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La educación argentina se fue a marzo, y tiene varias previas

Por redacción
| 24 de febrero de 2018
Ilustración: Pablo Blasberg.

La primera edición de “La tragedia educativa” es del siglo pasado. El excelente libro de Guillermo Jaim  Etcheverry fue impreso por primera vez en 1999, tuvo su decimoséptima reimpresión en 2007, por parte del Fondo de Cultura Económica. Parece escrito ayer a la tarde. Siempre vale la pena citarlo, en sus líneas se dice como en pocos espacios una verdad dura y trascendente. Un texto que aclara la realidad de una cuestión desesperante. En rigor, la cuestión involucra a todos, desespera a pocos. O, por lo menos, a muchos menos  de los que debiera desesperar. Dice, entonces, Etcheverry en la introducción de la obra citada: “La educación es una de las cuestiones que más parecen preocupar a la sociedad contemporánea. También en la Argentina aparenta ser prioritaria, a juzgar por el discurso público de sus dirigentes. Casi a diario oímos afirmar que vivimos y, sobre todo, que habremos de vivir en la sociedad del conocimiento. Constituye ya un lugar común citar frases como la de Juan Bautista Alberdi: “La riqueza no reside en el suelo ni en el clima. El territorio de la riqueza es el hombre mismo”. Variaciones sobre este concepto están presentes cada vez que hoy se hace referencia a la educación y al valor del conocimiento. Sin embargo, la acción concreta de la sociedad argentina no parece guiada por esas ideas. Es más, vivimos rodeados de señales que demuestran de manera inequívoca que la nuestra es una “sociedad contra el conocimiento”, de acuerdo con la acertada expresión que Augusto Pérez Lindo fundamenta en una cuidadosa argumentación….” (Aclaración: para poder realizar estas citas de autores importantes, resulta necesario haberlos leído, o por lo menos saber de su existencia. Exactamente lo que la escuela no consigue que los estudiantes hagan).

 

Como cada año, estos días de febrero ofrecen un paisaje interesante con dos postales características en todo el país: un grupo de señores y señoras ingresando a las reparticiones de gestión educativa, y otro grupo de señores y señoras esperándolos. Las cámaras y los micrófonos a la expectativa de la salida de una reunión cumbre que trata poco de educación y que no resuelve los problemas para los que se convoca. Las declaraciones, año a año, son idénticas. Los que ingresen son los gremialistas, y los que esperan son los funcionarios de educación. Si la reunión es en el Palacio Pizzurno, la idea es dirimir una paritaria que las autoridades firmantes no pagan. La remuneración docente la sostiene cada jurisdicción. Cada provincia. 

 

La otra postal son algunos estudiantes secundarios bajo el sol ardiente de febrero. Con guardapolvos y uniformes algo precarios, con cara de susto y cierta desorientación. Son los que abren las puertas de las escuelas luego del receso estival, finalizado en medio del estío. Son “los que se fueron a marzo”. Primero, concurren a “clases de consulta” que nadie sabe bien para qué sirven, ni en qué horario se dictan. Pueden ser obligatorias o no, nadie sabe. Cambian según la materia, el establecimiento, la voluntad del docente, las licencias de los docentes, y el susto de los alumnos. En teoría, el alumno debiera preguntar, en escasos cuarenta minutos, sobre aquello que no aprendió en todo el año, y que no pudo explicar en diciembre. Cabe aclarar que no se trata de los más brillantes de la clase, de ser así no estarían en esa instancia. Si las materias  tienen pomposos objetivos, como conocer, relacionar, interpretar, descubrir, formar pensamiento crítico, graficar, construir, y muchas otras operaciones actitudinales, cognitivas y volitivas, la situación es complicada. Los personajes a ser examinados  no pudieron hacer todo esto en 190 días de clase. Demostraron no saber hacerlo a mediados de diciembre. Sería casi un milagro que logren todas esas metas, a sólo sesenta días de la comprobación anterior. Por reiterado, estéril y aburrido no cabe buscar culpables. Ni siquiera presuntos responsables.

 

Sería deseable que tanta hipocresía encuentre un límite. Que se admita la inutilidad de los procedimientos descriptos en ambas postales, y que se comience a trabajar en serio para cambiar, y superar la tragedia.

 

Vaya el reconocimiento para quienes buscan, cada cual con su método, innovar, cambiar y torcer tanta dolorosa mediocridad.

 

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