Alguna vez existió una caracterización que refería a países en vías de desarrollo. La Argentina estuvo en esa consideración internacional. Era un país en vías de desarrollo. Los países en vías de desarrollo, países en desarrollo o países de desarrollo intermedio son aquellos cuyas economías se encuentran en pleno desarrollo económico partiendo de un estado de subdesarrollo o de una economía de transición. Si bien aún no alcanzan el estatus de los países desarrollados, han avanzado más que otros que aún son considerados países subdesarrollados. Por razones de posicionamiento internacional se acepta la denominación, pero en rigor cuesta encontrar “las vías de desarrollo”. Cuesta siempre, pero en períodos de neta preeminencia electoral, cuesta muchísimo más. Hace muchos años que no se reconocen en el país programas serios de crecimiento y progreso. Cada vez aparecen como más necesarios acuerdos básicos que sirvan de pilares para una construcción colectiva posterior. Y, además, no parecen ser el acuerdo, el encuentro y el entendimiento, la voluntad de muchos de los protagonistas de la realidad política argentina. No lo son. La voluntad claramente, y en la inmensa mayoría de los casos, es electoralista. A esta altura cuesta comprender incluso, con qué objetivos algunos dirigentes pretenden alcanzar el poder. ¿Para qué quieren gobernar? ¿Para qué quieren ser legisladores? No hay ni siquiera una declaración concreta de ideas y de principios. No hay ninguna referencia a proyectos funcionales a esas ideas y esos principios. Sí abundan agravios y descalificaciones hacia eventuales adversarios. Sí abundan estériles referencias al pasado en un intento mediocre de despedazar a quienes no compartan una misma línea de pensamiento.
Con este panorama no se vislumbra siquiera dentro del mismo Congreso de la Nación la posibilidad cierta de acordar normas básicas para legislar con sensatez. Sean cuales fueren los números de unos y otros respecto de mayorías legislativas en cada cámara. Ya hay referencias absurdas a situaciones de quórum forzado, de mayorías ajustadas, de posibilidad de manejo de bloques, comisiones y sesiones. Los más obscenos ya hablan hasta de nombres propios. No parece el camino más adecuado para avanzar, por ejemplo, en la lucha contra la pobreza que tanto dicen que les preocupa. Todo parece estar orientado a acumular poder en cualquiera de sus formas. Ni siquiera parece haber una noción cabal de qué significan cifras tan escandalosas como las referidas a pobreza. Nada parece factible con ese panorama. Es imprescindible acordar para iniciar un combate serio y fulminante contra este flagelo. De modo individual y en forma aislada, ningún gobierno pudo controlar los indicadores en este sentido. Y a partir de allí, la estructura del tejido social parece condenada a la destrucción y al abandono.
En lo declarativo todos adhieren a la necesidad de erradicar la pobreza, para la discusión acerca del método se lleva la mayoría del tiempo, y los guarismos no dejan de crecer. Este desastre no tiene nada que ver con transitar por las vías del desarrollo. Y a la par de esta realidad sucumben otras cuestiones imposibles de rescatar con este panorama. La educación en primer término. Con el claro perjuicio que esto implica y con el riesgo de que el ascenso social sea una quimera. Sin educación no hay ascenso social posible. Y si no se ha podido erradicar la pobreza, tampoco se ha podido mejorar la educación. En una y otra cuestión todos parecen coincidir, sin embargo, esa coincidencia no se verifica en la realidad y mucho menos en medidas concretas que contribuyan a los objetivos señalados.
Muchos líderes poderosos que deben tomar decisiones trascendentales para la sociedad no comprenden la importancia de todo lo señalado. En muchos casos, su efecto a largo plazo no los vuelve apetecibles para la ambición personal o el logro electoral. Cierto es, que algunos tampoco comprenden cuestiones de coyuntura de corto plazo. Entonces privilegian rencillas personales, ambiciones desmedidas y efímeras figuraciones mediáticas.


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