La feria informal de avenida Lafinur ya superó los 200 puestos

Hace una década aproximadamente un conjunto de puestos, que no superaba la treintena, se instaló frente a la ex estación de trenes y fundó lo que hoy es una de las ferias al aire libre más grande de la región cuyana. En un recorrido que El Diario hizo a lo largo de cinco cuadras de extensión, contabilizó alrededor de doscientos quince puestos, instalados allí únicamente en fines de semana y feriados, con horarios que van desde las 9 hasta las 20.

En un buen día, uno de los hombres que lleva ocho años allí y vende plantas obtiene unos novecientos pesos.

La meca puntana del comercio callejero por las tardes de domingo de principio de mes se asemeja a una barrera coralina, bulle de vida y de cooperativismo entre sus integrantes. Los primeros puesteros se ubicaron en el Club Victoria, después fueron trasladados al lado del centro de salud Islas Malvinas y finalmente, guiados por el norte magnético, desembarcaron en el cruce de las avenidas Illia y Lafinur. Punto desde el que las mesas improvisadas no han dejado de extenderse. Al comienzo las transacciones eran parte de un trueque, pero actualmente sólo el peso tiene valor de cambio. Cerca de la mitad de los sitios de venta son apenas mantas instaladas sobre la vereda o en la tierra, en donde se vende desde ropa (usada o nueva) hasta repuestos de automóviles, productos de cartilla, juguetes, artesanías y comestibles.

Los sitios ubicados a cada lado de la vereda y en las calles de ingreso a la ex estación de trenes son públicos y libres, profesan sus usuales ocupantes. A modo de un cardumen de peces, se mueven coordinadamente y sin cabecillas. El uso de estos espacios es gratuito. Cada puestero cuida a su vecino de los robos y le guarda el lugar si es necesario. Los únicos que tienen cierto temor son quienes venden alimentos. Según varios de ellos, el personal de Bromatología suele cada tanto recorrer la feria y decomisarles la mercadería. La venta de comida callejera bajo esta modalidad viola las reglas de conservación e higiene. Quizá piensan que el riesgo vale la pena, cerca de las 19 les quedan las bandejas y fuentes vacías, lo vendieron todo.

Un inmigrante peruano, que llegó a San Luis hace treinta años, ofrece sus servicios de zapatero en la feria, salió de su taller en el 2013 atraído por el vaivén de potenciales clientes que le dejan su calzado y aguardan pacientemente una semana de arreglo y devolución. Sobresaliente entre la multitud un nómade brasileño alto y moreno, vendedor de relojes, alhajas y billeteras, señaló que va de paso y que llegó sin más por la mañana e instaló allí sus cosas (muy cerca de la máquina de tren amarilla).

En un buen día, uno de los hombres que lleva ocho años allí y vende plantas obtiene unos novecientos pesos. Las ventas mejoran el primer y el último fin de semana de cada mes, el plus llega con los feriados nacionales, época en las que turistas de Mendoza, San Juan y Buenos Aires, se acercan a la feria guiados por sus familiares que son residentes de la ciudad.

Las prendas usadas, sacadas de los cajones u obtenidas por donaciones de conocidos, lucen precios inverosímiles (van de los veinte a los cien pesos) en comparación de los outlet (local en el que se comercializan productos de temporadas pasadas o con fallas). Las nuevas en cambio son traídas de La Salada. En este tipo de productos, como en los que no poseen fecha de vencimiento, el regateo es regla y los clientes entran en una negociación con los comerciantes hasta establecer el precio que ambos consideran razonable.

La procedencia de la mercadería queda en duda, sobran los transeúntes que comentan que encontraron pertenencias robadas en una mesa de la feria. Las sospechas rondan particularmente a los accesorios de celular, a los repuestos de vehículos y las herramientas. Los comerciantes de rodados y equipos comerciales aseguran que poseen los documentos que los acreditan como propietarios legales.