12°SAN LUIS - Miércoles 01 de Mayo de 2024

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El renacer de una vieja casona

Por redacción
| 04 de febrero de 2017
2017. La vieja casa de Italia y el Corredor Vial Eva Perón, busca transformarse en un importante centro comercial que le dio un gran impulso a ese sector.

Es una casa que pareciera que está construida al revés de la propiedad, su frente mira a las vías del ferrocarril como si estuviera mirando pasar el progreso, a sus espaldas está el resto del terreno. Inmensa, larga, con dos salidas, una, a la avenida Italia y la otra a Marcelino Poblet.

 


Fue mandada a construir por  el militar Matías Laborda Ibarra entre 1913 y 1920, era en realidad, una casa quinta que no estaba lejos de la ciudad pero sí, en pleno campo.  

 


Siempre se destacó por ser una de las primeras casas quintas en contar con agua corriente en ese sector de la capital, elemento también provisto por un sistema de acequias, de las que aún se conservan huellas. Esto no sólo permitió el desarrollo de las tareas domésticas, sino también el riego de la quinta y de los jardines.

 


La casa tiene un estilo inglés, construida, tal vez, por profesionales ligados al ferrocarril. Sus paredes son de ladrillos, techos de dos aguas y cubiertos con chapas de zinc. En el interior, la casi totalidad de su estructura era de madera y las celosías metálicas mientras que los sanitarios y la grifería de los baños de fabricación inglesa.

 


Recuerdo que éramos un grupo de niños que nos gustaba jugar a la pelota de trapo, el trompo, la policía salvada, las bolitas, hacer volar los volantines (hoy barriletes), el hoyo pelota, y un montón de juegos más, sin olvidarme de las figuritas Starosta, juego que en menor medida lo podíamos hacer porque había que comprarlas. Teníamos miedo al “arrebato” de los más grandes y porque nuestros padres, muchas veces no tenían para comprar. Eran juegos de la época.

 


Pero había algo que todas las tardes queríamos hacer, era una sensación extraña, todos queríamos ir –sin decirlo- a la casa de doña Adela Mojica que estaba detrás de las vías del tren, yendo por la calle San Martín (hoy Francia), íbamos con la excusa de ver pasar el tren Blanco, el Cuyano o de algún tren de carga al que nos encantaba contar la cantidad de vagones. Mientras esperábamos que esto ocurriera, colocábamos sobre los rieles, tapitas de la Bidú Cola, de cerveza o de lo que encontráramos en la puertas de los bares del barrio para que, cuando pasara el tren las dejara “chapita”  para jugar a las tapaditas.

 


Llegar hasta ahí, era todo una aventura, los más grandes no nos permitían semejante “osadía”.  Pero todos estábamos armados de hondas o gomeras, decíamos que íbamos a cazar pajaritos. Para mis amigos: Mario,  José, Hugo, Roberto, Manuel, Coco, Marcos, “Patocho”, “El mudo” José, Jorge y yo, entre otros “pillos", ver la casa de cerca era impagable.

 


Nacidos en humildes casitas de adobe y piso de tierra ver eso, era otra cosa, un sueño: alta, con grandes ventanales, persianas de metal, con techos de chapa de zinc inclinados, parecía tenebrosa pero no lo era. Era nuestro miedo a que nos “pescaran” y nos ligáramos unos azotes de los dueños o un perro enojado nos sacara zumbando.

 


Así era la cuestión, había que ser valiente para enfrentar tamaña situación, teníamos 8 o 9 años y nos pasábamos horas en el lugar. Tal vez nuestras madres no sabían dónde estábamos pero era de imaginar; nos escapamos para poder ver de cerca la famosa casa del militar que vivía en Buenos Aires. Era como un mito infantil. Éramos una banda.

 


Nos quedábamos un buen rato sentados en el pasto cerca de una acequia, mirando esa imponente mole de ladrillos y de grandes ventanas haciendo volar nuestras inocentes mentes. La casa era distinta a todas, alejada de otras de adobe y ventanas chicas, casi imperceptibles, separadas por las vías.

 


Ese era mi barrio, todos los conocían por Rincón del Diablo, nunca se supo por qué, pero dicen que era muy oscuro y la calle San Martín, terminaba en las vías del tren, una calle sin salida y con dos bares en una cuadra: La Clema y doña Morales y un viejo almacén: don Gauna. El barrio no tenía luz y unas pocas casas tenían agua corriente, mientras que en la esquina de Martín de Loyola y San Martín funcionaba un “pico público” del cual todos nos proveíamos del vital elemento.

 


Nos gustaba mirar absortos esa mole, nos gustaba de verdad y en nuestras mentes, siempre estaba el sueño de conocerla por dentro, pero era casi una quimera, un sueño casi imposible dada nuestra condición de chicos de barrio, y de “aventureros”. Los de la casa seguramente nos miraban con cierto recelo o era nuestra imaginación.

 


La casa, a nuestros ojos era gigantesca, estaba ubicada en un ángulo del terreno que tenía salida por la avenida Italia y por Marcelino Poblet, se veían a simple vista, grandes jardines con flores de diversos colores y tamaños, que daban a la avenida, parrales, viñas, variedad de plantas frutales y una huerta a lo que a nuestro entender, no le faltaba nada, todo prolijo, cuidado, regado y con senderos bien delineados.

 


Lo que siempre nos llamó la atención era que –salvo en el verano- muy pocas veces veíamos niños para hacernos de amigos, jugar y de paso ingresar a la casa, sí personas mayores sentadas en cómodos sillones, alguna que otra bicicleta y esas cosas así. No más.

 


Con el correr de los años, me fui enterando que doña Mojica de Borraja, era la dueña de muchos terrenos en los alrededores, y que era una mujer muy solidaria. Unos de mis amigos al que quiero como un hermano, me sabía contar que su madre, doña Elodia era empleada doméstica de esa casa y con el correr de los años, ella la premió donándole un terreno para que construyera su propia casa en agradecimiento por su trabajo. 

 


Cuenta la historia que José Laborda Ibarra decía: “A la casa la hicieron mirando al sur a propósito. Si la ponían hacia el norte ¿qué se veía? Nada. Porque después de la callecita era monte, ese monte bajito de piquillín, de espinillos, de algarrobo, no era selva... Era natural todo, no se había explotado nada de nada. Los otros potreros, pasando los rieles frente a la casa estaban sembrados con maíz, alfalfa, seguramente para el alimento de caballos o de vacas”.

 


“Al otro lado sería mirar al monte,  mirar a la nada. Mientras que acá por lo menos miraba algo  que tenía, que era el ferrocarril que pasaba, o miraba para el lado de la ciudad”. “Tal vez se verían las torres de la Iglesia Matriz... A lo mejor, las luces de la ciudad de noche porque muchas veces uno caminaba por el terraplén y era alto para ver desde allí la ciudad”.

 


Justa Calderón de Luna Vidal tiene 81 años y fue la última propietaria de la vieja casona del barrio Francia, sigue mirando el progreso sanluiseño pero de otra óptica, hoy por su frente pasa el corredor vial Eva Perón  y es parte de un centro comercial que comprende un snack bar, un lavadero y próximamente tendrá una estación de GNC.

 


Doña Justa tiene tres hijos, Rodolfo (Fito), Juan Carlos y Jorge Daniel. Vivió casi toda su vida en Buenos Aires, pero hoy es una vecina más del barrio Jardín San Luis de la capital puntana.

 


“Esa casona fue una bendición de Dios, en esa casa pasé los mejores años de mi vida, mi infancia, mi adolescencia y cuando me casé vi crecer a mis hijos. Llegué a ser dueña de esa casa porque Dios, puso en mi camino a doña Adela Mojica de Borraja. Y no tengo empacho en decir, cómo nace esta historia. Mi familia era muy pobre y nuestro padre, que murió en un accidente en Los Puquios el día de la votación de la primera elección de Perón, nunca quiso reconocernos como tal, por eso llevamos el apellido de nuestra madre, Calderón. Vivíamos en Almirante Brown y Rivadavia, hoy Estado de Israel, que en realidad era un conventillo.  Uno de mis hermanos, Teófilo, le decíamos “Tofo”, salía a hacer los mandados o changas hasta que un día lo vio doña Adela, la  dueña de la casona,  ella se interesó saber de dónde venía ese chico. Éramos pobres pero  siempre estábamos bien limpios, dice con orgullo.

 


Doña Adela había contraído matrimonio con un teniente coronel del Ejército Argentino de  apellido Borraja, pero enviudó al año de casarse y no tuvieron hijos. La mujer, llegó a San Luis, con su hermana María Mercedes Mojica, una destacada docente que falleció muy joven producto de una enfermedad contraída en Entre Ríos.

 


“Al ocurrir eso en 1950, doña Adela habló con mi madre biológica y me pidió para que viviera con ella, prometiendo que me cuidaría como la hija que no había podido tener, en realidad siempre iba a esa casa pero de visita, me gustaba estar con ella y la entretenía”, señala con humildad.

 


“Y así fue, al año ya estábamos radicados en Buenos Aires donde me crié, estudié, me casé con Jorge Aristóbulo Luna Vidal y tuve mis hijos. Todos los años veníamos a San Luis a pasar el verano  en esa casona llena de tantos buenos recuerdos. En 1970 falleció mi madre Adela, y fui su única heredera, por eso digo siempre que fue una bendición de Dios”, detalla con nostalgia.

 


A esta altura de la charla interceden sus hijos Fito y Juan Carlos quienes aportan datos de la infancia que vivieron. “Cuando veníamos de Buenos Aires, con mis  padres, nos esperaban nuestros amigos, para pasar las vacaciones, recuerdo a chicos como Gustavo ‘El hormiga’ Gutiérrez, Luis Quevedo, ‘El Lechona’ Miranda, ‘El Mosquito’ Daniel, y un montón de niños del barrio Francia con los cuales hicimos nuestra canchita que después se llamó 'La canchita del barrio Francia", .

 


Recuerdan que por su casa pasaron importantes vecinos integ-rantes de la familia Abdala, el escribano Grillo el ex intendente José María Porrini o el comisario Adaro que invitados por sus padres concurrían a encuentros familiares, mis padres siempre ayudaron a los chicos del barrio”.

 


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