Son muchas las miradas y las opiniones acerca de la vigencia y la importancia de los partidos políticos. Antes de profundizar cualquier análisis, vale la pena apelar a la realidad, a la letra estricta de la Constitución Nacional, ya que no son pocos los que se desgarran las vestiduras venerándola y, a la hora de opinar con ligereza, la ignoran de un modo curioso.
En su Primera Parte, en el Capítulo Segundo: Nuevo derechos y garantías, la Carta Magna expresa:
Artículo 38- “Los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático. Su creación y el ejercicio de sus actividades son libres dentro del respeto a esta Constitución, la que garantiza su organización y funcionamiento democráticos, la representación de las minorías, la competencia para la postulación de candidatos a cargos públicos electivos, el acceso a la información pública y la difusión de sus ideas…” Clarísimo. Y, cabe reafirmar, no hay participación electoral posible si no es a través de los partidos políticos. Luego puede sobrevenir todo el debate; que deben modernizarse, que han quedado obsoletos, que existen canales más modernos y efectivos de participación... y muchas otras opiniones, valederas por cierto, acerca de la actualidad de los partidos políticos. En consecuencia, resulta saludable que el debate encuentre en los partidos políticos un espacio importante.
Este desconocimiento trae aparejada la noción de la poca importancia de los partidos y la carencia de ideas. “Los que dicen que todos los políticos son iguales suelen conformarse con los peores” (Jaume Perich, escritor catalán). El reconocido Alejandro Dolina sostiene esta idea en la noción de que los políticos no son todos iguales, el problema es la falta de inteligencia o la incapacidad de quien pretende juzgarlos y distinguirlos. Lo cierto es que los partidos políticos y sus hombres se sostienen con ideas. En cada partido hay gente que pensó y difundió ideas y valores. Y esto es común a todos los partidos y a todas las ideologías. Juan Domingo Perón, Arturo Jauretche, Leandro Alem, Hipólito Yrigoyen, Moisés Lebensohn, Ricardo Balbín, Abelardo Ramos, Arturo Frondizi y tantos otros. Luego se puede coincidir, discrepar, juzgar y lo que se quiera. Pero así se forjaron las ideologías; se actualizaron y se aplicaron, se cometieron aciertos y errores, con apego a ideales, a ideas, a pensamientos, a la capacidad intelectual de gente pensante. El problema se suele presentar cuando el desprecio a las ideologías viene de la mano de la defensa de fuertes intereses personales o de sectores. Entonces, las únicas ideas válidas son las que reportan algún beneficio al sujeto en cuestión. Suele ser útil la economía para entender estas realidades. Hay posiciones extremas que reservan al estado un rol muy menor y pretenden el libre juego del mercado, de “la mano invisible”, y quienes exigen un estado más poderoso y más presente en la realidad económica y social. En medio de ambos extremos, conviven distintas posiciones. Valen los matices, las opciones y las adaptaciones a cada momento histórico. Al igual que en todas las cuestiones de la política.
Lo que no se admite es que de un modo desvergonzado se pretendan cultivar, un día, determinados valores y, al otro, pregonar exactamente lo contrario. O se mentía antes o se miente ahora. Y se miente siempre y la traición pasa a ser un emblema. Se traiciona a los que recorren juntos la misma senda, a los pensadores, a las tradiciones, a los mártires de esos esfuerzos, a la familia... Una cosa son los postulados de un brillante teórico de las Cuentas Nacionales, como Juan Vital Sourruille (le haya ido como le haya ido), y otra las trapisondas de Dujovne. No se puede compartir ideológicamente ambas. No se puede participar de ambos banquetes. Una cosa es el kirchnerismo extremo en la cima de la “kolina”, y otra son los globos amarillos. Si el juicio parece antiguo, debe ser cierto, pocas cosas tan de moda como la traición y la ignorancia.


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