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Ricardo Borba tiene el oficio de afilador y un espíritu nómade

Por redacción
| 17 de febrero de 2014

 

Sale en su bicicleta preparada, que armó hace 29 años.


A simple vista, podría ser el abuelo de cualquiera, pero a medida que comienza a develar sus historias, Ricardo Borba parece emerger de una novela ficticia con un sinfín de escenarios, dispersos en casi todo el territorio del país. De nacionalidad uruguaya, llegó a los 15 y no se fue más. En Argentina aprendió el oficio de afilador y, con sus 81 años, recorre pueblos y ciudades sin más compañía que su bicicleta preparada para dar filo a esos cuchillos del fondo de los cajones.

 


 “Nací en Montevideo, en Brasil y Chucarro, frente a la Embajada española. A los 15 un día me vine a Argentina de polizonte al vapor de la carrera. Cumplí los años el 27 de octubre y el 28 llegué solo”, recordó como si fuera ayer. Vivió en el barrio porteño de Constitución donde conoció a su mentor en las artes del afilado. “El que me enseñó el oficio, el padre había fallecido y era un italiano legítimo afilador, como me vio chico y tan pícaro me preguntó si me gustaría aprender el oficio, le dije que sí, así que me dijo: ‘Bueno yo te enseño, te consigo los trabajos, vos te juntás la platita y te comprás una bici’. Y así fue, a los 17 años me largué. Me hice conocido por intermedio de él, por ‘el Ñato’”, relató Borba.

 


Así, despertó en Ricardo el espíritu nómade. “La primera provincia que pisé fue Santiago del Estero y después fui a Tucumán. Nací para andar, tanto es así que me separé de mi familia porque me encanta viajar. Yo me aburro de estar en un pueblo y por más plata que gane, tengo que viajar”, dijo sin tapujos.

 


Con sus 81 años a cuestas, que no son siquiera un impedimento, Borba recorre pueblos y localidades y no deja rincón de ellos sin transitar mientras ejecuta el clásico silbido del afilador. “Hace tres meses que estoy en Mercedes, he hecho todo el pueblo. Pero también he ido de una corrida a La Toma, Naschel, Fraga, San Luis; esto es muy grande. Recorro hasta el ultimo rincón y las calles sin salida”, señaló.

 


En cada manzana siempre da dos vueltas, “voy a medio pedal porque las señoras pueden estar en el baño o hablando por teléfono, y se demoran en salir”, explicó. Sus clientes son vecinos y dueños de hoteles, restaurantes o rotiserías. Afila cuchillos, tijeras, palas, hachas y las máquinas para cortar fiambre. “Siempre salgo tipo 8:30 o 9 y ya tengo los horarios para ir a un restaurant, o al hotel o a una pizzería, porque los empleados por ahí vienen temprano, yo les afilo y después tengo que volver a cobrarles. Cobro 20 pesos y lo máximo 80 para las máquinas de cortar fiambre”, precisó.

 


En los lugares donde detiene su marcha para trabajar siempre guarda algún conocido, algún amigo que le brinda hospedaje. “Tengo amigos en todos lados, esa es mi fortuna, te puedo dar la cantidad de teléfonos de ellos”, consideró con regocijo. Al llegar a destino, “consigo una pensión o amigos de muchos años. Voy, dejo el bolso, estoy un rato, me fijo si está la gente porque me ha ocurrido que algunos grandes como yo han fallecido. Y si me puedo quedar, me quedo, si no voy a una pensión y después salgo a recorrer. Tengo mucha clientela  por donde vaya. Recorro todo, también hago dedo, me llevan chatas, camiones, y los colectivos, todos. Teniendo lugar para la bicicleta, no tienen problema en llevarme”, explicó.

 

 


Su única compañera de ruta, que consiguió armar junto con un herrero, ya cuenta con 29 años. “Tiene los monos donde van incrustadas las piedras, son de carburindón, especial para afilar, tiene una rueda de un triciclo de 150 años atrás, que conseguí en una chacharita en Buenos Aires. Cuando no me cabe en el colectivo, tengo una llavecita y le saco la rueda de adelante para guardarla”, aclaró.

 


Ricardo trasciende todo lo corriente y ordinario. Su profesión le dio vuelo a sus ansias de viajar y lo llevó a recorrer el país. En su memoria guarda el nombre de cada localidad que visitó y el orden tal cual aparecen en el mapa. Al sur, llegó hasta Trelew. Pero fue cautivado por dos grandes ciudades. “Por limpio, por naturaleza, por las plantas y porque me gustan mucho las flores, Puerto Madryn, es divino. He ido en pleno invierno y las rosas, los malvones, yo no sé como hacen. Ahora, la ciudad más limpia que he encontrado se llama San Juan capital”, apreció el afilador.

 


Simple, confesó que “no estoy disconforme con nada, hago 100 pesos, 50, estoy conforme, llueve, hace 50 grados de calor, yo no me quejo de nada”. Cerca de su corazón, colgada de una cadena, lleva la imagen de San Ceferino Namuncurá, de quien es devoto de chico y por quien visita Chimpay, el pueblo de donde era oriundo el santo, cada festividad.

 


De mirada pícara y con más historias que un libro de cuentos, de espíritu nómade y andar tranquilo, el afilador tiene sólo un deseo por cumplir. “Lo único que yo pediría en los últimos días míos, es que esa bicicleta, si siento que ya no soy capaz para andar, llevarla al parque de Ceferino y dejarla colgada”, rogó sincero.

 


Su experiencia acusa 64 años de oficio y más historias que un libro de cuentos. En verano pasa por balnearios y aprovecha para afilar los cuchillos para el asado. Ayer, embarcó hasta Justo Daract y planea quedarse una semana más para, después, partir para Vicuña Mackenna y seguir su ruta.

 


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