23°SAN LUIS - Viernes 29 de Marzo de 2024

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Restó, bruschetas y otras cosas

Salí del probador con un vestido azul, dos talles menos, con la ilusión que tenemos todas: esta semana me cuido, mucho líquido, lechuga y el próximo fin de semana estoy hecha un palillo. Nada más alejado de la realidad consciente. Esto no sucederá así, ni en un millón de años. El gordo, cansado y harto de haberme esperado horas fuera del probador y ofendido porque tuvimos que usar “su” tarjeta y no la mía para pagar (la mía siempre la olvido, truco infalible hasta hoy), me dice que vamos a salir a cenar al restó de un amigo.

 

Se imaginan muy bien, no lo dudé un segundo, llegamos a casa y me instalé en el baño. Mascarilla para la cara y el pelo, depilación intensiva (sí, como la terapia), uñas (pies y manos), y allí encremada como una torta de cumpleaños y caminando raro con algodoncitos entre cada dedo de los pies hacia el vestidor (así le digo al roperito heredado, con espejo de dos caras) me enfrento a uno de los dilemas históricos más populares… ¡¿qué me pongo?!... Porque el nuevo vestido azul era para después de la dieta...

 

Allí empieza la maratón del desmantelamiento del placard y vuelan por el aire todas las cosas que guardo cariñosamente desde 1984, no sé si para recordar la vuelta de la democracia o porque tengo un espíritu altamente retro de acumuladora serial.

 

Cuando ya estaba probándome el quincuagésimo pantalón negro, mi gordo ya se había bañado, peinado, cambiado, perfumado y ya estaba viendo el tercer partido de fútbol de la InterLiga del año 2003. Listo. Ya estoy, ¿te gusta?... a lo que él contesta “¿Lo qué?”, con los ojos desorbitados y el pulgar haciendo zapping compulsivo. Y a partir de allí, una cadena de hechos desafortunados, como por ejemplo que entra al auto, lo arranca, lo saca, lo estaciona y yo… ¡congelándome en la puerta!, iniciamos el viaje hacia el restó del amigo. Se niega a llevar el GPS, pero también se niega de manera contundente a preguntar por la dirección, (según él, nadie sabe nada) ¡Pero él tampoco! Por lo que damos doscientas treinta y siete vueltas perdidos en la niebla hasta encontrar una casona antigua (para no decir abandonada), iluminada por fuera con foquitos de kermés de todos los colores, más que nada para disimular la falta de pintura exterior. Estacionamos en lo que seguramente será un parque, hoy es un baldío recién rellenado (porque se hundieron mis tacos hasta el centro de la tierra). Cuando ingresamos, tres cañas de bambú y dos piedras bolas. Me explica el gordo al oído: “Es de concepto minimalista”. Para mí, es mucho más simple: ¡les faltó presupuesto! Nos recibe un metre alto, delgado y de pollera larga oscura, barbita candado (a mi entender un ex modelo desocupado), nos acerca la carta… “de autor”… menú de no sé cuántos pasos… Estilo francés… Los nombres de los platos muy detallados y extensos, (no así el plato).

 

Cuando le pido al mozo que me sugiera algún pescado me explica el proceso de desove del mismo y a qué profundidad lo hace (información que hasta la fecha considero excedida), y cuando llegan los platos, él, sí, el mozo, se instala de forma permanente detrás de nosotros y cada dos minutos treinta y seis segundos (cronometrado), nos consulta: “¿Todo bien?, ¿Todo bien?, ¿Todo bien?”. ¡Por favorrrrr! Qué está pasando que insiste tanto. ¿El dólar llegó a treinta y cinco y no sabe cómo darnos la mala noticia?, ¿El auto se fue hundiendo en el estacionamiento hasta desaparecer?, ¿Se viene un tornado?

 

Hasta que por fin se anima, se acerca y me pregunta: “Señora, ¿cómo encontró el pescado?”. De casualidad querido, ¡de casualidad! Debajo de la alcaparra, estimado mío.

 

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