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La metamorfosis revolucionaria

Como el personaje del cuento de Franz Kafka, pareciera que de un día al otro el presidente Daniel Ortega, despertó siendo un insecto. La sociedad rompió el silencio y empezó a notar al “monstruo” de hoy tras el revolucionario de ayer. Sin su base de apoyo, aquella con la que logró ganar las elecciones, el comandante decidió encerrarse cada vez más en su espacio, en el que no vio más opción que la represión.

Por redacción
| 10 de septiembre de 2018

Masaya, la ciudad de las flores, de los colores, del folklore, las artesanías y los platos típicos nicaragüenses, hoy es escenario de barricadas y grandes enfrentamientos, que se han cobrado la vida de más de 400 personas desde que comenzaron las primeras protestas contra el presidente Daniel Ortega en abril de este año.

 

La ciudad se convierte una vez más en bastión de la oposición de Nicaragua. Ciudad desde la que se oyeron las primeras voces contra Anastasio Somoza, hace 39 años. Ciudad desde la que comenzaron a levantarse estudiantes, campesinos y población en general contra Ortega al grito de “Ortega y Somoza son la misma cosa” aunque sea el actual presidente uno de los líderes de la revolución que obligó al dictador en 1979 a abandonar el poder y haya ganado las elecciones con un alto porcentaje en 2016, por tercer período consecutivo.

 

Si bien durante todos los años en que lleva como presidente. Daniel Ortega ha ido abandonando sus ideales revolucionarios y ha ejercido su poder de la misma manera que hasta ahora, el estallido llega en su cuarto mandato presidencial. ¿Por qué en este momento?

 

La chispa que encendió la llama

 

Si hay algo que es cierto en Nicaragua es que el estallido social era completamente imprevisible. Al menos para quienes, como nosotros, lo veíamos desde afuera.

 

Con altos índices de crecimiento en la economía en los últimos años, una cierta estabilidad y un triunfo en las elecciones de 2016 que daban a Daniel Ortega más del 62% de los votos -aunque en este caso diversas ONGs catalogaron al proceso como fraudulento-, el estallido social primero y la exigencia de que Ortega abandonara el poder después no eran algo que podía preverse en Nicaragua. Incluso en febrero de este año algunos informes lo ubicaban como el presidente en ejercicio con mayor índice de aprobación en América latina (54%).

 

Sin embargo, el crecimiento económico y los planes de mejoras sociales implementadas por el presidente no pudieron mantenerse este año debido, por un lado, a que la tendencia al aumento del precio de las materias primas a nivel mundial de la que se había beneficiado Nicaragua se revirtió; y por el otro, a la pérdida de ayuda del gobierno venezolano, inmerso en sus propios problemas internos.

 

El 18 de abril, en medio de este contexto de crisis y ante la reforma del Sistema de Seguridad Social aprobada por el gobierno (que incluía, entre otras cosas, la reducción en un 5% en las jubilaciones), la sociedad decidió levantarse.

 

La respuesta de las autoridades policiales y de grupos paramilitares vinculados al gobierno y la represión ejercida por estos dejaron un saldo de ocho heridos en el primer día de protestas. Y la reforma del Sistema de Seguridad Social (medida en la que el presidente decidió dar marcha atrás poco tiempo después) se convirtió entonces en la chispa que encendió la llama. El estallido social había comenzado, y en ese punto ya no había retorno.

 

De la nada al todo

 

Pronto, quienes exigían por temas puntuales se unieron en un objetivo general: la renuncia del presidente Daniel Ortega. El ejercicio autoritario de un poder democrático ya no tiene el apoyo de gran parte de la población. En eso coinciden sectores que históricamente apoyaron al presidente, todos por diferentes motivos. Dotado de la legitimidad histórica que le dio pertenecer al grupo revolucionario que derribó la dictadura de Somoza, el presidente gozó –al menos en sus primeros mandatos- del apoyo de una generación que vivió la revolución sandinista y de los hijos de esta generación, a quienes sus ideales fueron transmitidos como una verdad revelada.

 

Pero los nietos de esos antiguos revolucionarios quieren tener su propia revolución. Una que retome los ideales de distribución de la riqueza, de la reforma agraria y de tantas otras exigencias que con el paso de los años –consideran- quedaron truncas. Otros sectores, históricos enemigos del sandinismo, se volvieron aliados del principal exponente del Frente Sandinista de Liberación Nacional. El presidente nicaragüense apoyó la aprobación de una de las leyes más restrictivas en el mundo en cuanto al aborto (en este país está prohibido incluso en casos de violación o de peligro de muerte por el estado de salud de la mujer), lo que le valió el apoyo de la Iglesia Católica –y que en estas últimas protestas perdió, pero con el que contó durante varios años-.

 

Los grandes empresarios también fueron parte de esta alianza tan frágil que vino a desmoronarse en abril pasado. El país y el presidente en crisis ya no pueden garantizar a los grandes empresarios los beneficios de antaño, y la realidad es que las grandes empresas pueden funcionar ya sin la ayuda del primer mandatario.

 

Con el afán de mantenerse en el poder y basándose para eso en el apoyo de sectores tan disímiles como contrapuestos, el presidente fue perdiendo uno a uno esos sustentos y los justos reclamos sociales fueron una bomba de tiempo en ese contexto.

 

Ortega y la metamorfosis revolucionaria

 

¿Qué hubiera dicho Sandino de las revueltas de hoy? ¿Qué hubiera dicho Sandino de la propia revolución que llevaba su nombre?

 

En 1933, Augusto César Sandino era asesinado por órdenes del general Anastasio Somoza luego de combatir contra la dominación de los Estados Unidos en Nicaragua. Seguramente no sabría en ese momento que casi medio siglo después, una revolución llevaría su nombre a lo más alto de la historia de Nicaragua. Tan alto que aún hoy se habla de ella como si fuera 1979. Ambas revoluciones sandinistas (la del propio Sandino y la que llevó su nombre) tuvieron un contexto similar: la ocupación de los Estados Unidos y por ende el de la lucha contra el imperialismo. Ambas revoluciones lucharon contra un Anastasio Somoza: padre (Anastasio Somoza García) e hijo (Anastasio Somoza Debayle) que gobernaron el país.

 

En ambos casos los revolucionarios se enfrentaron a un poder estadounidense debilitado, primero por la crisis financiera de los años 30 y luego por el desgaste que implicaba la Guerra Fría, una guerra que era librada precisamente en algunos países de América latina.

 

Hoy la relación con los Estados Unidos no es la de rivalidad de entonces, más allá de que este país haya impulsado una declaración de la OEA condenando lo que sucede en Nicaragua. Las relaciones no han sido malas. No por lo menos en un tema tan sensible para Donald Trump como es el tema migratorio. Ortega fue funcional a la política de tolerancia cero del presidente norteamericano al impedir el paso de migrantes desde su país hacia América del Norte.

 

La Nicaragua de entonces no es la Nicaragua de hoy. Ni los revolucionarios de hoy son los mismos de aquellos años. Primero, porque el contexto es diferente; después, porque una revolución, entendida como un proceso que implica un cambio radical de la situación existente, por definición no puede durar tantos años.

 

Si acaso alguien se arroga la bandera revolucionaria, debe buscar su propia bandera. El presidente ya no gobierna la Nicaragua de los 80. La oposición debe enfrentar el desafío de encontrar un claro liderazgo para concretar sus objetivos revolucionarios.

 

El mundo de hoy no es el de 1930, ni el de 1979. Nicaragua y sus ciudades tampoco lo son: ciudades tranquilas en apariencia, y en las que reinaba un silencio a punto de estallar.

 

 

Por: Agustina Bordigoni

 

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