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Museo del Prado, la conjunción perfecta de cultura e historia

Vértice del triángulo del arte madrileño que conforma con el museo Thyssen y el Reina Sofía, el enorme paseo es un laberinto donde se encuentran obras maestras de Diego Velázquez, Francisco de Goya, el Bosco, Rafael Sanzio y Rembrandt. Sensaciones de una visita imposible de olvidar.

Por Miguel Garro
| 23 de abril de 2018
El Museo de Prado está ubicado en el Paseo del Prado de Madrid, a pocas cuadras de la Puerta de Alcalá y muy cerca de la estación de Atocha.

Entrar al Museo del Prado, en Madrid, es meterse en un laberinto multitudinario en donde el arte y la cultura resisten otra ciencia: la historia. Del mundo, de España y, de algún modo, de cada uno de los espectadores que contemplan los cuadros y las esculturas que se suceden, aun quietos, en la visión admirada y fascinada. La sensación principal, algo incómoda es cierto, de quienes lo visitan por primera vez es la de estar perdiéndose algo cada vez que se abandona una sala y se elige alguno de los caminos y puertas que llevarán a otra.

 

Dejar atrás algunas de las 70 habitaciones (la mayoría pintadas de un bordó furioso) que conforman uno de los paseos culturales más importantes de España significa despedirse –acaso para siempre- de un pedazo de sabiduría que queda allí, pero que en algunos casos se va también en los ojos y en la memoria del visitante. La posibilidad de estar en muchas partes al mismo tiempo es una de las cosas mágicas que tiene el arte.

 

El Museo de Prado está ubicado en el Paseo del Prado de Madrid, a pocas cuadras de la Puerta de Alcalá y muy cerca de la estación de Atocha, el centro neurálgico del transporte público de la península. Y conforma una suerte de triángulo de las Bermudas cultural con el Museo Reina Sofía y el Thyssen, que se encuentran a pocas cuadras de distancia. Perderse allí es la gloria de los ávidos.

 

Por día el enorme edificio colonial recibe a miles de personas que lo recorren con el entusiasmo de los primerizos, así se la cuarta o quinta vez que lo visitan. Hay personas que se ofrecen como guías para el itinerario pero lo ideal es caminarlo por cuenta propia, libremente, aún con la conciencia de que el hecho de no saber dónde está tal cuadro podría resultar en el fin de la visita sin ver una obra que lo merece.

 

Es común ver en los pasillos a turistas de todas partes del mundo y también a contingentes de chicos de escuelas secundarias españolas que los visitan con sus profesores, tal vez no del todo consientes –por lo cercano- del tesoro que tienen ante sus ojos y que ellos a su edad pueden disfrutar a diferencia de, por ejemplo, los chicos argentinos. Es bueno pensar que, cuando el alumno español que ya pasó por el Prado y el adolescente nacional que hasta esa edad nunca se subió a un avión sean mayores de edad, podrán visitar el museo por su cuenta. El Prado estará allí esperándolos.

 

En los pasillos queda perfectamente claro la diferencia entre ver, mirar y contemplar, tres acciones que parecen tener significados similares pero que encuentran en los detalles y en el tiempo que se pasa frente a una obra la diferencia más específica.

 

El fuerte del lugar es el arte clá- sico, con especial relevancia de la pintura española creada hasta 1910, aunque hay mucho de los autores alemanes, flamencos, franceses, italianos y algo de la escultura romana. Los amplios pasillos contienen buena parte de la producción pictórica europea de hasta los inicios del siglo pasado. La planta baja –reservada para la pintura medieval y renacentista- y el primer piso contienen la mayor cantidad de obras y reciben un constante trajinar de público que puede pasar por la librería, tomar un café en el bar o adquirir algún souvenir en la tienda, de precios un poco más altos a diferencias de otros museos de Europa y de negocios de arte ubicados a pocas cuadras de allí. En el segundo hay un claustro y apenas diez salas, pero es recomendable visitarlas sobre todo para encontrarse con “La era” –también llamada “El verano”-, el tapiz más grande de Francisco de Goya que muestra a un grupo de sembradores que descansan sobre el trigo.

 

Finalmente, el subsuelo sólo contiene tres salas dedicadas a las artes decorativas cuya visita se justifican, siempre y cuando las cuatro o cinco horas de recorrida no hayan hecho mella en las rodillas, las piernas y la columna del visitante. Allí está “El tesoro del Delfín”, un rejunte de alhajas heredadas por Felipe V de su padre, llamado “El gran Delfín”, que se expone, justamente, como un tesoro escondido en el sótano.

 

El edificio llamado de Los Jerónimos –porque el ingreso más cercano da a la Iglesia homónima, que está al frente del museo- está reservado a las exposiciones temporales. Por estos días, está montada una gran muestra de Mariano Fortuny, considerado uno de los mejores pintores españoles del siglo XIX junto a Eduardo Rosales, un artista que tiene muchos cuadros en el museo. Aunque no siempre queda claro, la iglesia puede ser considerada también parte del Prado, pues allí hay alojado un importante grupo de pinturas religiosas que están expuestas en las capillas y que pueden visitarse en el horario en que está abierto en templo.

 

Es difícil determinar cuál es la obra estrella de Prado, una elección que en el Reina Sofía, por ejemplo, recae sin dudas en el Guernica de Pablo Picasso; que en el Louvre se centra en La Gioconda, de Leonardo Da Vinci; y que en la Galería de la Academia, en Florencia, es el David de Miguel Angel. Lo que tiene el museo español en ese sentido son más nombres de autores que de obras específicas.

 

Caminar por allí permite encontrar pinturas de El Greco, Tiziano, Caravaggio, Rubens, Rembrandt, Velázquez, Murillo, Goya, Durero, Rafael y El Bosco, entre otros.

 

Posiblemente sea Goya y sus crónicas pintadas sobre la historia española el creador estelar de El Prado. Además de la ya mencionada “La era”, se encuentran en las salas madrileñas “La maja desnuda” y “La maja vestida”, criteriosamente ubicadas en la misma sala, una al lado de la otra; y “Los fusilamientos del 3 de mayo”, que describe la lucha del pueblo español contra la invasión francesa de 1808, que a su vez está al lado de “La carga de los mamelucos”, acaso más impactante, que plasma lo sucedido el 2 de mayo del mismo año en la misma situación social.

 

En el mismo nivel de importancia y trascendencia se encuentra “Las meninas”, de Diego Velázquez, uno de los cuadros más comentados y analizados de la historia del arte. Del autor, también están los exquisitos “Los borrachos”, el realista “La rendición de Breda” y “Bufón con libros”.

 

El Bosco es otro de los artistas que se exhiben profusamente en el museo. De las muchas obras del holandés, no habría que irse del Prado sin ver dos –también ubicadas una al lado de la otra- que resaltan por el color y la confección de figuras satíricas relacionadas con el pecado. Una de ellas es el tríptico “El jardín de las delicias”, que impresiona por su tamaño y por su descripción del paraíso, la lujuria y el infierno. La otra es “La mesa de los pecados capitales”, que, tal cual su nombre, es una mesa con escenas dibujadas referidas a la gula, la ira, la lujuria, la pereza, la envida, la soberbia y la avaricia.

 

El autorretrato de Durero y “El cardenal”, de Rafael, son otras representaciones muy visitadas. De Sanzio también está “La virgen del pez”, una conversación entre la Virgen María, Jesús de niño, San Jerónimo, el arcángel Rafael y el niño Tobías, que sostiene en su mano el pez con el que, según la historia, curó la ceguera de su padre.

 

Entre los grandes nombres que se refugian en El Prado, la elección de las autoridades del museo para ilustrar la folletería oficial recayó en “El caballero de la mano en el pecho”, de “El Greco”, un óleo sobre lienzo que en un momento se pensó que podía ser un retrato de Miguel de Cervantes Saavedra, aunque otros estudiosos creen que el representado es un conde español. De todos modos, “La Trinidad” y “La adoración de los pastores”, tal vez por la mayor cantidad de personajes y la permisividad de exponer más rostros y expresiones que se permitió el autor, resultan más atractivas.

 

La pintura flamenca tiene su lugar preponderante en el museo, que confluye en una gran sala del primer piso que contiene, entre otros, las obras de los holandeses Rubens y Rembrandt. “Las tres gracias”, de una belleza inusitada, del primero; y “Judith en el banquete de Holofernes”, del segundo, sobresalen entre la oferta de un paseo inolvidable por donde se lo mire

 

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