SAN LUIS - Miércoles 16 de Julio de 2025

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Las sierras lo atrapa ron para siempre

Por redacción
| 11 de diciembre de 2016

Cuando Emilio Emmer se recibió de arquitecto, jamás imaginó que iba a terminar manejando campos y un tambo. Eso no entraba en los planes de este hombre de 68 años, ya afincado hace más de 30 en San Luis, hijo de un italiano de los de antes, un ingeniero trabajador y enjundioso que arribó al país desde su Milano natal en 1948 para trabajar en la Sociedad de Cementos Armados Centrifugados, la simbólica SCAC. La firma tuvo una planta en San Luis donde hoy se levanta el barrio de viviendas bioclimáticas, en la que don Emmer finalmente desembarcó en 1958 para quedarse y, de paso, trabajar en varios proyectos de electrificación rural en una provincia que todavía no había despegado como lo haría en los ‘80. Ya su abuelo había sido todo un personaje en Italia, un ingeniero especialista en saneamiento ambiental que participó de la construcción de las cloacas de Venecia y del Parque Bolzano.

 


“Mi viejo llegó en la época en la que todavía había dudas sobre si ganaba Occidente o la Unión Soviética la carrera por el poder y los territorios, entonces varias empresas pusieron sus fichas fuera de Europa”, recuerda Emilio mientras ceba mates preparados por su esposa Laura (una escritora muy reconocida en el ámbito de las letras de San Luis y gran conocedora de las culturas originarias) en el piso superior de su negocio de venta de repuestos para aire acondicionado que tiene en la capital puntana, pegado a su casa. En realidad a su casa citadina, porque la otra, la que guarda todos los recuerdos entre sus paredes de piedra, está en El Durazno, donde también tiene la explotación agrícola, algunos animales y el tambo familiar con el que pelea contra viento y marea en una época complicada para la lechería.

 


Emmer tiene una vida compartida con otro personaje que pasó por las páginas de la revista El Campo (número 122, del 8 de agosto de 2015), Miguel Saraceno, ingeniero agrónomo y también con campo en la misma zona. Y no podía ser de otra manera, porque fueron los padres de Emmer y de Saraceno (había llegado de Italia en la misma época de la mano de Techint) quienes iniciaron esta historia en 1971. “Había coincidido en el mismo edificio en Buenos Aires, pero antes también jugaron juntos al básquet en la Universidad de Milano. En San Luis armaron la sociedad La Reforma y  compraron el campo El Amparo, con una participación del 48% cada uno, el resto quedó para otro italiano de apellido Orsi”, cuenta.

 


Los hijos de Emmer, Saraceno y Orsi se denominaban a sí mismos “El Grupo de los Ocho”. Compartían los veraneos en Miramar, los juegos y las primeras salidas, aunque Emilio y Miguel corrían de atrás, porque eran los más chicos. “Fue una linda época, guardo los mejores recuerdos”, dice el actual tambero, papá de Luciano, Francisco (ya fallecido), Bruno y Eugenia, además de abuelo de siete nietos que son los protagonistas de todos los portarretratos de la casa de El Durazno.

 


Según Emmer, ninguno de los dos, ni su papá Alberto ni Egidio Saraceno, querían volver a Italia, algo que sus empresas les habían propuesto una vez que pasó lo peor de la post guerra europea. “Ni siquiera nos mandaron a nosotros y nuestros hermanos a una escuela italiana, siempre buscaron la integración con la Argentina”. La elección no fue fácil en el seno familiar. “Mi mamá quería una casa en el mar y mi papá en las sierras. Bueno, ganó él y armó su lugar de veraneo en  un terreno inicial de dos mil metros cuadrados donde está la casa actual, además compró las tierras de Nogolí a Gabriel Videla. Eso sí, recién se vino en 1984”, repasa Emilio.

 


En El Durazno ya había un tambo, una actividad que le gustaba a Emmer padre, mientras que a don Saraceno le atraía más la hacienda. Parecía lógica la inversión, pero en realidad, ninguno de los dos “sabía nada de nada, pero al menos Saraceno preguntaba”, según Emilio. Igual, como buenos tanos emprendedores, le dieron para adelante, incluso Emmer compró la sucesión de Lagos para ampliar la porción de campos y despuntar la agricultura.

 


Emilio recuerda claramente el día que llegó a San Luis y, vistas las circunstancias, no habría forma de olvidarlo: “Fue el 31 de diciembre de 1974, yo realmente llegué exiliado porque era de la Juventud Peronista. Perón nos había echado de la Plaza de Mayo y la Triple A andaba detrás de varios de nosotros”. Tenía ofertas de trabajo para irse a Bolivia, a Santa Cruz de la Sierra, y también a Neuquén, pero de San Luis recibió otras tres y optó por venirse a donde ya había invertido plata su padre, que recién llegaría una década después a radicarse.

 


“Ya estaba casado con Laura y tenía a mis hijos chicos, por lo que fue fundamental la ayuda de los  hermanos Picca para armar un laboratorio de control de calidad en SCAC y arrancar de cero. En el campo lo mismo, tuve que aprender todo. Por suerte me incorporé al grupo CREA y me sirvió muchísimo para conocer los secretos de esto, allí había gente de mucha calidad humana y profesional como Eduardo Vergés, Lito Giunta, Nano Pastor (que también tiene tambo), el hijo de Gabriel Videla, el Pelado Bruno y José Lorenzino”, dice Emmer, con un dejo de nostalgia en su mirada mansa.

 


De dos italianos de carácter volcánico como Egidio Saraceno y Alberto Emmer era esperable que surgieran peleas y diferencias. Por eso en 1976 llegó la división de La Reforma, aunque en la parte humana las familias siguieron unidas. “Los padres de Miguel nos apoyaron mucho”, reconoce Emilio, quien no pierde oportunidad de visitar a su amigo cuando se queda los fines de semana en El Durazno y es casi religioso compartir una copa de ‘noccello’ casero (un licor de nuez, que es la especialidad de nuestro entrevistado), un asado o un buen plato de pasta. Ya con hijos grandes, algunos de ellos viviendo en el exterior, es tiempo de compartir para ambos matrimonios, hablar de nietos, de técnicas de siembra, de bovinos y de tiempos pasados.

 


Emmer llegó a tener dos tambos y le vendían la leche a La Lila, pero los tiempos cambiaron y hoy apenas puede sostener uno. “El productor recibía el 50% del precio con el que la leche se vendía al público, hoy esa relación pasó al 25%”, argumenta como uno de los problemas más serios de la actividad. Además tiene un campo de cría en Nogolí y hace engorde con verdeo de invierno, que puede ser avena, trigo o centeno, más raciones energéticas en La Aída, un campo frente al club de polo de Estancia Grande.

 


Su papá no sólo tuvo diferencias con su amigo Saraceno, también con él. “Me echó, cansado de que yo quisiera indicarle algunas cosas que a mi parecer estaba haciendo mal. En ese momento armé el negocio de repuestos en el centro y, la verdad, recuperé un padre”, cuenta con una sonrisa cómplice.

 


Por entonces Emilio ya era un hombre con sobrados conocimientos gracias a su participación en CREA, donde la tecnología llegó primero que a otros rincones del campo. “Antes un rinde de 5.000 kilos de maíz era una fiesta, hoy te cortás las venas si no sacás menos de 8 o 10 mil kilos por hectárea”, reconoce quien en 1982 asegura haber sido “el primero que sembró soja en San Luis”. Dice que no era fácil. “La pulverización y el control del Sorgo de Alepo nos volvían locos, no había adelantos, la máquina iba delante del tractor, poníamos Round Up al tacho y lo mezclábamos con agua, y con una soga lo tirábamos a las plantas”.

 


Los recuerdos afloran y ya paran, parece transportado a los ’80, a los trabajos manuales, al arado y a la siembra en surco con escardillo, un apero de labranza que era una especie de azada pequeña con dos dientes curvos. “Había que esperar la primera lluvia para mover la tierra, sacar las malezas, sembrar y remover otra vez. Era un concepto más orgánico, había rotación, pastoreo controlado, cultivo de cobertura, trabajábamos para combatir la erosión con curvas de nivel”, asegura.

 


En 2010 llegó el momento de volver al campo, porque Alberto ya tenía 93 años y pocas fuerzas para seguir haciéndose cargo de todo. Hasta para un italiano imbatible llega un momento en el que se cansa. “Armé un plan de alquileres, una parte me la rentó Miguel (Saraceno) y también entregué el tambo. Mientras, hicimos la división con mis hermanos. Pero al año siguiente la gente que alquilaba el tambo se fue y acá estamos”, dice Emilio, otra vez en el ruedo con las ganas de siempre.

 


Hoy el tambo tiene 150 vacas en producción sobre un total de 200 y saca 4.500 litros por día en promedio, que van a parar a La Paulina. “Es un tambo ‘sui generis’, con rodeo de cría adaptado al suelo y al clima de San Luis. Un tambo tradicional tiene una estabilidad productiva todo el año, pero en esta provincia eso es caro porque faltan pasturas. Nosotros seguimos el ciclo natural de la vaca, con preñez en invierno para que estén cómodas en verano”.

 


Hacen recría de hembras para inseminar (con el sistema a tiempo fijo) y al ternero macho lo venden. En cuanto a la agricultura, todo lo que producen es para abastecer al tambo, más algunos excedentes que invierten en el crecimiento del establecimiento y en la comercialización para poder cerrar el círculo virtuoso. Son 750 hectáreas en secano que en la campaña gruesa rotan entre soja y maíz; y en invierno las dedican al trigo o bien a la alfalfa, vicia (el verdeo favorito de Saraceno) y moha. “El gran riesgo en esta zona es la piedra, pero igual hacemos trigo porque es bueno para el suelo”, dice convencido, para agregar que no descarta en el futuro “incorporar riego por pivote o subterráneo, lo que pasa es que es una inversión muy importante”.

 


Para llegar a este momento, los Emmer pasaron por varias etapas difíciles. Una de las peores fue un incendio en los ’80 que arrasó con todo el campo. “La naturaleza me dio una lección en ese entonces, porque como no nos quedó nada tuve que improvisar y salir de la zona de confort. Compramos heno, fui a buscar malta, que es un subproducto de la cervecería, traje burlanda, que se saca del etanol, y expeller de soja. Y resultó que tuvimos récord de producción”.

 


Hoy el alimento surge del picado que le hace la empresa Ikurriña, del que sacan entre 8 y 10 mil kilos de grano y otros 20 mil kilos de la planta entera, que guarda en silo para hacer la fermentación láctica adecuada. El agua para el tambo viene de un acueducto que va hasta Las Mondinas y también tiene una perforación. Sus campos se abastecen de los nuevos diques que hizo el Gobierno, Berta Vidal de Battini y La Estrechura, que están en Estancia Grande.

 


Al igual que su amigo Saraceno, cree en la eficiencia y la diversificación. “Somos pequeños productores, no podemos fallar porque los gastos se van a las nubes. Siempre estamos probando cosas nuevas, yo incluso hice avena”, reconoce Emmer, quien al igual que muchos colegas tuvo problemas con las intensas lluvias del otoño pasado. “Fue duro tener las vacas en el barro, sin piso, porque San Luis se distingue por la sanidad y eran condiciones complicadas. Además, la agricultura también se complicó, el maíz que tenía para vender el 20 de junio lo terminé de trillar el 10 de julio”.

 



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