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El fin de una Argentina

Por redacción
| 01 de julio de 2015

La calle lo supo antes que la gente. Era un lunes de sol, de esos días que logran hacer amable el invierno, de frío intenso pero limpio. Hacía dos días que María Estela Martínez de Perón, que había regresado de urgencia de la asamblea anual de la OIT, estaba a cargo del gobierno. Perón agonizaba. Perón se moría sin que el poderoso exorcismo de la incredulidad popular lograra salvarlo.

 


La noticia llegó como rumor a las redacciones. Primero velado, apagado, casi un susurro; después con mayor firmeza. Los periodistas, yo era un joven principiante en una revista del espectáculo de la vieja editorial Julio Korn, repetíamos sin cesar la palabra mágica de la profesión: chequeemos. La editorial se alzaba en Belgrano y Perú, a escasos setecientos metros de la Casa de Gobierno. De allí llegó la confirmación, disfrazada de anuncio oficial: Isabel iba a hablar a las dos de la tarde. No podía ser otra cosa. Perón había muerto.

 


Corrí a darle la noticia a mis colegas, que cumplían con un rito habitual: almorzar con sus pares del diario "Noticias", ligado a la guerrilla peronista Montoneros. Las redacciones eran casi vecinas. En el camino, me sorprendió el súbito silencio, la insólita quietud de la avenida Belgrano, de la Diagonal Sur que lleva a la Plaza de Mayo y al entonces Concejo Deliberante, que había sido el sitio de trabajo de Evita en los años felices del peronismo flamante. El bullicio habitual de la zona y del mediodía había cesado, algún bocinazo distraído despertaba el eco entre las paredes de los edificios que habían sido bombardeados en junio de 1955. No se oían voces, ni gritos, ni canillitas que vocearan los diarios, una costumbre habitual, ya perdida. Pensé: "Ya se sabe". Pero, ¿cómo podía ser?

 


Enfrenté la mesa larga de mis colegas. "Muchachos, murió Perón", les dije. Si me esfuerzo, creo recordar que frente a esa mesa estaba sentada María Victoria Walsh, que tres años después, ya en pleno golpe militar y en un feroz tiroteo de Montoneros con el Ejército, se iba a suicidar en la terraza de un caserón de la calle Corro.

 


A pocos metros de allí, su padre, el escritor y periodista Rodolfo Walsh, estaba a punto de sentarse para escribir la bajada de tapa más clara y concisa del periodismo argentino que iba a ver la luz al día siguiente, bajo un gran titular de "Noticias" de una sola palabra: "Dolor". Walsh escribió con dolida lucidez:

 

 


"El General Perón, figura central de la política argentina de los últimos treinta años, murió ayer a las 13:15. En la conciencia de millones de hombres y mujeres la noticia tardará en volverse tolerable. Más allá del fragor de la lucha política que lo envolvió, la Argentina llora a un Líder excepcional".

 


Pero eso iba a ser al día siguiente, cuando el diario Crónica, de indudable sesgo peronista, iba a titular también con una sola palabra: "Murió". 

 


Ahora marchábamos cada uno de regreso a sus redacciones, en silencio; vi llorar a muchos de mis colegas, peronistas de trinchera, con quienes manteníamos una fraternal polémica crítica sobre aquel país sacudido por la violencia, por las amenazas, por el accionar de la guerrilla y de las bandas terroristas de la ultraderecha; un país volátil que Perón no había podido serenar. Y si no había podido el General…

 


Nos sentamos frente a un televisor, un lujo insospechado en aquellas redacciones alejadas del mundo virtual de hoy. A las dos y cinco de la tarde vimos a Isabel Perón casi difusa en las pantallas blanco y negro, conmovida, patética, sin poder acreditar una autoridad y un temple que no tenía, hacer el anuncio, la voz quebrada, el cuerpo sacudido:

 


"Con gran dolor debo transmitir al pueblo el fallecimiento de un verdadero apóstol de la paz y la no violencia".

 


Y nos preguntamos por qué no lo nombraba. Por qué no decía que Perón había muerto. Escuchamos, desorientados y resignados, cómo la ahora Presidenta pretendía darle énfasis a su anuncio convirtiendo en sobreesdrújulas palabras que no lo eran. "Asumo cónsti-tucionalmente…". Vimos a aquel pelele siniestro que era José López Rega, secarse unas lágrimas inexistentes, y un extraño presagio nos caló los huesos.

 


Salimos a la calle junto a los fotógrafos, sin rumbo, sin propósito, a reflejar qué pasaba. Pasamos como sonámbulos por la playa de estacionamiento de la calle Chacabuco donde, semanas antes, habían aparecido dos cadáveres acribillados en el interior de un auto. A lo lejos, en la Plaza, un pelotón de Granaderos arriaba la Bandera a media asta. Cerraban los cines, los negocios entornaban sus puertas o bajaban las persianas a cal y canto: un manto de zozobra envolvió a una Buenos Aires taciturna, hosca y retraída: otra forma del luto.

 


Supimos que una Argentina había terminado para siempre. Y que empezaba otra, incierta,  precaria, frágil y eventual, a la que acunaban el estupor y la perplejidad. Vimos formarse en el Este, sobre el río, los negros nubarrones que presagiaban el diluvio bíblico que empapó a la ciudad en los días siguientes.

 


Otras nubes, más negras, presagiaban tormentas peores.

 



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