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El futuro plantea desafíos humanos

Por redacción
| 14 de mayo de 2021

Con varios países de América Latina atravesando una nueva ola de COVID-19 es evidente el costo terrible de la pandemia: no solo en vidas, que es algo irrecuperable, sino también en dinero.

 

Los científicos calculan que prevenir futuros desastres como el causado por este virus de origen zoonótico es cien veces más barato que insistir en el actual modelo basado en la destrucción de la naturaleza, que es el que está detrás de la emergencia de patógenos con capacidad de globalizarse.

 

Hay cerca de 1,7 millón de gérmenes conviviendo con mamíferos y aves en todo el mundo. Y una gran mayoría de ellos puede infectar a los humanos si entran en contacto con las especies que los portan en ambientes silvestres.

 

Ya no quedan lugares lo suficientemente remotos porque todo el mundo está conectado por el comercio y el tránsito de personas. O sea que si Brasil, Paraguay o Argentina destruyen sus bosques, o si China avanza con sus planes de urbanización en áreas salvajes, no es un mero asunto interno, de soberanía de cada uno de estos países.

 

Los virus viajan: ya lo vemos. La división de nacionalidades son simples categorías humanas. Nadie estuvo a salvo de la COVID-19.

 

La situación mundial es más crítica de lo que se asume, porque fueron atravesados todos los límites planetarios y no existen muchos más lugares para seguir la expansión.

 

Según el informe de 2019 de la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (Ipbes, por sus siglas en inglés), el organismo científico que estudia el estado de la biodiversidad mundial, el 75% de la superficie terrestre ya ha sido transformada.

 

Un buen ejemplo esto es visible en Argentina, sobre todo en el Gran Chaco Americano, el segundo sistema boscoso en tamaño y biodiversidad de América Latina, detrás de la Amazonia, un mundo riquísimo de árboles y animales únicos.

 

Se perdieron más de ocho millones de hectáreas de este ecosistema, en el que viven el quebracho y el tatú carreta, en solo tres décadas. ¿Y para qué? Para vender soja con agroquímicos que, convertida en harina, será exportada para alimentar en granjas esparcidas por Europa, desde salmones y pollos, a vacas y cerdos.

 

¿Vale la pena cambiar osos hormigueros por salchichas, para que el Estado cobre retenciones? ¿Aún a costa de posibles enfermedades y muerte?

 

Este proceso de “commoditización” de la naturaleza se reproduce a escala mundial. Y por eso hay tantos frentes calientes abiertos en materia sanitaria.

 

Antes del coronavirus, viajaron en barco o en avión otros virus que dieron la vuelta al globo a veces de manera que resulta difícil entender.

 

En 2016, el mundo quedó espantado por unas imágenes que llegaban desde Brasil con unos bebés que nacían con el cráneo deformado, una patología causada por una enfermedad desconocida hasta entonces: el zika.

 

Antes de tener nombre de virus, zika era solo una selva de Uganda, muy densa hace 50 años. Sin embargo, se fue desmontando de a poco y el lugar que fue un bosque tupido y frondoso, quedó raleado por la agricultura. El subproducto fue la emergencia de un patógeno que llegó a América Latina vía China. Así que el vector del germen no solo fue el mosquito: también lo fue el comercio.

 

Entender que esta situación es producto de cómo vivimos, trabajamos, comerciamos, estudiamos, y nos vamos de vacaciones, es entender los riesgos que enfrenta a futuro la humanidad. Y prevenirlos.

 

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