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Lo malo que nunca cambia

Por redacción
| 25 de septiembre de 2018

Yemen es el único estado republicano en la península arábiga. Posee algo más de 27 millones de habitantes “en vías de desarrollo”, aunque la economía lo hace el país más pobre de Oriente Próximo. Desde hace siete años sufre todo lo malo que nunca cambia. Yemen es un ejemplo más, de cuán absurdas son las guerras, y qué tan crudas pueden ser para los niños.

 

Una generación de futuros profesionales, deportistas, hombres de la cultura y de la ciencia, que tuvieron “el infortunio”, de nacer en el lugar equivocado y en el momento equivocado.

 

En el 2011 Ali Abdullah Saleh, que llevaba más de veinte años en el poder, decidió enmendar la Constitución y eliminar el límite del mandato presidencial, convirtiéndolo de hecho en presidente de por vida. Las protestas callejeras estallaron.

 

La pobreza, el desempleo y la corrupción, le dijeron basta a Saleh. Renunció y de inmediato le fue concedida una inmunidad especial, con la que se trasladó a Estados Unidos. La presidencia fue transferida al vicepresidente Abd Rabbuh Mansur al-Hadi, luego elegido oficialmente presidente, el 21 de febrero de 2012 en una elección de una sola persona.

 

Yemen está en guerra desde setiembre de 2014, cuando los hutíes, apoyados por Irán, entraron en Saná y tomaron el poder por la fuerza con la ayuda de una parte del ejército.Una coalición militar liderada por Arabia Saudita intervino en marzo de 2015 para intentar expulsarlos. Transcurrieron más de tres años y esta coalición todavía no ha logrado restablecer el gobierno de Hadi, reconocido internacionalmente.

 

Alrededor de 10.000 personas han muerto, entre ellas 2.200 niños, y más de 56.000 han resultado heridas. Según la ONU, tres de cada cuatro yemeníes necesitan ayuda, sobre todo alimentaria, y el país se encuentra bajo amenaza de hambruna y de un tercer brote de cólera.

 

La contienda bélica destrozó la economía, los sistemas de salud y de educación. Este mes Unicef anunció que 2.500 colegios de los 16.000 que cuenta el país quedaron fuera de servicio.

 

Aproximadamente el 66% de estos 2.500 establecimientos sufrieron daños irreversibles, el 27% cerraron las puertas definitivamente y el 7% sirven para acoger a los desplazados, según la misma fuente. Debido a la guerra, 1,84 millones de niños se quedaron sin colegio. Antes del comienzo del conflicto ya había 1,6 millones sin escolarizar, según estadísticas de 2017. La mitad de los 27 millones de habitantes de Yemen son menores de 18 años.

 

Cuatro millones de jóvenes se exponen a quedar sin enseñanza, según Unicef, sobre todo en el norte del país debido al impago de los salarios del 67% de los profesores desde hace dos años.

 

Hace unos días se hizo público un “mensaje para el mundo” de Taha Okba, una alumna de 14 años del centro Al Wahda, de Saná: “Dejen de hacer la guerra y de bombardearnos de camino al colegio, para que podamos tener un futuro brillante”. Es un clamor por la paz de una transparencia que conmueve.

 

El 9 de agosto, un bombardeo aéreo contra un autobús en el norte de Yemen causó 51 muertos, entre ellos 40 niños. Dos semanas después, 26 niños y dos mujeres perdieron la vida en dos ataques en el oeste.

 

Según Unicef, el 70% de los niños viven en la pobreza, 2,9 millones son desplazados por la guerra y 72% de las adolescentes ya están casadas antes de cumplir los 18 años.

 

La organización afirma haber registrado 2.630 niños soldados.

 

Pero de norte a sur de este país pobre y dividido, los estudiantes sueñan con “un futuro brillante” y con “reconstruir” lo que la guerra destruyó.

 

“Espero que la guerra termine para que podamos acabar tranquilamente nuestros estudios y convertirnos en médicos, ingenieros o pilotos. Lo conseguiremos si Dios lo quiere”. No fue un político en campaña el que pronunció esa cruel y a la vez, esperanzada sentencia; fue otro alumno, de 15 años. Adolescentes que se resisten a pensar que lo malo nunca cambia.

 

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