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Prisionero de la libertad

Estar dispuesto a morir por una causa fue tal vez lo que le salvó la vida. Y su lucha por la igualdad y la libertad lo confinó al encierro por 27 largos años. En el centenario de su nacimiento, Nelson Mandela, el hombre de las paradojas, sigue dando lecciones que trascienden las fronteras de Sudáfrica.

Por redacción
| 16 de julio de 2018

Prisionero político, líder de la lucha pacífica y armada contra el apartheid, la voz portadora del mensaje contra el racismo y la desigualdad en su tiempo –aunque traspasó fronteras y generaciones-, premio Nobel de la Paz y el primer presidente negro en Sudáfrica. Nelson Mandela fue todos ellos, pero sobre todo fue un hombre, nunca un santo. Esa era la imagen que quería proyectar al mundo entero. La de un hombre común, aunque el común de los hombres no estuviera dispuesto a hacer los sacrificios que él sí estuvo dispuesto a hacer por el resto de la humanidad.

 

La oficialización del racismo

 

Nelson Rolihlahla Mandela nació el 18 de julio de 1918, pero el líder que el mundo hoy conoce tal vez empezaba a surgir 30 años después. Fue entonces que una serie de leyes conocidas como apartheid institucionalizaron el racismo en Sudáfrica.

 

La discriminación que ya existía en la práctica tenía ahora un marco legal aprobado por el gobierno del Partido Nacional que asumía en 1948. La clasificación de las personas por su raza, la prohibición de matrimonios mixtos y la designación de áreas en las que las personas de raza negra podían poseer tierras, hacer negocios, educarse y en definitiva vivir, se plasmaron en una serie de normativas aprobadas por un gobierno en manos de la minoría blanca, la única autorizada para votar.

 

 

 “Tener fuertes convicciones es el secreto para sobrevivir a las privaciones, tu espíritu puede estar lleno, incluso cuando tu estómago está vacío”

 

 

La oficialización del racismo dio el contexto para que la lucha por los derechos de todos los habitantes de Sudáfrica empezara a gestarse de la mano de Nelson Mandela. La resistencia pacífica y la desobediencia civil, métodos utilizados por otros líderes mundiales como Gandhi o Luther King, fueron los mismos que iniciaron la lucha en Sudáfrica. Pero la terrible represión y violencia con la que el gobierno intentó dispersar las protestas, sobre todo en la llamada “masacre de Sharpville” de 1960 -en la que decenas de manifestantes murieron en manos del ejército- convencieron a Mandela de que tal vez el uso de la fuerza era un método válido para hacer escuchar su reclamo.

 

En 1960, el líder sudafricano pasó a la lucha armada y a la clandestinidad. En ese momento fundó “Umkhonto We Sizwe”, el brazo armado del Congreso Nacional Africano –partido por entonces prohibido y con el que unos años después llegaría al poder- y comenzó un exilio que lo llevará de nuevo a su país en 1962. Fue arrestado en ese mismo año por el delito de “alta traición”, un crimen castigado con la pena de muerte.

 

 

El renacimiento

 

“He anhelado el ideal de una sociedad libre y democrática en la que todas las personas vivan juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal por el que espero vivir y que espero lograr. Pero si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir”, dijo Nelson Mandela ante el tribunal que lo juzgaba en Pretoria, en 1964.

 

Su discurso durante el juicio en el que él asumía su propia defensa marcó un antes y un después en su historia personal, pero también en el futuro de Sudáfrica. Convertirlo en un mártir a través de una pena de muerte no era algo que estuviera preparado para soportar el gobierno sudafricano, y la justicia decidió condenarlo a cadena perpetua.

 

Un nuevo hombre nacería en los 27 años que pasó en prisión. En Robben Island (donde pasó 18 años) los prisioneros políticos tenían aún menos privilegios dentro de la cárcel que el resto de los presos. Pero el trabajo duro dentro de las cárceles y la soledad fueron bien capitalizados por Nelson Mandela. Allí empezó a estudiar por correspondencia y se graduó de Licenciado en Derecho.

 

Su libertad pasó a segundo plano y los largos años en los que no pudo ver crecer a sus hijos se convirtieron en una experiencia espiritual que no muchos hombres podrían soportar.

 

Su condena a prisión y su aislamiento (sólo podía recibir una visita o una carta cada seis meses) no logró que lo olvidaran, ni mucho menos que los derechos por los que luchaba se acallaran. Más aún, su imagen fue creciendo en popularidad y su voz escuchada no sólo en Sudáfrica, sino también en el resto del mundo.

 

Afuera, la lucha se radicalizaba; tras las rejas, los sentimientos de reconciliación y tolerancia crecían. Ante la presión internacional y las sospechas de una grave enfermedad por la que atravesaba, en 1982 el líder sudafricano fue trasladado a otra prisión más cercana, y en 1985 llegaría la primera propuesta de liberación bajo ciertas condiciones. Consciente de no estar solo en la batalla y capaz de ver más allá de su propio sacrificio, no aceptó las condiciones y pasó otros 5 años en prisión.

 

Desde la reclusión comenzaron las negociaciones que terminaron primero con su liberación en 1990, y luego en 1994 con las primeras elecciones multirraciales de Sudáfrica.

 

Sin rencores

 

Sólo sanando las heridas internas se podía sanar una nación. Y el perdón es fundamental para ello. Nelson Mandela lo sabía muy bien.

 

Las negociaciones oficiales entre el ahora legalizado Congreso Nacional Africano y el Partido Nacional para una salida pacífica al apartheid, tuvieron sus idas y vueltas, sus momentos de calma y sus episodios más violentos.

 

Finalmente, el 27 de abril de 1994 se realizaron las primeras elecciones democráticas en Sudáfrica y en las que Nelson Mandela resultó electo como el primer presidente negro del país. Pero, fiel a sus palabras de los años previos al encierro, él estaba dispuesto a luchar tanto contra la dominación blanca como contra la dominación negra. Su gobierno estuvo compuesto por funcionarios de todas las razas.

 

En 1995, la recientemente creada “Comisión para la Verdad y la Reconciliación” pretendía que ambos bandos en conflicto confesaran sus culpas y tuvieran oportunidad de arrepentirse y de dialogar con los familiares de sus víctimas. Si bien no logró sanar del todo las heridas, sí consiguió que algunos de los crímenes cometidos durante el apartheid fueran investigados y reconocidos.

 

Este sería el principio de una reconciliación a la que le quedaba – y a la que le queda- mucho camino por recorrer.

 

 

¿El fin del apartheid?

 

A la histórica transición que comenzó Nelson Mandela aún le queda mucho camino por recorrer. Hay quienes argumentan que todavía hoy Sudáfrica sigue viviendo bajo un apartheid geográfico y económico. En lo geográfico, si bien el gobierno de Mandela construyó millones de casas para los más necesitados, la mayoría de las construcciones se realizaron en los territorios de antiguos guetos del apartheid. Sucedió entonces que el primer gobierno multirracial de Sudáfrica necesitaba el dinero de inversores extranjeros para llevar infraestructura a los más necesitados (vivienda, agua potable, electricidad), y encontró en el retraso de la redistribución de las tierras un gesto hacia esos inversores de los que aún necesitaba para completar sus metas de igualdad entre las razas. El apartheid geográfico sigue entonces vigente, al menos en ese sentido.

 

Sucede ahora que, tras la retirada de la vida política de Mandela y su posterior muerte en 2013, los casos de corrupción en los que se han visto envueltos los sucesores han profundizado las diferencias. La concentración de la riqueza en un 10% de la población no es propia sólo de Sudáfrica, pero sí lo es en un contexto en el que la mayoría de ese 10% es perteneciente a la minoría blanca o a un reducido grupo de la mayoría negra cercana al poder. El “apartheid económico” fue uno de los motivos por los que el anterior presidente Jacob Zuma tuvo que dimitir a principios de este año. Hoy el poder está en manos de Cyril Ramaphosa, uno de los preferidos por Nelson Mandela en 1999 para la sucesión presidencial, aunque el partido en el gobierno decidió que sería Thabo Mbeki. Ramaphosa hoy es un hombre diferente, lejano a aquel que compartió años de prisión con Mandela. Se convirtió con el tiempo en un empresario minero que ganó millones de dólares en el rubro. Si bien prometió luchar fervientemente contra la corrupción y aunque realmente lo logre, hay mucho por solucionar en la Sudáfrica de hoy.

 

A lo lejos, el arcoíris

 

Muchos pensaron que con la muerte de Mandela los ideales de tolerancia y reconciliación desaparecerían con él. Y en cierto sentido esto es cierto, porque la convivencia entre blancos y negros no es del todo el arcoíris multirracial con el que soñaba su mentor, siempre atento y vigente como un símbolo de la lucha a pesar de haberse retirado definitivamente de la política en 2004 (aunque no de la acción social que esta implica).

 

La corrupción, la discriminación y la segregación siguen vigentes en Sudáfrica, pero no son únicamente un problema sudafricano. ¿Puede entonces un solo hombre cargar con la responsabilidad de todas las atrocidades de la humanidad? Al menos se lo puede responsabilizar de sacrificar su propia libertad para que las cosas funcionaran mejor.

 

Lo universal de su mensaje todavía debe ser internalizado, y tal vez nos cueste más de 27 años conseguirlo. Su tarea ya está cumplida. Aprender de la historia y capitalizar su legado es ahora nuestra responsabilidad.

 

Por: Agustina Bordigoni

 

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