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“La isla desierta” en “Fetiche”, un mundo iluminado

Por redacción
| 28 de noviembre de 2016
De la mano. Los asistentes se dejaron llevar por el relato contado en la oscuridad. Fotos: Alejandro Lorda.

Diez personas tomadas de los hombros entran, en un trencito humano, a un lugar en donde reina la oscuridad. En un primer momento la sensación más que de incomodidad es de incertidumbre, pero la tranquilidad y la simpatía que transmiten los anfitriones hacen que cualquier temor se aplaque al instante.

 


Una función de teatro ciego es una experiencia inigualable. Y si se hace con la seriedad, el profesionalismo y la candidez con la que el grupo Ojcuro entabló su relación con el público puntano el sábado a la noche en “Fetiche” cualquier búsqueda que se haga a tientas no puede más que ser satisfactoria.

 


Lo primero que el espectador debe tocar es la silla, acaso el único elemento sobreviviente del teatro convencional. Después es cuestión de dejarse llevar en medio de la más absoluta negrura por la historia contada con otros recursos teatrales como los sonidos, la música, los olores y las palabras.

 


Lo último que toca el espectador, ya fuera de la sala una vez terminada la obra, son las mejillas de los actores, con la boca. En fila, los artistas –algunos ciegos, otros no, todos con anteojos oscuros- recibieron los besos de agradecimiento y las felicitaciones por parte del público.

 


La trama elegida por la compañía para llevar de la mano a sus espectadores por el itinerario sensorial es la de “La isla desierta”, una obra de Roberto Arlt en donde la opresión juega un rol significativo. Adaptado al teatro ciego, esa idea agobiante podría ser aún más visible (valga el término), pero por el contrario funciona como un camino hacia las múltiples libertades que permite la imaginación. Justamente, las libertades más difíciles de controlar.

 


El escrito de Arlt tiene a varios personajes oscuros –allí, una metáfora del ambiente reinante en la obra- que buscan algo de aire en medio del apretujamiento de una oficina portuaria. El primer recurso expuesto, ni bien comenzado el relato, fue el ruido del tecleo de las máquinas de escribir, que dio la idea de una oficina.

 


Cada tanto y a lo lejos se escuchó la llegada de los buques. Las sirenas sonoras son la demostración del arribo al puerto de los transportes marinos que podrían ser la vía para que los trabajadores por fin puedan dejar sus escritorios en busca de otros mundos, de la anhelada isla desierta. Pero por el momento sólo son parte de la escenografía cotidiana.

 


El olor a café completa la imagen que los espectadores deben imaginar.

 


Los empleados dicen estar frente a un ventanal por el que miran llegar los buques y huir sus sueños. Y añoran los días de hace siete años, cuando todos tecleaban y hacían números en el sótano del mismo edificio, sin posibilidades de observar lo que sucedía en el afuera. Otra coincidencia con la ceguera.

 


Hasta que aparece Cipriano, el personaje que comandará la segunda parte de “La isla…”. Cordobés de Unquillo, grumete, marinero, un poco mentiroso, otro poco fanfarrón, su participación le agregará el humor que hasta ese entonces sólo quedaba en las palabras de María, una oficinista virgen y de comentarios punzantes.

 


Imaginarse físicamente a Cipriano no es fácil. Sobre todo porque cuando dice que tiene cuadraditos en los abdominales no se puede determinar si es cierto o si es otra jactancia de su corazón vanidoso.

 


El relato del cordobés lleva a los oficinistas –y a los espectadores- a tres paisajes distintos donde vivió sus aventuras envidiadas.

 


Junto a un porteño con poca vida en la naturaleza fue pescador en Madagascar (Magalche, en la boca del cordobés) en un divertido paso en el que el efecto sonoro fue el de las olas en su caprichoso vaivén. “Mirá qué grande esta lombriz, podés hacerte un choripán si queres”, le dijo a su amigo en una demostración de su capacidad de comparación.

 


También fue pretendiente obstinado de una china en las tumultuosas calles de Pekín “donde todo objeto merece ser ofrecido”. En ese tramo de la obra, el aroma es el del pescado exhibido en la feria y el ruido el que reina en una calle con mucha gente que hace lo suyo.

 


Finalmente, tuvo un romance tan fugaz como ardiente con una mozuela de alguna isla caribeña que lo obligaba a permanecer varios minutos debajo del agua en busca de los placeres carnales.

 


Si bien sus compañeros no creen el relato del náufrago completamente, sospechan que algo de cierto hay en sus aventuras del otro lado del mundo. Algunos se deciden a acompañarlo, atraídos por los negros que tocan el tambor y las negras desnudas, pero más que por eso por la posibilidad de salir de la rutinaria oficina.

 


Sobre el final, Manuel, un empleado que lleva 40 años en su mismo asiento gracias a llevarle al jefe los secretos de sus compañeros, decide que es momento de respirar otro aire y dejar su trabajo. Es el mismo personaje que al comienzo de la obra, cuando añora el tiempo en que estaban en el sótano, se queja de los ventanales y dice: “Miren toda la luz que entra por ahí ¿Para qué necesitamos la luz?”.

 


Los espectadores –todavía en la oscuridad total- se hacen exactamente la misma pregunta.   

 


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