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Convicciones y extremos

Por redacción
| 15 de febrero de 2018

La escena transcurre en un tribunal, donde se celebra un juicio. Hay dos actores enfrentados. El ambiente es tenso cuando uno de ellos: el que interpreta el papel del “acusado”; pide que le concedan la palabra. Desde el estrado, quien interpreta el papel de “juez”, demora apenas seis segundos en aceptar la petición. Pero en el silencio de la expectativa ese puñado de segundos es elástico. Interminable.

 

El “acusado” se pone de pie. Lleva las manos esposadas, está vestido con un uniforme de prisionero, negro y un gorro de plegaria, musulmán. Cuando habla, el silencio se hace más denso aún:

 

“No odio a nadie, pero comprendo por qué hay tantas frustraciones entre los países musulmanes y los estadounidenses”.

 

Las palabras elegidas para comenzar el discurso causan un efecto inmediato. Algunos murmullos acompañan el nerviosismo de los cuerpos moviéndose sobre las sillas, en las que actores de reparto, cumplen sus roles de “testigos” o “curiosos”.

 

El guión del “acusado”, es sólido y no permite dilaciones: “Estoy aquí desde hace más de 20 años, tenía amigos estadounidenses y amigos musulmanes”, explica. “Pero cuando me convertí en musulmán practicante y empecé a vestirme como tal, estas relaciones se degradaron”. 

 

Y cierra con énfasis el breve parlamento: “Fui acosado por el FBI en el aeropuerto, cuando viajaba a República Dominicana como simple turista, o detenido por policías cuando regresaba de un viaje a Pakistán únicamente a causa de mi vestimenta. ¡Nunca había sido discriminado por mi religión, hasta que comencé a practicarla!”.

 

No hay un pedido de clemencia en las palabras. El tono es frío, técnico, como quien debe decir algo, porque está escrito. Apenas el “No odio a nadie”, queda flotando en la sala, hasta que el juez responde:

 

“No hay ninguna comparación entre las recriminaciones que usted puede tener y los actos que cometió”, le dice con firmeza, mirándolo a los ojos, a pesar de la distancia. También el texto del juez es transparente. Previsible: “La conclusión ineludible es que usted sigue siendo extremadamente peligroso y hostil”, agrega. Y la conclusión llega sin ninguna exageración. Precisa e ineludible: “No hay nada que pueda justificar otra cosa que la pena de cadena perpetua”.

 

Fin de la escena. Cada actor ha cumplido con dignidad. Las voces no han temblado. La emoción fue la adecuada, ninguna sobreactuación. Pero no hay aplausos en el set. No hay un ¡Bravo¡, que surja desde una voz áspera para atravesar e imponerse a los murmullos. Ningún director dice: “Corten”.

 

Porque no es un filme. El estadounidense de origen afgano Ahmad Rahimi, que se inspiró en Osama bin Laden para colocar una bomba casera que dejó 31 heridos en setiembre de 2016 en Nueva York, fue sentenciado a cadena perpetua. Lo decidió el juez federal Richard Berman tras una audiencia de más de tres horas.

 

La investigación halló que Rahimi comenzó el 17 de setiembre de 2016 colocando una bomba casera en Nueva Jersey, que debía explotar al comienzo de una carrera, pero la competición se retrasó y el artefacto no provocó daños. Luego se trasladó a Nueva York a colocar dos bombas artesanales en el frecuentado barrio de Chelsea, en el corazón de Manhattan. Una de ellas no explotó, pero la otra, escondida en un basurero de la calle 23, hirió a 31 transeúntes, sembrando el pánico en la primera ciudad de Estados Unidos.

 

Fue el primer atentado en Nueva York desde los ataques terroristas del 11 de setiembre de 2001 que derribaron las Torres Gemelas. Un recuerdo tan doloroso que no hay manera de convertirlo en un guión. Los caminos de Rahimi y Berman se cruzaron en un tribunal. Tal vez hubieran preferido ambos, que el encuentro fuera en un set de cine.

 

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