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Banderas de mi corazón: “La Yugular” en Terrazas del Portezuelo

Por redacción
| 26 de noviembre de 2016
Vamos la banda. "La Yugular", la mejor banda tributo a Los Redondos de Cuyo. Foto: Ángel Altavilla.

Con la presencia de “La Yugular” en la grilla del ciclo de conciertos en el Salón Blanco de Terrazas del Portezuelo, se sacudió la modorra de una siesta densa que supo de cantitos tribuneros y agites de remeras. La feligresía del rey Patricio tenía ganas de otra misa ricotera y el grupo tributo a “Los Redondos” comenzó con “Tarea fina” y nada volvió a estar tranquilo.

 


Dueño de un desparpajo arrollador, el cantante Fernando “El Chino” Panelo invitó a sus compañeros desde los primeros temas, como “Alien Duce”, “Rock para el Negro Atila” y “Motor psico” con doble solo de guitarra compartido entre las doce cuerdas de Agustín Ramírez y Luciano Grangetto que sonaron como una sinfónica acelerada.

 


Con los celulares en acción, hubo caras iluminadas por pantallitas celestes, y labios que cantaron cada estrofa. Los coros que acompañaron la vida de varios y empiezan a ser parte de los niños y adolescentes que se acercaron a participar de un ritual que por el momento (o hasta que cumplan la mayoría de edad) no pueden disfrutar en bares y boliches.

 


"La Yugular" es un grupo que, debido a la profesionalidad con la que se manejan con el repertorio ricotero, fueron seleccionados como el “Mejor Grupo Tributo a los Redondos de Cuyo”.

 


A pesar de reproducir los temas de manera fiel, se permiten espacios de lucimiento en sus instrumentos. En la batería, Adriel Wiedemann pegó detrás del bombo, cuyo parche tiene una marca de fuego, una “P R” fosforescente que se ve desde lejos.

 


“Chino”, confiado y suelto en su performance, se pavoneó a los saltos mientras caminó el escenario, iluminado en varios pasajes del show. Pudo, debido a la acústica del lugar, alejarse del micrófono y dar unos grititos y expresiones típicas de algunas de esas canciones tan conocidas.

 


En los cortes, varios se acercaban al tablado a sacarse fotos, mientras la banda preparaba el siguiente tema. La intensidad subía a medida que se descubría el próximo en la lista de temas.

 


Debido a la incomodidad (y la rareza para ellos) de estar sentados, los fanáticos que no balanceaban los brazos agitaban sus cabezas pero todos coordinaban en un coro popular que conocen al dedillo, con algunos himnos del rock nacional.

 


Parada fija en su posición, la imagen de la bajista debutante Sol Iasigli fue igual al de su desempeño en el bajo: firme y segura.

 


El horario y el lugar no permitió otra bebida que agua y gaseosas, y el humo reinante era sólo el que destilaban los técnicos sobre el escenario para crear climas.

 


“¡Gracias, gente, qué buena convocatoria!” gritó satisfecho el cantante, casi en nombre de los organizadores, que pocas veces a lo largo del ciclo vieron el recinto tan poblado.

 


“Una piba con la remera de Greenpeace” fue cruda, sin vientos, y como el que abandona no tiene premio, el saxofonista Sebastián Palma apareció en “Sorpresa en Shangai” y en “Yo, caníbal”, ardiente sobre cuerdas que no se quedaban atrás en la persecución sónica.

 


Acotados en el horario, la banda optó por acudir a los más gancheros como “El pibe de los astilleros”, “Esa estrella era mi lujo” y “Rock para los dientes”, donde el cantante toreó a las guitarras, antes de dejar el escenario para la parte final de “Todo un palo”. Recién allí presentó a la banda y se fue, con las cuerdas y el saxo que se batieron en el último duelo.

 


Pero volvieron para cerrar la función con un himno al que ni los Rolling Stones pudieron superar con el pogo más grande del mundo: “Ji ji ji”.

 


Los fans se salieron de la vaina al escuchar los primeros acordes pero mantuvieron la cordura hasta el primer coro, en el solo de guitarra los ricoteros salieron a bailar para mostrar cómo se hace un pogo. Y eso fue todo.

 


Al retirarse, varios se acercaron a saludar, no hubo tanto desbande a pesar de todo, pero sí había camisetas transpiradas y caras felices. “Llegamos justo cuando empezó el quilombo”, dijo un chico no mayor a los 12 años. “¡Qué coincidencia!”, rió  su madre, mientras el niño jugaba con un amiguito y se armaba la fila para esperar el colectivo de regreso.

 


Fue un final feliz para sus pimpollos.

 


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