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Mucho más que la entrega de un par de heladeras

Dos familias muy humildes del Valle de Pancanta recibieron los artefactos, que significaron un acompañamiento para paliar la soledad y las dificultades.

Por Marcelo Dettoni
| 08 de abril de 2018

El parámetro de lo que significa el término "calidad de vida" no es igual en las grandes ciudades que en el campo. Ejercicios habituales como abrir la canilla y que salga agua, prender una estufa con el raspado de un fósforo o guardar un yogur en la heladera, que hacemos casi sin darnos cuenta y sin valorar lo que implican en materia de costo energético y de recursos; para quienes habitan en zonas rurales son avances fundamentales, una especie de "pases mágicos" luego de años de hurgar con baldes en los pozos en lugar de abrir canillas, de leña cortada a hacha para calentarse en invierno y técnicas de salado para que la carne no se pudra por falta de refrigeración.

 

Será por eso que cada entrega de una pantalla, un calefón o una heladera solar está teñida de emoción, de abrazos y de agradecimientos. Para ellos, eso es "calidad de vida", progreso auténtico, comodidades imposibles de imaginar hasta hace pocos años atrás, antes de que el gobierno provincial comenzara con sus planes destinados al arraigo rural, para que esos pobladores no se vean obligados a emigrar a las grandes ciudades, dejando en el camino parte de su identidad y sus costumbres, y pagando un elevado precio en un proceso de adaptación que nunca termina de ser completo ni para los adultos y mucho menos para los niños.

 

 La revista El Campo acompañó a un equipo del programa Arraigo Rural, que conduce Miguel Rodríguez, a entregar dos heladeras que funcionan con energía solar en humildes viviendas del Valle de Pancanta, una escenografía de hermosos paisajes y duras condiciones de vida, donde en invierno el termómetro puede descender hasta los 25 grados bajo cero, las pasturas se limitan apenas al pasto paja y las altísimas cortaderas que se sacuden con el viento y las centenarias pircas son las que dominan el escenario con sus contoneos divisorios de terrenos en las alturas de las sierras centrales, donde parece imposible que esas vacas que asoman entre los "plumeros" tan codiciados por los turistas pudieran mantenerse en sus cuatro patas debido a la pendiente.

 

En una vieja y rendidora Isuzu viajaron las dos heladeras embaladas. Las lleva el equipo de instaladores que comanda Stefan Seibt, a quien acompañan Luis Capaldo y Jeremías Ludueña. “Hace 10 años que venimos instalando pantallas, calefones y heladeras, nos conocemos todos los rincones de la provincia, muchas veces el gran desafío no es conectar los aparatos, sino encontrar las casitas perdidas en el medio de la nada”, cuenta Seibt, quien comienza a relatar anécdotas de este tipo de viajes y, si no nos vienen a abrir la tranquera que tiene siete (sí, siete) candados, no pararía hasta el anochecer. Así, recuerda cuando cruzaron el serpenteante río Socoscora unas diez veces, abriendo a pala los badenes para poder llegar a un ranchito a más de dos mil metros de altura. O el día que llevaron una pantalla en carretilla durante una docena de kilómetros hasta un paraje cercano a San Francisco del Monte de Oro. “Y una vez cabalgamos un día a lomo de mula para llegar a los 5.000 metros, pero fue en Catamarca, no en San Luis”, se frena en el medio de la película, temiendo que al no ser una anécdota local no tuviera tanto efecto en su auditorio.

 

Seibt cuenta las aventuras que le brindó su vida de instalador mientras Rodríguez, con su homónimo Martín, el jefe del Programa Producción Agropecuaria y Arraigo Rural ya habían saltado la tranquera en busca de los dueños de la casa y de la llave salvadora. No era una tarea sencilla: los álamos donde se podía adivinar que estaba la vivienda quedaban unos tres kilómetros campo adentro por un camino cercado de pasto paja y algunas vacas que miraban con desinterés, mientras buscaban la porción más tiernita para alimentarse. Finalmente volvieron con José Orozco, quien abrió un candado y, como por arte de magia, tiró del resto y aflojó la cadena. Es una técnica muy común en campos compartidos por varios miembros de una misma familia: cada uno tiene su llave, pero con una abren todo.

 

Madre e hijo

 

Vamos camino a la casa de Alicia Sosa (65 años), quien vive junto con su hijo David (38), que tiene síndrome de Down pero se mueve por la casa con mucha soltura, siempre solícito para atender a las visitas. Deja por un rato de escuchar la radio en la tablet que “me regaló el Alberto”, pone vasos en la mesa, trae una gaseosa y convida tortas fritas recién hechas con la felicidad de quien vive en un paraje aislado y de golpe ve llenarse su ámbito de voces, saludos y movimiento. Un día distinto para David, aunque todavía no digiere la derrota de su Boca en la Supercopa ante River, y también para Alicia, que esperaba con ansiedad la llegada de la heladera.

 

“Tengo un freezer, pero alimentado con un generador y la nafta está cada día más cara. Además hay que traerla desde El Trapiche, acá todo cuesta el doble”, reconoce la mujer, quien a su vez carga con sus propios problemas de salud: “Sufro de Parkinson, hipertensión y diabetes”, enumera con voz cansada, siempre acompañada por dos ruidosos caniches, Pipo y Tomy, que son padre e hijo.

 

La casa es amplia, con tres dormitorios, y se la nota nueva. “La construimos el año pasado, antes vivíamos allá, debajo de los árboles (señala hacia donde habíamos imaginado que estaría la llave a la entrada), pero era una vivienda de piedra muy vieja y fría, con mucha sombra. La humedad entraba por el piso a chorros, vivíamos enfermos con David, hasta nos tuvieron que internar a los dos por una neumonía”, agrega Alicia, quien ahora luce mucho más cómoda con sus paredes de ladrillo y la amplitud de una cocina con comedor donde incluso hay una cama de dos plazas.

 

Está separada de don Orozco, pero el hombre ayudó a levantar el hogar de su hijo y ahora está ahí, al pie del cañón, para ayudar a la instalación de la heladera solar. Él preparó la mezcla para apuntalar el soporte del panel que le dará energía al electrodoméstico. Se nota que sabe de albañilería, porque lo hizo con movimientos certeros y a una velocidad sólo comparable con la que tienen Stefan y sus muchachos, verdaderos maestros en la instalación. Agujerearon con prolijidad la pared, pasaron el cable embutido y armaron todo con una precisión notable. “Son años de hacerlo una y otra vez”, dice Siebt con un guiño cómplice y dándose tiempo para engullir una torta frita.

 

El campo del paraje El Nogalito tiene unas 300 hectáreas que comparten varias familias. Cincuenta y dos de ellas pertenecían a Juan Echenique, la mamá de Alicia, quien falleció el año pasado. Mucho antes ya había repartido su tierra entre sus siete hijos. A ella le tocaron las siete donde está la nueva casa, pero ya no quiere saber nada con tener animales, su estado de salud no se lo permite. “Vivimos de mi pensión y de la de David, sí me gustaría hacer una huerta, pero antes tengo que hacer el cerco perimetral porque las vacas y los caballos de mis vecinos me comen todo. Una vez planté frutales y desaparecieron, una lástima porque la tierra acá es muy buena, se da todo”, dice Alicia, quien se entusiasma cuando los funcionarios le prometen que la van a conectar con el programa que se encarga de ayudar a armar huertas comunitarias. Agua no le falta, la trae de una vertiente mediante el uso de una bomba.

 

La heladera va quedando lista y ella está ansiosa por abrir la puerta y mirarla por dentro. “Vamos a poder comprar carne. Pasamos muchos días a arroz y fideos, una vez estábamos tan cansados que nos fuimos a pescar con David. El sacó tres truchas del arroyo y yo, con una tanza enrollada a una botella, pesqué una de tres kilos, ¡no saben qué alegría esa noche!”, se transporta en el tiempo, mientras su hijo sonríe detrás. Tienen una simbiosis única, fruto de años de compartir sus soledades, será por eso que Alicia tiene un único miedo: qué puede pasar con ese muchachote indefenso si algún día ella ya no está. Es un temor común que comparten las madres que tienen chicos especiales.

 

Pero la mujer rápidamente se sacude esos pensamientos que la acechan de a ratos y vuelve a concentrarse en la heladera, que ahora sí ya está lista. Elige un rincón de la cocina para ponerla, el que da al pasillo que comunica con las piezas, y le carga con felicidad la única cubetera que viene en el pack. “En dos horas va a tener hielo”, pronostica Stefan, mientras Jeremías le pide el documento para tomarle una foto y anotar los datos en una planilla. Lo único que le piden es que proteja el contorno del panel del daño que puedan hacerle los animales, los mismos que le comieron la huerta.

 

Alicia es consciente de que a esta visita le tiene que sacar todo el jugo posible y entonces renueva la apuesta: quiere la pantalla solar para achicar los gastos de combustible del generador. David, ducho también en estas cuestiones, elige la fecha: “Sería el regalo para mi cumpleaños, el 7 de abril”, dice convencido, seguramente tras una combinación previa con su mamá. Martín Rodríguez sonríe, él también conoce el juego porque fatiga los caminos rurales todo el año y trata con los pobladores rurales cara a cara. Saca cuentas y les pide no ilusionarse: “Es muy pronto el 7, pero durante abril viene seguro, porque ya están anotados”. Alicia sonríe, objetivo cumplido, no será para el cumpleaños pero presiente que falta poco. Con eso le alcanza. Se abraza a David y a su heladera, se presta feliz para las fotos, quizá no maneje el término "calidad de vida" pero lo siente en la piel y en el corazón.

 

Otra heladera, la misma realidad

 

Dejamos a Alicia y David con su heladera porque hay que ir a instalar otra similar a la casa de Delia Lucero, que no queda lejos de El Nogalito, aunque su paraje se llama La Quemada. Hay que volver a tomar la ruta 9, en este caso de regreso a Río Grande, pasar la Escuela Hogar del Valle de Pancanta y, luego de una curva cerrada, embocar un camino de tierra que se pierde abajo a la izquierda, casi tapado por el pasto paja y los cardos, que en esta época sacan una flor violeta que casi los hacen parecer lindos.

 

Recorremos unos 200 metros de pendiente entre pastizales más altos que el capot del vehículo, sorteando piedras y cortaderas, pero llegamos fácil al hogar de Delia, que nos espera con una sonrisa, la misma que tienen todos los beneficiarios del plan Arraigo Rural. Ella sí vive en una casa de piedra por fuera y adobe como revoque interior. En el techo, que por suerte es de chapa resistente, lucen un calefón y una pantalla solar, lo que habla a las claras que ella es una antigua "clienta" de Miguel Rodríguez. Por cómo se saludan, se nota que la relación viene de tiempo atrás.

 

Al igual que Alicia, ella también tiene un hijo discapacitado, que no estaba en la casa al momento de la visita, sino en San Luis, en una sesión de terapia. Matías tiene 21 años y una hermana, Rocío, que estudia Trabajo Social en Villa Mercedes. Delia es una mujer inquieta, que trabajó durante 28 años como personal de maestranza en la Escuela Hogar que queda a 500 metros de su casa, pero tuvo que dejar. “Tomé un retiro voluntario para cuidar a Matías, él me necesita”, dice con naturalidad, pero remarca también que “sigo colaborando con la escuelita en lo que haga falta”.

 

Unas vacas pampa pastan cerca de la casa y buscan reparo del sol en un viejo algarrobo, serán una docena y son todo el capital que tiene la familia, más un toro que las sirve en la época justa para poder agregar unos terneros al rodeo y unos terrenos que tiene en venta alrededor de la vivienda. Las vacas las usa para consumo propio, cada tanto carnea una junto a sus vecinos y ese día es una fiesta. Sin heladera, lo que hicieron toda la vida fue repartirse los cortes más sabrosos, una vez cada uno. Ahora con la heladera podrá guardar la carne por más tiempo y eso la pone contenta. “Comen el pasto y les doy un poco de sales, pero en invierno con eso no alcanza, tengo que comprar rollos y fardos para alimentarlas”, cuenta Delia

 

En Pancanta nunca va a hacer un calor excesivo porque el viento serrano es bien frío, pero el sol pega fuerte al descampado. Stefan y los suyos buscan el mejor lugar para instalar el panel. Les cuesta, porque la arboleda es muy grande y añeja, tanto que no deja mucho espacio a los rayos solares tan necesarios para brindar la energía. “Va a tener que podar un poco las ramas más grandes de aquel sauce”, le dice a la mujer señalando hacia el lado de la ruta, mientras decide poner el soporte cerca de la ventana de la cocina, con la precaución de no tapar la vista que ofrece, porque en el valle todo es lindo, desde donde se lo mire. Será por lo agreste, por las enormes piedras que asoman de la tierra o por el silencio del ambiente, pero lo cierto es que dan ganas de quedarse allí.

 

Esta vez no está don Orozco para hacer la mezcla, pero Jeremías y Luis lo hacen bien dentro de los baldes que acercó la dueña de casa. Son prolijos y no ensucian el suelo. Acá el inconveniente mayor es el grosor de las paredes: aún con la mecha más larga no terminan de agujerear para pasar el cable que comunicará el panel con el regulador de voltaje. Después de un rato de esquivarle al asunto y terminar con el resto de la instalación, finalmente se deciden y terminan el hueco con un fierro y mucha paciencia. Sin dudas están preparados para solucionar todos los problemas, porque trabajan en el medio del campo sin otros medios que los que llevan en la vieja Isuzu.

 

“Estas heladeras llevan una batería con agua destilada, son distintas a las de la pantalla solar”, le explica Siebt a la mujer, para alertarla que ésta sí requiere mantenimiento. “Cada seis meses hay que agregarle agua, las otras vienen con gel y son libres de mantenimiento”, agrega el técnico, quien chequea que todo esté en orden y da por terminado el trabajo. Afuera espera un asado para comer de parado, con pancito en mano, ensalada rusa hecha con huevos caseros (este cronista nunca vio papas tan teñidas de amarillo) y humita. Es el broche de oro para un mediodía perfecto para Delia, quien sí conoce el término "calidad de vida", porque lo dice un par de veces para explicar que cada paso que da el Ministerio de Medio Ambiente, Campo y Producción “nos mejora el día a día, son ayudas fundamentales para poder seguir adelante acá, donde nacimos y nos queremos quedar”.

 

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