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La lucha de Córdoba le enseñó el camino al mundo

En 1918 los estudiantes de la provincia mediterránea clamaron por la democratización de los claustros para sepultar un sistema vetusto, clerical y vitalicio que rechazaba la modernidad tanto en sus contenidos como en sus modos. La resonancia de la revolución conmovió al país y Latinoamérica y se adelantó medio siglo al Mayo Francés.

Por Hernan Silva
| 13 de junio de 2018

Rancio, retrógrado, racista, revolución. El último término genera disonancia con los tres restantes, pero precisamente las revoluciones se alimentan de las paradojas, del oxímoron, de posiciones irreconciliables que cohabitan un mismo tiempo. La Reforma Universitaria, parida en Córdoba hace cien años, fue un ejemplo de dos realidades que chocaron como trenes a toda velocidad. Encontró su fermento en una emergente clase media argentina que había nacido por el vertiginoso crecimiento económico y social de las últimas décadas, pero que tropezaba con instituciones vetustas que no les dejaban espacio. Fundada por los jesuitas en 1613, la Universidad de Córdoba constituía una reliquia medieval por su enseñanza y metodología, con planes de estudios anticuados y un sistema de gobierno regido por autoridades vitalicias. Los estudiantes lograron derribar estos muros con su clamor de autonomía, cogobierno y mayor apertura hacia la sociedad. Sus conquistas resonaron al poco tiempo en otras casas de estudios de Argentina y Latinoamérica, y se anticiparon en medio siglo a las reivindicaciones del Mayo Francés. Los jóvenes cordobeses habían mostrado el camino y cambiaron el mundo para siempre.

 

El país tenía cinco universidades en 1918: las nacionales de Buenos Aires, Córdoba y La Plata y las provinciales de Tucumán y del Litoral (Santa Fe). Más allá de las diferencias geográficas, todas eran reductos para el clero y para los hijos de las clases acomodadas. Desde la Conquista, sólo se preocupaban de instruir a una elite para el comercio, la abogacía y la evangelización de los indios. Córdoba constituía quizá el caso más extremo de anacronismo y elitismo. Incluso durante mucho tiempo tuvo una política de ingreso abiertamente racista, con reglamentos que impedían la matriculación de judíos, mulatos y zambos. Hasta 1852 los estudiantes tenían la obligación de presentar un “estatuto de limpieza” para garantizar que su sangre no tuviera ancestros de personas de religión hebrea o piel negra. A pesar de su obsolescencia, la institución emplazada en la provincia mediterránea siempre se caracterizó por su peso e influencia. Por ejemplo, la mitad de los congresales que declararon la Independencia en 1816 habían recibido enseñanza bie la universidad”, le señalan los jóvenes. En un gesto de respaldo, Yrigoyen nombra casi inmediatamente a José Nicolás Matienzo como interventor de la casa de estudios, a quien se le encomienda el trabajo de modificar los reglamentos de la institución y así abrir la puerta a la participación de los docentes. Las acciones que implementa Matienzo apaciguan un poco los ánimos y empiezan las clases. El 21 de mayo el Comité Pro Reforma, convertido ahora en la Federación Universitaria de Córdoba (FUC) le manda un telegrama al presidente en el que le transmiten el apoyo a la gestión de Matienzo, con elogios al viraje que había experimentado la política universitaria. La sed de cambios parecía haber sido saciada. Sin embargo, la mecha en realidad nunca se había apagado. El 15 de junio se celebran elecciones en la casa de estudios para elegir autoridades. Participan Enrique Martínez Paz y Antonio Nores. El primero representa a los reformistas. El segundo, al clero, además de ser integrante de una agrupación religiosa ultraconservadora denominada Corda Frates. Después de dos votaciones muy reñidas en las que ninguno de los candidatos logra sacar una luz de ventaja llega la tercera ronda y con ella un desenlace que nadie esperaba: la mayoría de los profesores traslada su apoyo a Nores. Sorprendidos y furiosos, los estudiantes entran como una turba a la sala en la que se había realizado el sufragio. Destrozan ventanas, mobiliario y retiran en sus claustros.

 

La chispa de la reforma se encendió en setiembre de 1917, cuando la Universidad de Córdoba modifica un reglamento para el internado en el Hospital de Clínicas, lo que genera una fuerte resistencia. Las llamas se avivaron aún más a principios de marzo de 1918, después que el Consejo Superior cambiara el sistema de calificaciones. Nace el Comité Pro Reforma y se organizan marchas en la ciudad. Toman cuerpo y se difunden los primeros reclamos, como la incorporación de los docentes al gobierno universitario para reemplazar el sistema vitalicio. Acusan al régimen imperante de ser “aristocrático” y de manifestar un “anacronismo irritante”.

 

Pero el Consejo Superior no acepta las exigencias. Esto polariza aún más a los estudiantes, quienes declaran una huelga general que comienza a partir del 1º de abril. El 4 de ese mes el Comité Pro Reforma solicita la intervención de la universidad. La lucha trasciende las fronteras cordobesas. El 11 crean la Federación Universitaria Argentina (FUA) y los estudiantes piden ese mismo día encontrarse con Hipólito Yrigoyen. El presidente les confiesa su apoyo y simpatía por la causa reformista. “No queremos que se cambie un artículo, sino que queremos que se cambie la universidad”, le señalan los jóvenes.

 

En un gesto de respaldo, Yrigoyen nombra casi inmediatamente a José Nicolás Matienzo como interventor de la casa de estudios, a quien se le encomienda el trabajo de modificar los reglamentos de la institución y así abrir la puerta a la participación de los docentes. Las acciones que implementa Matienzo apaciguan un poco los ánimos y empiezan las clases. El 21 de mayo el Comité Pro Reforma, convertido ahora en la Federación Universitaria de Córdoba (FUC) le manda un telegrama al presidente en el que le transmiten el apoyo a la gestión de Matienzo, con elogios al viraje que había experimentado la política universitaria. La sed de cambios parecía haber sido saciada.

 

Sin embargo, la mecha en realidad nunca se había apagado. El 15 de junio se celebran elecciones en la casa de estudios para elegir autoridades. Participan Enrique Martínez Paz y Antonio Nores. El primero representa a los reformistas. El segundo, al clero, además de ser integrante de una agrupación religiosa ultraconservadora denominada Corda Frates. Después de dos votaciones muy reñidas en las que ninguno de los candidatos logra sacar una luz de ventaja llega la tercera ronda y con ella un desenlace que nadie esperaba: la mayoría de los profesores traslada su apoyo a Nores.

 

Sorprendidos y furiosos, los estudiantes entran como una turba a la sala en la que se había realizado el sufragio. Destrozan ventanas, mobiliario y retiran cuadros de autoridades históricas de la casa de estudios. Sacan a los empujones no sólo al rector y a los profesores, sino también a los policías y los guardaespaldas contratados por la Iglesia. Los jóvenes declaran otra huelga, toman los edificios de la universidad y piden que Nores renuncie inmediatamente a su cargo. En el Hospital de Clínicas los reformistas trepan hasta el frontispicio del edificio y colocan una bandera de la FUC. La imagen, que simbolizará para siempre la protesta, tiene una evocación épica, casi con reminiscencias militares. El paralelismo no es del todo exagerado. Córdoba en ese momento era escenario de constantes luchas cuerpo a cuerpo entre reformistas, grupos tradicionales y la Policía.

 

El 19 de junio la FUA declara una huelga general durante cuatro jornadas. Dos días después los estudiantes publican en La Gaceta Universitaria el célebre Manifiesto Liminar. El texto no tenía firmas, aunque su autor había sido el abogado Deodoro Roca, uno de los principales intelectuales que apoyaban el movimiento junto a Alfredo Palacios, Alejandro Korn y José Ingenieros. En uno de sus pasajes, el documento rezaba que “hemos resuelto llamar a todas las cosas por su nombre. Córdoba se redime. Desde hoy contamos para el país una vergüenza menos y una libertad más. Los dolores que quedan son las libertades que faltan. Creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana”.

 

En el Primer Congreso Nacional de Estudiantes de la FUA, celebrado el 21 de julio en medio de los enfrentamientos entre reformistas y los grupos católicos, los jóvenes cristalizan sus demandas en el documento “Bases para la nueva organización de las universidades nacionales”. Sus puntos principales: autonomía institucional; cogobierno de estudiantes, profesores y graduados; libertad de cátedra para garantizar la expresión de distintas corrientes de pensamiento; implementación de un régimen de concurso para la elección de los docentes y la extensión de las actividades y los conocimientos a la sociedad. Era un salto cuántico hacia la modernidad y la democratización de los conocimientos.

 

El ímpetu de los reformistas ya era indetenible, aunque la resistencia al movimiento tampoco daba el brazo a torcer. Con una “batalla de Córdoba" que seguía en las calles y que sembraba el caos en la capital mediterránea, el Gobierno provincial decide clausurar la universidad por tiempo indefinido. El 9 de setiembre los jóvenes vuelven a tomar los edificios de la casa de estudios y conforman un gobierno universitario. Enrique Barros, Horacio Valdés e Ismael Bordabehere toman posesión de las facultades de Medicina, Derecho e Ingeniería. Esta vez Yrigoyen ordena al Ejército a desalojar los edificios universitarios y a detener sus ocupantes. Pero la voluntad de los estudiantes era más fuerte que cualquier intento para desactivar la reforma. Los alumnos son finalmente liberados y los profesores más conservadores comienzan a renunciar a sus cargos en la casa de estudios.

 

Si bien la reforma había triunfado y no había vuelta atrás, las brasas del resentimiento aún ardían. El 26 de octubre un grupo tradicional ataca con barras de hierro a Barros mientras hacía guardia en el Hospital de Clínicas, lo que le provoca al neurólogo lesiones cerebrales de las que nunca se pudo recuperar en su totalidad.

 

Las conquistas alcanzadas por la Reforma sufrieron embates en las décadas posteriores, principalmente durante los gobiernos de facto. Sin embargo, la vida universitaria argentina nunca pudo ser doblegada. Hoy presenta una enorme vitalidad y sigue en expansión más allá del arrastre de algunas falencias, como su bajísima tasa de graduados (alrededor del 20 por ciento). En el país actualmente estudian en las universidades casi 2 millones de estudiantes. En total hay 110 universidades, lo que implica que existe una institución cada 400 mil habitantes, una proporción superior a la que posee España.

 

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