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Del cielo bajó un revólver

El éxito del cine nacional trajo algunas confirmaciones: el talento de Sebastián Ortega para contar historias marginales y la fascinación del público por conocer detalles escabrosos de crímenes y criminales. Las razones por la que Carlos Robledo Puch es el mayor asesino de la historia argentina.

Por Miguel Garro
| 21 de agosto de 2018

La combinación es perfecta, infalible. Parte de la vida del mayor criminal de la historia argentina llevada al cine por un director que conoce a la perfección los recursos del relato. Con ese punto de partida parece imposible pensar para “El ángel”, la película de la que habla todo el país, otro destino que no sea el éxito instantáneo. El descomunal aparato publicitario, la época propicia y un resurgir de las producciones nacionales completan el panorama. Para otro momento quedará la eterna discusión de las razones que llevan a una sociedad –la argentina, la puntana- a querer saber (y en algunos casos fascinarse peligrosamente) detalles de la vida de una persona que mata indiscriminadamente. Como aporte primario, es interesante remitirse a las cifras de ventas de diarios cuando estalla algún hecho policial que acapara la atención.

 

Cuando se decidió a filmar “El ángel”, Luis Ortega, hermano de Sebastián e hijo de Palito, sabía de los alcances que podría tener su producción y, con la historia resuelta, se dedicó a buscar un elenco potente y decorar su argumento con algunas pinceladas que alimenten el interés. El asesino serial que describió el realizador es el mayor delincuente del país, con 11 asesinatos y 20 robos violentos comprobados. Además era rubio y provenía de una familia clase media. Y además era un hábil declarante.

 

La base de la que partieron los guionistas fue la declaración que Carlos Eduardo Robledo Puch hizo en la comisaría el día que lo detuvieron, sin asesoramiento legal ni filtro y con pormenores escalofriantes de su accionar. Para adaptarlo a su versión cinematográfica, Ortega dotó a su personaje de una inocencia y una pureza que es muy difícil de encontrar en la persona que está cumpliendo prisión perpetua desde hace 46 años. Puede que la película no sea –como dijo Cecilia Roth en una conferencia de prensa- sobre delincuentes, sino sobre seres humanos ahogados en las miserias del ser. De hecho, el centro argumental no son los delitos, sino las personas que los cometen y las que los sufren. Ambos, con sus circunstancias.

 

 

El rostro angelical del debutante Lorenzo Ferro –hijo de Rafael- más los condimentos agregados en el guión dibujan a un asesino letal que mata con una sonrisa. Más regocijo entre los espectadores que, sin embargo, no tienen permitido gracias a la efectividad del relato simpatizar con el asesino.

 

Cuando Ortega ganó todo con “Historia de un clan”, la serie televisiva que contó el devenir delictivo de la familia de Arquímedes Puccio, demostró un notable poder narrativo de acciones al margen de la ley que equilibró a la perfección con el armado de los personajes. El peligro más factible al describir en películas a personas que cometen atrocidades consiste en no alcanzar a marcar los límites entre lo simpático y lo macabro; lo gracioso y lo imperdonable. A excepciones de cuando se refiere a dictadores, el cine está lleno de esas dicotomías.

 

Si en la producción que se vio en Telefe el realizador muestra a una asociación tan ilícita como familiar que actuó en los albores de una –aunque todavía indeleble- democracia, quizá amparada por las todavía poderosas fuerzas del orden desordenado; en “El ángel” el delincuente actúa con menos cómplices, más abandonado por su familia, sin tanta estructura pero con mayor impiedad. El contexto político también es diferente: los crímenes de Robledo Puch ocurrieron al calor de la Revolución argentina, con el país en una creciente efervescencia guerrillera. Un dato local: el primer asesinato registrado en balas de Robledo ocurrió el 3 de mayo de 1971, apenas 42 días después de que dejara su cargo en la Presidencia de la Nación Roberto Marcelo Levingston, el primer puntano en ocupar el máximo cargo del país.

 

La talentosa mano de Ortega como director –siempre acompañado de su hermano, más prolífico y directo en cuanto al estilo-, se pudo ver en las dos series televisivas que firmó (a “Historia…” hay que sumarle la primera y multipremiada parte de “El marginal”) y en sus tres películas, todas de una belleza extraña. Cuando era un estudiante de cine escribió “Caja negra”, de imprescindible visión para entender el cine argentino de este siglo, y luego se sucedieron “Monoblock”, “Dromómanos” y “Lulú”, que describe a una pareja de marginales. Ahora, con “El ángel”, Luis disfruta de un reconocimiento popular inédito hasta ahora en sus producciones cinematográficas.

 

La reconstrucción de época no debe haber sido fácil para el director. Según dijo, para trazar el perfil del asesino recurrió a la crónica roja de la época, se entrevistó con algunos amigos y cómplices y revisó documentos judiciales. En su afán por mostrar una realidad sin dobleces, la imagen icónica de Robledo en la artística de la película –cuando es bajado de un patrullero Falconlo muestra con una remera a rayas en blanco y negro. Y si bien las fotos de la época son en esos tonos, el día de la detención real, la remera que usó el delincuente era a rayas, pero en blanco y un azul claro.

 

 

 

Más allá de ese detalle, para que su cine sea más efectivo el director se valió de ese impecable rescate, aún alterando el color de la pantalla para que la tonalidad sea más acorde de los 70 y, sobre todo, de la música que, como siempre, define una época y un lugar. En la película se escuchan temas de Manal, Billy Bond y la pesada, Jonhy Tedesco, Pappo, Leonardo Favio y, por supuesto, Palito Ortega.

 

Hay una escena impactante en el teaser que se subió hace algunos meses en las redes. Carlitos, con una campera de cuero y sus rizos rubios, sentado al piano toca la introducción del Himno Nacional Argentino. Más allá de lo incómodo que puedan sentirse algunos patriotas, el momento remite a una idea que Pablo Trapero –otro director nacional especialista en retratar marginales- llevó a cabo en “Un oso rojo”, la película protagonizada por Julio Chávez. Mientras suenan las estrofas de la canción patria en un acto escolar en el que su hija es escolta, el personaje de Chávez encabeza un asalto que termina en el preciso instante del “o juremos con gloria morir” con varios vigilantes muertos. Los eternos laureles que se supieron conseguir son los cuantiosos billetes del botín.

 

En “El ángel” esa poética está presente en los diálogos, potentes, viscerales, directos y asesinos. Las frases sueltas forman una retórica que no llega al ensalza - miento delictivo pero que suenan en un límite juguetón. “El mundo es de los ladrones y los artistas”, le dice un cómplice a un todavía desorientado adolescente en los inicios de su carrera delictiva. “Yo soy ladrón de nacimiento, no creo en que esto es tuyo y esto es mío”, se describe el personaje central, que en otro tramo se pregunta si nadie “considera la posibilidad de ser libre”. Más profundo y metafísico, otro compinche de aventuras aconseja a Carlitos con sabor premonitorio: “Un ladrón tiene que morir de un tiro, corresponde a su destino”.

 

Otro gran acierto de la producción fue la elección de los actores que rodean a Ferro, de cara tan angelical como dura. Chino Darín –parte fundamental en “Historia de un clan”- y Peter Lanzani –parte fundamental de “El clan”, la película de Trapero sobre los Puccio (en el cine argentino todo tiene que ver con todo)- son los laderos en las andanzas del criminal; Cecilia Roth es la sufrida madre del asesino acompañada por Luis Gnecco, un soberbio actor chileno de quien se recomienda ver su actuación en “El bosque de Karadima”, una película sobre los abusos sexuales de un cura en el país trasandino.

 

Argentinian Psycho

 

Carlos Eduardo Robledo Puch nació el 19 de enero de 1952 y desde el 3 de febrero de 1972 está preso. Su nombre es hace 40 años sinónimo cruento de crimen, violencia y sangre. Y hace unos 20 representa el desinterés con que históricamente el país observa al sistema carcelario. Técnicamente, hace 19 años podría haber pedido la libertad condicional, pero primero se negó a hacerlo y cuando se decidió –en 2008- fue la Justicia la que le dijo que no.

 

A partir de esa desestimación, el asesino serial interpuso varios recursos para salir de prisión y tuvo dos escritos extremos: en uno pidió que le den una inyección letal si no lo iban a dejar salir de la cárcel, en el otro le pidió clemencia a la gobernadora de Buenos Aires, María Eugenia Vidal. Ambos fueron desoídos.

 

Ángel rubio de la muerte, la tinta derramada en su nombre (hasta Osvaldo Soriano cuando era periodista escribió sobre él) es similar en cantidad a la sangre de la que fue responsable. Robledo mató de todas formas: por la espalda, con la víctima dormida, después de violar a una mujer, de frente, de un tiro en la cabeza, de cinco tiros en todo el cuerpo, para ocultar un robo, por placer, a desconocidos, a un cómplice. En 1971, luego de acribillar a un miembro de seguridad que hacía guardia en un supermercado, brindó con whisky sobre el cadáver.

 

Tenía 20 años cuando fue detenido acusado de una caravana de crímenes que nadie igualó en el país. Lo sorprendió una patrulla policial que lo buscaba desde hacía pocas horas cuando encontró su documento en el bolsillo de la camisa de un hombre asesinado en una ferretería, al que además le habían quemado la cara con un soplete. Ese día, Robledo Puch no sólo mató al vigilante del comercio robado, sino que también se cargó a su colaborador, Héctor Somoza, a quien le había pedido horas antes que le guardara su libreta de enrolamiento.

 

En la puerta del edificio de la Brigada Delitos Peligrosos de la Policía bonaerense, el día de la detención, sucedió una escena que demuestra que algunas cosas no han cambiado en la sociedad argentina. Un grupo de periodistas esperó que la madre del asesino, Josefa Habendak –una mujer de descendencia alemana que poco tiene de parecido a Cecilia Roth-, saliera de la dependencia para entrevistarla.

 

Era de esperar que la mujer hiciera una defensa de su hijo aferrada a un costado sentimental. Y hasta era lógico que la señora pidiera una nueva oportunidad para el joven. Por otro lado, las declaraciones del abogado defensor son las que se pueden oír en la actualidad cuando los profesionales del Derecho tienen en su tarea defender lo indefendible.

 

Como para redondear la situación y demostrar que algunas costumbres no han cambiado, cuando la madre de Robledo ensaya una crítica a los medios de comunicación por la demonización que hicieron del asesino, los micrófonos empiezan a alejarse lentamente. Siete años después, el mayor asesino de la historia nacional fue juzgado y condenado por un tribunal bonaerense. Para entonces ya no era el joven desprolijo y etéreo que había conocido el país. Por el contrario, el muchacho asimilaba a un triste oficinista de traje oscuro, peinado a la gomina y mirada perdida. Parecía asustado entre los oficiales que lo custodiaban.

 

El recordado Daniel Mendoza fue uno de los periodistas que cubrió el juicio y entre los peritos estaba el eterno Osvaldo Raffo, quien vino varias veces a San Luis para participar en investigaciones y tiene 20 mil autopsias hechas, entre ellas de la María Martha García Belsunce, Nora Dalmasso, José Luis Cabezas, Ángeles Rawson y Alberto Nisman, quien, sostiene, fue asesinado.

 

En su informe pericial sobre Robledo Puch, el forense –que le preguntó directamente al asesino si era homosexual y lo negó terminantemente- concluyó que en la vida del delincuente “las amistades femeninas son excluyentes, las preponderantes son las masculinas; hay hacia el sexo opuesto, más que frialdad indiferente, una aversión activa”. Además, describió a su examinado como incorregible, un psicópata cruel y desalmado.

 

Posiblemente, el asesino muera en la cárcel. Sería el final de un hombre que buscó inmortalizarse por medio de las muertes de otros. Sería el epílogo de una vida que no respetó las otras y que como mandan los severos designios de la venganza se fue corroyendo en la oscuridad de una celda triste y solitaria. Sebastián Ortega se encargó de ponerle a esa existencia un poco de luz y de cámara. La acción ya había sucedido.

 

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