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Testimonios de la desolación

El escritor mexicano necesitó apenas unos cuentos, una novela y una novela breve para retratar su país, el México de los sueños rotos que, un siglo después, pervive en la violencia actual.

Por redacción
| 19 de febrero de 2018
Foto: Internet.

Juan Preciado fue a Comala para buscar a su padre, “un tal Pedro Páramo”. Lo sabemos porque él nos lo dijo. Es lo primero que nos dijo, antes de sumergirse en ese pueblo de muertos insomnes, de almas en pena que se resisten a irse a otro mundo, que sueñan y nos hablan desde las tumbas. Sabemos que Pedro Páramo y su hijo Miguel eran “de mala sangre”, que se apropiaban de la vida, las tierras y los cuerpos de los otros, porque nos lo contaron el padre Rentería y Fulgor Sedano, el administrador de sus haciendas, que alguna vez fueron ajenas.

 

Nos figuramos qué sonido hace el espinazo de un hombre quebrándose por un balazo, en los enfrentamientos de la Revolución Mexicana, porque un sobreviviente nos lo ha contado, al hablarnos de cómo era vivir en el llano, cuando el llano estaba en llamas. Ese narrador innominado nos transmitió su vergüenza de tal modo que casi agachamos la cabeza con él, cuando, al final, su mujer le presenta a su hijo y le dice que ese vástago no mata ni roba, como había hecho su padre.

 

Ellos nos lo contaron de primera mano, sin interferencias. Sentimos el olor de la pólvora, el de la carne humana chamuscada cuando los guerrilleros descarrilaron un tren repleto de soldados, en Sayula. Percibimos el viento de la tristeza que sopla en Luvina porque el profesor que venía de allá nos habló de tal modo que lo escuchamos soplar entre las paredes de la iglesia derruida; escuchamos el sarcasmo de Lucas Lucatero de su propia boca, él nos contó que había matado a su suegro, Anacleto Morones, un falso santo, y que lo tenía enterrado bajo un montículo de piedras boludas, en su corral, cuando los seguidores del embustero creían que se había mudado de pueblo.

 

Ellos, los protagonistas de esas historias tan desoladoras como el México donde germinaron, lo contaron todo. Juan Rulfo no nos dijo nada. El escritor medió lo menos posible. O lo hizo todo lo que pudo, con una maestría tal que no nos dimos cuenta de su intermediación. El 16 de mayo pasado se cumplieron cien años del nacimiento del hombre que en no más de 300 páginas –una novela, una novela muy corta y algunos cuentos– nos puso cara a cara con la miseria, en todas las acepciones de esa palabra.

 

Leer “Pedro Páramo”, “El llano en llamas” o cualquiera de sus otros relatos es como sentarse para escuchar sin interferencias la voz resignada de las mujeres abusadas, el habla mandona de los abusadores, de los acopiadores de tierras, de los que van a morir y se resignan a su suerte, y la de los que no se resignan y se aferran a una clemencia que no llega.

 

Uno lee y está ahí, en el México profundo, atravesado de una violencia ancestral, acaso enraizada en la violencia de los conquistadores y en la de los pueblos originarios aniquilados por los conquistadores.

 

Esa violencia que hoy encarnan los cárteles del narcotráfico también está latente en la desigualdad, en la falta de oportunidades. Rulfo escribió “El paso del norte”, como el resto de su obra, hace ya más de cincuenta años. Pero ese relato, por caso, tiene una desgarradora actualidad, que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se ha encargado de revitalizar con su proyecto de levantar un muro para atajar a aquellos que quieren ir hacia el norte en busca de mejor suerte. El muro es simbólico, también. Hecho de hormigón o de balas a discreción, confina a los mexicanos a su México, los devuelve a una vida que, por donde se la mire, destila desesperanza.

 

Deslumbrados por Rulfo

 

Los más célebres escritores se han confesado deslumbrados por la obra rulfiana. Borges, Sontag, García Márquez, Grass, Benedetti, Oe y muchos etcéteras.

 

Críticos literarios han llegado a decir que, tal vez, de no existir la Comala de Rulfo, no habría emergido la Macondo de García Márquez. Para fines de 1961, radicado desde julio en México, el futuro autor de “Cien años de soledad” estaba en un atolladero. Con 32 años, ya había publicado su primera novela, La hojarasca, y tenía tres libros inéditos. Pero se le había acabado la inspiración. Tenía ideas, pero no encontraba una manera convincente de contarlas. “No me consideraba agotado. Al contrario: sentía que aún me quedaban muchos libros pendientes, pero no concebía un modo convincente y poético de escribirlos”, recordó el narrador colombiano, al cumplirse treinta años de la publicación de “Pedro Páramo”. Hasta un día en que su amigo Álvaro Mutis le llevó una pila de libros, escogió uno y le dijo:

 

-¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!

 

Era la novela de Rulfo. “Gabo” la leyó dos veces esa noche. “Nunca, desde la noche tremenda en que leí la Metamorfosis de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá –casi diez años atrás–, había sufrido una conmoción semejante. AI día siguiente leí “El llano en llamas" y el asombro permaneció intacto”.

 

Con las oraciones iniciales de “Pedro Páramo” nos sabemos en manos de un narrador magistral, escribió la ensayista estadounidense Susan Sontag, que conoció a Rulfo en la Feria del Libro de Buenos Aires y fue decisiva para que la obra rulfiana se editara en inglés, sin fragmentaciones.

 

Leer a Rulfo es sentir la desolación. Su prosa es devastadora, como la de Benedetti o la de Abelardo Castillo: nos pone cara a cara con el lado más flaco de la naturaleza humana.

 

Acaso lo que trasunta toda su obra no es más que el desamparo que habrá experimentado el escritor en sus primeros años de vida. Perdió a sus padres cuando era muy chico y experimentó la pérdida que significó que su familia fuera despojada de sus propiedades, primero durante la Revolución Mexicana (1910-1920) y luego, durante la Guerra de los Cristeros (1926-1929). Ambos acontecimientos trascendentales de la historia de México están presentes en su obra. En ellos están ambientados la mayoría de sus relatos, si no todos.

 

Rulfo comenzó a escribir en la década de 1940 y publicó sus cuentos, por primera vez, en un par de revistas.

 

Luego, en 1953, vio la luz “Pedro Páramo”. Tras ese período creador, no escribió más. Se dedicó a la fotografía, otra profesión suya que no tuvo ningún punto de contacto con la literatura y por la cual también ha sido elogiado, y a la edición, en el Instituto Mexicano Indigenista. Pero no volvió a incubar ningún relato más de ficción. “Porque no tengo nada que escribir” o “¿y qué quiere que escriba?”, respondió cada vez más que alguien intentó asomarse a su alma de narrador. Luego se hundió otra vez en sus silencios. Ya lo había dicho todo. O no nos había dicho nada. Sólo se había encargado de hacernos llegar un montón de voces, de más aquí o del más allá. Los dolores de ese México que produce encanto y pena. Nos había traído los murmullos que arrastra el viento de la desolación. Y ya no tenía nada más que decirnos.

 

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