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Un acto de lógica justicia

Por redacción
| 16 de octubre de 2018

“Les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!”. Pocas figuras como las de monseñor Óscar Arnulfo Romero, canonizado en el Vaticano por el Papa Francisco, generan tanta pasión y admiración, sin importar el credo que se practique. Al anochecer del 24 de marzo de 1980, Romero fue abatido por un francotirador mientras oficiaba misa en la capilla del hospital "Divina Providencia", en el norte de San Salvador.

 

Era un arzobispo tradicional, conservador y cercano al poder antes de transformarse en el más encendido defensor de los marginados, con una contundente oratoria que denunció la injusticia social y desconcertó a la ultraderecha de El Salvador. El magnicidio polarizó aún más a los salvadoreños que luchaban por mejores condiciones de vida e hizo estallar la guerra civil, que duró 12 años (1980-1992) y se cobró la vida de al menos 75.000 personas.

 

En 1993, una Comisión de la Verdad de la Naciones Unidas señaló como autor intelectual del crimen al mayor del ejército Roberto D’Aubuisson, (1944-1992), fundador de la entonces gobernante Alianza Republicana Nacionalista (ARENA, derecha). Los asesinos nunca fueron llevados a la justicia y permanecen impunes.

 

Antes de ser asesinado en 1980 fue defensor de una Iglesia con “opción preferencial por los pobres”. Fue declarado beato el 23 de mayo de 2015, pero sus compatriotas lo consideraban santo desde mucho antes, lo que el Vaticano proclamó el pasado 14 de octubre.

 

Poseedor de un lenguaje sencillo para hablar con los campesinos, pero lapidario y con dureza ante las injusticias, monseñor Romero es el primer santo y mártir que canoniza un Papa por defender los derechos humanos. Romero se constituye en el referente de lo que el Papa Francisco llama “Iglesia de salida”, que abandona la comodidad de los conventos y sale en busca de los pobres en sus comunidades.

 

“Con monseñor Romero, Dios pasó por El Salvador”, resumió en marzo de 1980 el sacerdote y filósofo jesuita Ignacio Ellacuría, asesinado por el ejército salvadoreño junto a cinco sacerdotes más en 1989. En la defensa de los pobres y los perseguidos, “se quedó solo”, afirmó su hermano Gaspar Romero, quien recordó que otros obispos apoyados por grupos poderosos iban a Roma a pedir que lo cesaran como arzobispo.

 

Los intentos por acallarlo comenzaron el 18 de febrero de 1980, cuando la radio católica YSAX fue dinamitada. Poco después, el 10 de marzo de ese año, cuando Romero oficiaba misa en la Basílica del Sagrado Corazón, fue hallado un maletín con 72 cartuchos de dinamita, suficientes para volar no solo el templo sino la cuadra completa. El explosivo fue desactivado.

 

Horas antes de consumarse el asesinato, la ultraderecha diseminó una hoja volante en San Salvador para criticar al pastor, al que tildó de “el sátrapa Romero” y acusó de “calumniador, mentiroso y con una mente infame”.

 

Cuando fue ungido arzobispo el 23 de febrero de 1977, a los 59 años, no existía duda sobre sus tendencias conservadoras. Contaba con la simpatía de grandes sectores financieros y, en cambio, no gozaba de la confianza del clero progresista.

 

El asesinato de su amigo el sacerdote jesuita Rutilio Grande junto a dos campesinos, en marzo de 1977, cambió profundamente su visión y adoptó la denuncia de la injusticia como su bandera. Desde entonces Romero fue “la voz de los sin voz”, y pagó con su brutal asesinato, mientras oficiaba la misa, el coraje de denunciar a los asesinos que gobernaban El Salvador. La Iglesia Católica lo acaba de elevar a la categoría de las figuras ineludibles de los derechos humanos. Un acto de lógica justicia.

 

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