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El hechizo brutal de un quijote oscuro

Pasaron más de 20 años desde la última vez que el hombre de las malas semillas estuvo en argentina. Volvió hace un mes y congregó a tres generaciones de freaks que lo adoran. “Cooltura” estuvo allí.

Por Gabriel Casari
| 13 de noviembre de 2018
Nick Cave and The Bad Seeds en el "Malvinas Argentinas" Foto: Silvina Palumbo

Una piba de Tucumán está en la fila, no tiene más de 25 años. Había viajado con otras tres amigas a Buenos Aires. Eligió, el miércoles 10 de octubre de 2018 a las 19, mezclarse en una hilera de tres cuadras que esperaba por la apertura de las puertas del estadio “Malvinas Argentinas”, una especie de Ave Fénix de Juana Koslay pero ubicado en La Paternal, para ver a Nick Cave and The Bad Seeds. Sus amigas optaron ese día y a esa hora por el shopping y “una de Flavio Mendoza”, según le contó a otro amigo también tucumano que desde hacía un par de días estaba en Capital. Conversaron de ellos, de sus ex parejas, de los planes y de que conocían poco a Cave. A las 20, la serpentina humana comenzó a moverse y en sólo minutos todos estaban en el campo (debería decirse cancha) o en las plateas ubicadas en los laterales y como en un primer piso. También había una bandeja alta, ubicada justo en frente al escenario pero a unos setenta metros, había mucha gente que no veía muy bien pero que por la física del sonido, se escuchaba fantástico.

 

El grupo soporte llamado “On-Off” aportó cuatro canciones y se despidió. Batería y Stick (un híbrido entre guitarra y bajo) alcanzaron para llenar con sonido un estadio inquieto y ansioso. Es que la última vez que Cave tocó a la Argentina fue en 1996, hace 22 años. En conferencia de prensa el australiano dijo que no recordaba nada de ese show, pero también dijo que no recordaba nada de ningún show. Pasaron 30 minutos de silencio después de que se apagó la banda soporte. Sonidistas, plomos y otras hierbas caminaban el escenario. El estadio estaba repleto de personas y las personas estaban repletas de ansiedad.

 

Un hombre, de unos 50 años, repasaba con sus amigos la carrera completa de Cave, formaciones históricas y algunas vicisitudes por las que no pudo ver el recital hace 22 años. El público que idolatra a Nicolás pasa los 40 años, ven en la figura del hombre de traje negro un recuerdo mnemotécnico que los deposita en el grito vital de la adolescencia, en la llegada de los hijos y décadas de compañía musical. Los pibes lo aman, los viejos lo idolatran.

 

En todo el estadio hay gente rara, chicas rapadas, barbudos extremos, góticos antiguos, nuevos rockeros. Mucha gente rara, que va a los recitales a ver música sin coreografías extravagantes, luces rimbombantes o videos excéntricos. Pero toda la rareza sucumbe cuando se apagan las luces y el quijote oscuro camina por primera vez la pasarela que se montó frente al público, está listo para hechizar a Buenos Aires. No hay vallas que separen nada. Lentamente, la banda que se había abrazado a los instrumentos comenzó una canción taciturna, todos los presentes saben que los “Bad Seeds” pueden ir desde la brisa al huracán y volver sin peajes ni concesiones.

 

A las 21:30 del miércoles 10 de octubre de 2018, los saludos despertaban alaridos. La espera terminaba, Nick estaba ahí, cerca, próximo, presente, completo con sus 61 años intactos. “Pensé que no lo iba a ver nunca, hace mil años que no viene para Sudamérica”, lanzaba otro hombre que olía a espíritu adolescente. La voz clarividente se hizo dueña de todo, algunos pasos de muñeco flaco y otros de hombre de las nieves mostraban a un Cave presente. Se acababa la espera.

 

 

Cave canta

 

El oído acostumbrado de una gran parte del público reconoce con sólo algunos golpes musicales la canción que se gesta. Los “Bad Seeds” suenan y comienzan con la fajina. Se da una orquestación eléctrica, ecléctica, cohesionada y sórdida. Las primeras canciones son de Skeletton Tree, el último disco de Cave, el que intentó ser un bálsamo tras la muerte de su hijo de 15 años que, intoxicado, cayó por un acantilado. “El espíritu de mi hijo camina en las canciones que he escrito”, dijo antes del recital, en la conferencia de prensa.

 

Suena Jesus Alone y el tema abre la misa profana, tan oscura como mítica, que hace mella en un público que seguramente poco tiene que ver con el dios que se vende en las iglesias.

 

Cave canta, el público se hipnotiza. Con sólo 10 minutos de show la energía eléctrica del escenario se corta, parece que no quiere competencia. No hay música, no hay “Magneto” (canción lúgubre por excelencia) ni luces. Pasan algunos minutos, cinco minutos y la energía vuelve. Suena la banda pero la voz del Nicolás se escucha de fondo, los equipos de sonido no se conectan a pleno, insiste, vuelve a comenzar la canción. La tercera es la vencida. En el estadio suena otro hit, uno más reciente e impensado hace 22 años. “Mauricio Macri, la p… que te parió”, replican las gargantas enardecidas que encuentran un espacio donde colar la bronca.

 

Todo vuelve a la normalidad y Cave canta, el incidente se transforma sólo en una anécdota. Cave canta y los que se armaron al frente, justo debajo de la pasarela que montaron para que el músico se mueva, alzan las manos. Entre todos construyen un árbol sin hojas que contienen el torso, las piernas, la cintura del australiano que disfruta del contacto, pero que también se agobia. Impone sus reglas, entra y sale del público con sólo agacharse, le canta a un joven o a una chica de la primera hilera. El hombre de 61 años se mueve con gracia jovial, seduce, baila, canta y dialoga todo el tiempo a través de sus canciones. Hay brazos tiesos que lo buscan. Suena “Higgs Boson Blues”, “Do you love me” o “From her to eterny”. Clásicos. Todos ingresan en un shock masivo y la banda arma un estado musical bipolar.

 

La tranquilidad inicial se transforma en distorsión, en disonancia. El violín de Warren Ellis grazna, arde por los efectos de una pedalera, chilla como cargado de furia y de repente lanza de nuevo notas espectrales. La batería y el bajo son los señores de etiqueta que guardan las formas, aunque también son parte de una inercia que voltea los pentagramas y cuando se lo proponen deconstruyen los estados. Pasa un poco la tormenta, Cave se aleja del público y se acerca al piano, su gran aliado. “Ship song”, “Into my arms” suman más hipnotismo, más fascinación. “Shoot my down” descorazona y las almas del lugar parecen aceitunas inertes.

 

Cave canta, como sacudido por una experiencia religiosa como las que suele narrar en sus canciones. Mueve los brazos, empuja la pelvis hacia delante, se para con las dos piernas abiertas. Su cuerpo largo, delgado parece frágil y está contenido por un traje negro que como rasgo distintivo evidencia unos pantalones offshore muy de los años 70. Tienen una camisa negra abierta y sólo unida en la parte inferior por un par de botones. El pecho pequeño y lampiño del músico asoma un poco y deja verse adornado con una cruz de metal. Todo el cuadro de vestimenta lo cierra un par de zapatos, también negros, clásicos y al parecer, caros.

 

El lánguido Cave parece el predicador de un estado perdido en Estados Unidos, pero lejos de eso y secundado por los “Bad Seeds” llena de sonidos un estadio en Buenos Aires. Abre camino para “Tupelo” una vieja canción icónica y para el clásico moderno “Jubile Street”.

 

Pasa una hora y cuarenta, 100 minutos de fascinación. Lejos de los formalismos el cantante decide sumergirse en el público, baja del escenario y camina entre la gente hasta uno de los laterales, se sube a una plataforma y se transforma en un agitador profesional. La excusa es “The Wheeping song”, coordina una coreografía de aplausos. Canta y ocasionalmente y como si fuera a un amigo, le deja a una persona del público el micrófono. Se para como un atalaya humano y digita el final de la canción que con maestría la banda prolonga hasta que Cave decide cantar. Cierra la canción y cierra allí la primera parte de concierto. Con un castellano endeble grita: “Muchas gracias” y despierta más aplausos.

 

 

Al final, el final

 

Para el cierre y con un bis que dura 20 minutos, Cave apela a una nueva tradición y hace que unos 40 fanáticos de todas las edades se suban al escenario. Una columna de chicos y chicas y de algún cincuentón, marca de cerca la esencia de Nick y de los Bad Seeds. Bailan, corean, se mueven con la cadencia de “Stanger Lee”. En cierto momento Cave abraza a un hombre grande, algunos años menores que él, el tipo se emociona, alza las manos buscando un dios lejano.

 

Todos se sacuden al cadencioso ritmo de bajo, la canción es como una ola que nace a kilómetros de la costa pero que va tomando fuerza hasta que explota contra la arena. “Push the sky away” llama un poco a una calma necesaria luego de una andanada de sonidos. Un teclado y una melodía sostenida y reiterada generan un efecto hipnotizador. Los chicos del escenario se sientan y alzan las manos siguiendo la canción. Termina el tema y todos se retiran, algunos festejaban enardecidos y otros ponen cara de no creer lo que les había sucedido.

 

“City of refuge”, levantó de nuevo a un público que ya había sido seducido completamente. Como antesala y despedida llega “Mercy Seat” otro clásico y la despedida fue con “Ring of Saturn”. Esta vez Cave lanza el último “muchas gracias” de la noche. Fueron 140 minutos de éxtasis. El estadio se vacía rápidamente. La gente camina por la calles, va un hombre de 50 años y una piba de 25. Ella adora a Cave, él lo idolatra.

 

 

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