Desde el origen de la República y el Estado en la antigua Grecia, el papel de los intelectuales en la sociedad ha sido objeto de controversias, aplausos o críticas acorde a los tiempos y las posiciones de esos intelectuales. Mientras Sócrates se convertía en una especie de reserva moral de la Atenas de Pericles, su contemporáneo Anaxágoras era el pensador oficial y vivía lujosamente al calor de la generosidad del líder.
Cuando la Francia de la posguerra se rehacía de las cenizas de la mano de Charles de Gaulle, sus mayores críticas provenían de la izquierda intelectual, con Jean Paul Sartre y Albert Camus a la cabeza. Y de hecho, la posterior cercanía de Camus al poder, terminó por enemistarlo para siempre con el filósofo del “Ser y la nada” y “La náusea”.
En los últimos días, el escritor japonés Haruki Murakami afirmó que su país elude su responsabilidad por su papel en la Segunda Guerra Mundial y en el desastre nuclear de Fukushima.
“Nadie ha asumido en realidad su responsabilidad por el final de la guerra en 1945 o el accidente nuclear de Fukushima en 2011. Así me lo parece”, dijo el autor, de 65 años, al diario “Mainichi Shimbun”.
“Tras la guerra, se concluyó que nadie se equivocó”, dijo Murakami, añadiendo que los japoneses han acabado considerándose “víctimas” de ese conflicto. Murakami, uno de los escritores más conocidos de Japón, juzgó normal que China y las dos Corea continúen sintiéndose resentidas hacia Japón por sus agresiones bélicas.
“Fundamentalmente, los japoneses tienden a no tener ni idea de que también fueron atacantes, y esta tendencia es cada vez más clara”, dijo.
Murakami también acusó a Japón de no haber perseguido a los responsables del accidente de Fukushima -cuando un terremoto y un tsunami causaron el derretimiento de un reactor y fugas radioactivas -, optando por atribuir el desastre a eventos naturales incontrolables. “Me temo que lo que hay que entender aquí es que el terremoto y el tsunami fueron los grandes atacantes y que todos los demás fuimos víctimas”.
La última obra de Murakami, “Los años de peregrinación del chico sin color”, salió a la venta en Europa y Estados Unidos el verano pasado. Su nombre sonaba este año para el Nobel de Literatura, que finalmente se llevó el francés Patrick Modiano.
Sócrates es considerado aún como uno de los padres de la filosofía occidental, Anaxágoras fue el primero en introducir el concepto de pensamiento y su sentencia “el hombre es la medida de todas las cosas”, fue durante años la síntesis de la naturaleza. Albert Camus y Sartre fueron premios Nobel.
Hoy el protagonismo del intelectual está ubicado en un segundo plano muy opaco y las razones de este escenario son diversas: por una parte existe una pereza hacia el pensamiento, una actitud extendida que considera que la reflexión no tiene cabida en un mundo profundamente dinámico y cambiante. Por otra parte, los intelectuales han cedido protagonismo hacia otros actores sociales como los periodistas, que ocupan las tribunas de discusión, reemplazando a los pensadores. Este cambio no es beneficioso, los periodistas cumplen una notable función para la sociedad con su tarea de informar, de presentar noticias y hasta de opinar acerca de la realidad que los involucra, pero de ninguna manera pueden ocupar el lugar de los intelectuales.
Y los intelectuales que se ubican a la sombra seductora del poder y sólo elevan la voz para manifestarse en contra de quienes opinan diferente, tampoco están cumpliendo su función superadora.
Un intelectual siempre resulta incómodo para las estructuras de poder, siempre resulta incómodo para el sistema. Un intelectual es en los casos más sencillos como Juvenal, que pintaba con sátiras la decadencia de la Roma del siglo II.
Por definición, los intelectuales son inconformistas e inquietos. Son hombres y mujeres dispuestos a marcar los errores de una sociedad, son personas que piensan el futuro, aunque jamás posean las herramientas para construirlo.
Son, como Murakami en este caso: alguien que eleva la voz en medio de la tranquilidad, para decir que no todo está tan bien como parece. Y mientras las sociedades posean intelectuales de valía capaces de animarse a la crítica para mejorar su pueblo, esos pueblos se vuelven mejores.
Todos ganan. En Japón, en Argentina, en San Luis y en el mundo entero.


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