarce y Santa Fe, pero se venía hasta mi casa repleto de tachos de 200 litros con bombitas para jugar. Era hermoso. Una vez en la casa de mi madrina, ahí en la misma zona, nos quisieron tirar a la pileta entre tres chicos y a mí me habían operado entonces no podía hacer fuerza, y uno de los chicos me defendió y al final lo tiraron a él”, relató Norma Argentina, una reconocida actriz de la provincia. Con sus 71 años a cuestas recordó a la perfección, y con algo de nostalgia, algunas anécdotas que marcaron su infancia. “Mi papá era un hombre muy serio. En ese entonces no había gas natural, teníamos un fogoncito donde hacíamos de comer con carbón y caían las cenizas en un tacho de pintura que había puesto la mami ahí. Empezamos a jugar al carnaval y vino una vecina a querer tirarnos agua y mi papá agarró ese tacho, lo llenó de agua y se lo tiró encima, con toda la ceniza, quedó toda blanca”, narró entre risas. “Nunca me voy a olvidar de aquellos carnavales, lamentablemente hoy ya no se dan así, era otras épocas”, aseguró.

 


Foto Archivo José La Vía 

 

La diversión nocturna también era parte del festejo. Se hacían fiestas en los clubes para los adultos pero en un clima muy familiar. Allí iban todos disfrazados, tapados de pies a cabeza, y el “quid” de la cuestión era que nadie supiera quién era quién. “Antes había que sacar un permiso en la policía para disfrazarse. Era por seguridad. Te daban un cartón con el número de documento y tu nombre y un sello, eso lo tenías que llevar colgado. Como siempre los disfraces tapaban el rostro no te veían la cara, entonces tenías que tener esa autorización. El nombre estaba del lado de atrás, entonces no te descubrían, pero si te paraba la policía les mostrabas eso. Y una de las picardías era bailar con alguien y tratar de descubrir quién bailaba. Recuerdo que me llevaban a ‘Los Ranqueles’ que era el club ubicado en Pringles e Ituzaingo, que luego fue Luz y Fuerza”, explicó Di Sisto. “Después todo fue cambiando, era una fiesta muy linda, pero hoy sería incontrolable. Ahí era muy respetuoso todo. Con el tiempo crecieron los bailes de carnaval pero se fue perdiendo el disfraz, eran en el club Guay Curú, Belgrano y en el Victoria”, detalló.

 

Avanzamos un poco más en el tiempo y las costumbres de salir a jugar en la calle continúan entre los vecinos. “Jugábamos un montón en el barrio. Yo vivía por la calle Los Inmigrantes antes de Aristóbulo del valle, cerca del aeropuerto. Somos 4 hermanas mujeres y salíamos a mojar a todos con los tarros de leche Nido llenos de agua”, contó Daniela Pereyra Jameson, una artista puntana de 39 años. Ya habían aparecido las bombitas modernas, pero eran caras y poco accesibles, sobre todo para una familia numerosa. “Nos compraban un paquetito y había que saber administrarlo durante los tres o cuatro días que duraba el carnaval, entonces salíamos con los tarritos que era más fácil, o desde arriba del techo”, relató. Los disfraces también seguían vigentes, aunque no en las fiestas nocturnas. “A mí me gustaba armar shows en mi casa para mi familia, y si había posibilidad de disfrazarse yo fascinada, porque desde chica que iba a teatro y me encantaba. Tenía esto de armar escenas. Aprovechábamos la fecha para hacer estas cosas”, describió. “Después se fue cortando todo, los puntanos no tenemos mucho ánimo carnavalero en la actualidad, no está en nuestra idiosincrasia. En relación a otras zonas, por ahí en el norte lo tiene más arraigado”, reflexionó.

 

En Villa Mercedes las costumbres fueron muy similares, según relata Jorge Rosales, uno de los organizadores de los carnavales que este año cumplen su 30 aniversario. “Acá sabíamos jugar entre los vecinos con baldes de agua y bombitas. Había bailes a la noche tradicionales como en el club Colegiales, con espectáculos; era muy familiar, participaba todo el vecindario”, recordó.

 

“Este año bailaron más de 2.500 personas en 23 comparsas. Ellos trabajan durante todo el año, e históricamente han hecho un bien a la comunidad, hay muchos chicos que han salido de la calle y las drogas gracias al carnaval”, comentó, en referencia a que hoy en día los corsos son también un espacio de contención en los barrios. Es que la festividad a lo largo de los años también ha servido como una manifestación de la cultura popular, como esos dos o tres días donde la realidad se toma licencia y el espíritu sale a tomar un poco de aire, una bocanada de esperanza. Los corsos de la actualidad se transforman en un respiro que nos permitimos dar, entre música y papelitos de colores, para salir a flote, para resurgir. Porque al final, de carne somos, y qué mejor que esta época para despojarnos también de esa piel que nos reprime, nos asfixia, nos pesa. Y dejarla ir, de un momento y sin pensar, como el agua que cae sin dar marcha atrás.

 

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