Hace ya tiempo que los medios de comunicación en la Argentina han sufrido una fuerte mutación, que los llevó a pasar a nuevas formas de presentación. Particularmente la radio y la televisión. En el primer caso los cambios no han sido ni tan bruscos, ni tan profundos. Si bien la relación con los radioescuchas es muy diferente, siempre prosperaron de algún modo los largos parlamentos y las miradas extensas y particulares sobre diferentes cuestiones. Pero en la televisión la situación es bien diferente. Ya no hay libretistas, ni actores. Todo es parlamento, debate y griterío. El formato cholulo y “chimentero” que caracterizaba a algunos programas de espectáculos ha ganado casi toda la pantalla. Y para ser precisos, tampoco los programas de espectáculos eran tan precarios y bullangueros, en algún momento proliferaron los muy buenos “críticos de arte”, que podían hablar de puesta en escena, escenografías, sonido, luces, musicalización y tenían la capacidad de analizar una buena o mala actuación. Desaparecieron de la faz de los medios. Se dice que hoy la demanda es otra. Lo cierto es que, en todos los formatos, todo el mundo debe dar su opinión, debe ser gracioso y ocurrente y debe opinar absolutamente de todo. La cantidad de horas de parloteo y la voracidad por figurar llevan a verdaderos disparates. Lo importante es que sea inmediato, impactante y a los gritos. Vale matar a quienes gozan de buena salud; decir que algo es venenoso y al rato reclamarlo de un modo urgente; denunciar falsedades de un modo permanente; mentir de un modo descarado; proclamar la importancia de los valores; o eventualmente vacunar y despedir de esta tierra al mismísimo William Shakespeare fallecido en 1616. Ayer nomás. Por lo menos en la presentación la protagonista del hecho reconoce que se quedó con la boca abierta (no es para menos) y que se trata de un referente de las letras inglesas. Para ser un muerto y estar en esa condición las imágenes lo mostraron bastante bien conservado.
Hay algunas aclaraciones importantes que parece obligatorio realizar. La televisión tiene muy poco que ver con las redes sociales. Más allá de matices, las redes posibilitan un anonimato que facilita las declaraciones ligeras. Y cada cual se siente dueño de su espacio. La horizontalidad de la comunicación es la característica. La televisión tiene rostros, propietarios, productores y responsables. Y por las dudas, este fenómeno no es atribuible a la pandemia, que ha causado y causa múltiples daños, pero muy poco que ver con esto. Obviamente, como en tantos otros rubros, desnuda las peores falencias de un modo impiadoso. A propósito de la mención al pasar de los valores, cabe rescatar que si bien suelen ser mencionados a la ligera se trata de un concepto fundamental. Mentir en televisión es carecer de valores. Ser prófugo de la Justicia, y huir a otro país es carecer de valores. Y esto es grave siempre, pero sobre todo, si el prófugo registra llamadas telefónicas con el actual titular de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y con el exministro de Justicia de la Nación de la gestión que culminara en diciembre de 2019. No tener valores es no concurrir, en forma reiterada, a la citación de un juez, aun cuando se sea fiscal de la Nación. Y también es un fuerte desvalor, después de ser protagonista, mentor o férreo defensor de estas acciones proclamarse adalid de la República o tenaz intérprete de los valores democráticos. Para todo esto se requiere de cómplices mediáticos, que oculten u omitan deliberadamente algunos actos. Y cada medio tiene derecho de informar sobre lo que le parezca adecuado, lo que no se puede es pretender, luego, ser garante de los mejores valores, y levantar permanentemente el dedo acusador hacia los demás.
Y lo cierto es que la pandemia coloca estas situaciones en un plano crítico, y debería mejorar algunas prácticas toda vez que la información refiere a cuestiones trascendentes relacionadas con la salud y la vida de las mujeres y los hombres que habitan este país.


Más Noticias