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Un tema pendiente

Por redacción
| 14 de mayo de 2018

Sociedades que permiten y obtienen réditos del trabajo infantil, deben replantearse con estricta honestidad, ¿cómo observan el futuro? En América Latina, 5,7 millones de niñas y niños trabajan antes de haber cumplido la edad mínima legal. La mayoría de ellos en condiciones precarias, de alto riesgo o no remuneradas.

 

El “laboratorio social” latinoamericano, lleva a la práctica nuevas formas de trabajo esclavo, con casi seis millones de niños. El mayor porcentaje trabaja en la agricultura, pero también en sectores de alto riesgo como la minería, los basureros, el trabajo doméstico, la cohetería y la pesca.

 

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) sitúa en esa cifra a la población infantil que trabaja antes de la edad de admisión de empleo o que realiza trabajos que deben prohibirse, según el Convenio 182 sobre las peores formas de trabajo infantil, en vigor desde 2000.

 

Brasil, México y Paraguay ejemplifican ese trabajo infantil en la región. En Paraguay, con 7,2 millones de habitantes, la figura del “criadazgo” se remonta a la época de la colonia y persiste pese a leyes que prohíben el trabajo infantil. Familias muy pobres, generalmente de zonas rurales, entregan sus hijos menores de edad a parientes o a familias de mejor posición económica para que se encarguen de su crianza, educación y alimentación, lo que en el país se conoce como criadazgo.

 

Pero no de manera gratuita o por solidaridad, sino a cambio de que los niños realicen trabajos domésticos. Paraguay es el país sudamericano con mayor pobreza y uno de los 10 más desiguales del mundo. Unos 47.000 niños (2,5 por ciento de la población infantil) están en situación de criadazgo, según la no gubernamental Global Infancia. De esos 47.000, el 81,6 por ciento son niñas o adolescentes mujeres.

 

En México, con 122 millones de habitantes, hay más de 2,5 millones de niños trabajadores, 8,4 por ciento de la población infantil. Sectores como la agricultura y el de las empresas, que manufacturan materia prima extranjera para su reexportación, concentran el trabajo infantil.

 

Los niños trabajadores de México, están en condiciones extremamente precarias. Trabajan semanalmente más de 48 horas. Perciben por cada semana de trabajo, salarios de 29 a 40 dólares. Y para soportar las cargas laborales, muchas veces inhalan drogas.

 

En Brasil, un estudio del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), divulgado en 2017, reveló que de 1,8 millones de menores de edad entre 5 y 17 años que trabajan, 54,4 por ciento lo hace de manera ilegal. En este país sudamericano de 208 millones de personas, la legislación admite el trabajo desde los 14 años, pero como aprendiz, y entre los 16 y 18 años, exceptuando labores nocturnas, peligrosas o insalubres.

 

El estudio sostiene que, entre los ocupados en esa edad, el 74 por ciento no recibe remuneración. Otro indicador reveló que el 73 por ciento de esos niños, trabajaban como “auxiliar”, ayudando a un familiar en la actividad productiva.

 

Tanto las tareas domésticas, como el cuidado de personas, componen una definición amplia de trabajo infantil, que suelen estar en conflicto con la educación formal, por estar ejecutadas en horarios prolongados o incluso, en condiciones peligrosas.

 

En la agricultura tradicional latinoamericana, niños y adolescentes realizan trabajos, bajo supervisión de sus padres, como parte del proceso de socialización, o como un medio de transmitir técnicas tradicionalmente adquiridas.

 

Pero esa situación no puede ser confundida con la de los niños que son obligados a trabajar regularmente durante jornadas continuas, a cambio de alguna remuneración, con prejuicios para su desarrollo educativo y social.

 

Existe una línea tenue entre ayudar de una manera cultural y educativa, a trabajar. Una línea que Latinoamérica debe atender con la mirada puesta en el futuro.

 

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