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Un torbellino dulce

En 54 años, El Trovador, fallecido este mes, armó una carrera llena de discos preciosos y una vida redactada como una fábula.

Por Miguel Garro
| 26 de octubre de 2020

Cuenta la leyenda de la vida de Gabo Ferro que un día, arriba del escenario, se quedó sin voz. Imprevista, abruptamente, de la misma manera que introdujo su obra en disco tras disco. Como fue, en el final de la fábula, su muerte.

 

Aquel episodio que lo sumió en un letargo ocurrió hace más de dos décadas y marcó el final de Porco, una banda hardcore imponente que cumplía justamente con la voz de Gabo un parámetro indispensable para el género y la convertía en su mayor atractivo.

 

El artista, fallecido a principios de este mes, nunca experimentó las sensaciones de la quietud. Cuando se divorció de la palabra (una metáfora que él mismo usó en una de sus canciones en la que explicaba lo sucedido en el recital de Porco), se puso a estudiar Historia y con su tesis sobre los vampiros en el segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas redondeó un promedio de 9,50.

 

Ese trabajo fue la génesis de “Barbarie y civilización”, el ensayo que lo introduciría en la escena librera nacional con una mezcla de su afición por contar historias con el rigor histórico como plan de vuelo. “Degenerados, anormales y delincuentes” fue otro trabajo en el que negaba la estigmatización y el degeneramiento. Muchos de los personajes que describió en ese ensayo poblaron, antes y después, algunas de sus canciones.

 

Recibido de profesor, Gabo decidió volver a la música y produjo el golpe y la caricia; el escupitajo que calma la sed; la descarga eléctrica que recarga. Todas esas sensaciones se reunieron en “Canciones que un hombre no debería cantar”, un disco de 2005 que sacudió una mitad de década abúlica. El momento en que el primer lapso del siglo empezaba a decaer.

 

En aquel retorno como solista, sorprendió con un disco acústico, sencillo, de una delicadeza que limpiaba sin intenciones su puerco pasado. Tenía unas letras que no se deberían cantar, tal como advertía desde el título. Ni un hombre ni un andrógino ni un canario. Pero era su voz, nuevamente, la que decoraba sus relatos de separaciones, padres homosexuales y un aroma de libertad que mareaba. No tardaron en compararlo con Miguel Abuelo.

 

Al año siguiente, Ferro puso nuevamente de rodillas a las almas sensibles. “Todo lo sólido se desvanece en el aire” fue considerado su disco marxista, porque la tapa era un manifiesto y un homenaje a Marshall Berman, un filósofo clave para entender la modernidad, en la que, con más suposiciones que contundencia, emprendía contra el mercado musical. Más allá del marco teórico al que Gabo se aferró con pose intelectual, las canciones que componen ese disco tuvieron una sencillez fortuita y se convirtieron en clásicos de su discografía.

 

Otra vez, la libertad impregnaba historias que de tan amplias dejaban a quienes la escuchaban con la pegajosa incertidumbre que a veces da la simpleza. Una nube rosa en la que los querubines podían dormir sin miedo. La frase mil veces dicha de que las cosas no son tan complicadas como parecen caía en una costurera varón y un carpintero mujer.

 

A razón de un disco por año, Gabo se sacó todas las ganas hasta 2011 y construyó una obra llena de canciones. El riesgo de repetirse lo envolvió como a cualquier artista, pero, como pocos, supo que sobre el amor, la separación, las drogas y la filosofía, siempre hay algo nuevo para decir. Como un cronista que va mil veces al mismo suceso, el músico se convirtió en un observador de los detalles y a cada tema le encontró una vuelta.

 

Cantó mucho sobre la muerte —metafórica y literalmente— y firmó letras que, ahora, con su presencia fantasmal de la primera noche, cobran un sentido que no se hubiera querido mencionar tan pronto. Es en vano reproducir algunas de sus frases, pues quedaría la sensación de que esas son las más certeras, en desmedro de otras igual de potentes, igual de figurativas, igual de dramáticas.

 

De esa etapa consta el que tal vez es su mejor disco, “El hambre y las ganas de comer”, donde Gabo cantó las letras que escribió Pablo Ramos, un poeta maldito que nunca aprendió a quererse solo. La reunión sirvió además para que Ferro encontrara en los trabajos conjuntos un combustible que compondría la segunda etapa de su carrera y que tendría álbumes con Luciana Jury (“El veneno de los milagros”), con Sergio Ch. (“Historias de pescadores y ladrones de La Pampa”) y con Juan Carlos Tolosa (“El espejo en el agua”), con quien repasó solo con voz y piano muchas de sus canciones anteriores.

 

Alguna vez, Carla Golberg, una productora de espectáculos de San Luis, fantaseó con traerlo a la provincia. Inició las conversaciones con su manager, pero no prosperaron. "Estoy muy triste, era un exquisito", dijo la mujer a poco de enterarse de la triste noticia.

 

Jinete ciego del amor, correctamente incorrecto, amante del romance, partido al llegar, entero al irse, negador del mar nadando, una aurora limpia sobre tanta dicha negra; Gabo Ferro fue un intérprete intrépido de sus propias canciones y un actor que también demostró en escena dotes de un artista que no estaba preparado para vivir en este tiempo. Pero que aceptó el desafío para romperlo una y mil veces.

 

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