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Juan Jorba se enlazó a la tradición y la yerra resiste

Cientos de personas se congregaron para presenciar una antigua costumbre del campo, que de a poco empieza a desaparecer. Pialadas, asado y guitarras, en una sola jornada.

Por Juan Luna
| 26 de mayo de 2019

Ni una buena campera ni un poncho eran abrigos suficientes para calmar el intenso frío que se había apoderado del establecimiento "La Emilia", un coqueto campo de 1.200 hectáreas que se levanta a cuatro kilómetros de la localidad de Juan Jorba.

 

Pero las cientos de personas que fueron colmando el lugar desde el alba hasta el mediodía encontraron diferentes soluciones para calentar el cuerpo. Algunos optaron por un trago, aunque no fueran más de las diez de la mañana. Otros, en cambio, se pararon bien cerquita del disco, para que les llegara algo del calor codiciado del fuego.

 

Pero adentro del corral, de mangas cortas o apenas con un buzo, los paisanos se mantuvieron ajenos a la baja sensación térmica. Tirando el lazo y trabajando con la hacienda, levantaron la temperatura.

 

El sábado pasado, la estancia del abogado villamercedino Miguel Ángel Martínez Petrica volvió a abrir sus tranqueras para su tradicional yerra, una jornada bien campera que se repite desde hace casi 20 años y que ayuda a convertir un día de trabajo en una fiesta con todos los condimentos del campo.

 

Y si bien la costumbre de a poco empieza a desaparecer en la región, reemplazada por otros sistemas de castración de terneros o por planteos de engorde de los machos enteros, todavía quedan algunos reductos donde la actividad sobrevive. "No me preguntes cómo se arma ésto, porque no lo sé. Pero de alguna forma se enteran, se avisan y se autoconvocan", contó el dueño de casa, más conocido por su peculiar sobrenombre de 'Taqueta'. Fueron unos  40 los hombres, entre adolescentes y adultos entrados en años, que se congregaron alrededor de un corral apenas el día mostró sus primeras luces.

 

Cada uno llegó con su lazo preparado, con el nudo hecho a gusto y a la medida justa del cuerpo y la estatura del gaucho. Boina en la cabeza, pañuelo al cuello, facón en la cintura, la vestimenta parece casi un uniforme obligado pero tampoco hay restricciones para quien va con su ropa más modesta.

 

La mayoría había llegado desde Juan Jorba, pero había algunos que tuvieron que recorrer unos pocos kilómetros más con el solo fin de pialar algunos terneros.

 

"Nosotros vamos adonde nos inviten. Muchas veces nos toca en campos cercanos pero si no viajamos a otras provincias, como Córdoba o La Pampa", reveló Julio Aguilera, quien llegó desde Villa Mercedes con su hijo homónimo y dos sobrinos.

 

La costumbre dicta que cada vez que llega el tiempo de castrar a los terneros que no se destinarán a reproductores, es decir que no llegarán a ser toros, los dueños o encargados de los establecimientos convocan a otros hombres a colaborar con el trabajo.

 

Hay una cuestión de honor que prevalece en este tipo de acontecimientos: el invitado siente la convocatoria como un elogio, y el anfitrión toma como una honra que la gente visite su campo, por eso retribuye el gesto con una buena comida, abundante bebida y música a tono con la ocasión.

 

Miguel Cruceño no dudó a la hora de asistir a dar una mano a Juan Bruno Giordano, el administrador de la estancia. "Siempre es lindo que te acepte la persona, venir y darle las gracias porque todos los años te convoca. Por supuesto que uno tiene que quedar bien, hacer bien el trabajo y que no haya ningún problema con los animales, con las castraciones ni nada", dijo.

 

La mayoría de los hombres mayores que estaban en el corral tienen una historia similar. Nacieron en zonas rurales y el lazo fue el juguete de sus infancias. Cruceño, por ejemplo, es de Juan Jorba y tiene 60 años. Era muy "chiquitito" cuando empezó a tratar de acertarle a las manos de los terneros para pialarlos. "Es cuestión de que tengas a alguien que te enseñe, porque tampoco es agarrar y ya te sale. Requiere práctica, pero cuando alguien te enseña, es mucho más fácil", admitió.

 

Por eso, mientras los más grandes trabajaban, los niños andaban a las correteadas por el campo, intentando imitar los movimientos de sus padres y, sin saberlo, estirándole la vida a una tradición que seguramente continuarán cuando crezcan.

 

"Es hermoso ver cómo los chicos se entusiasman y la energía que tienen. Se mueven de una punta hasta la otra rapidísimo, a uno que está viejo ya le cuesta mucho más", reflexionó el hombre con la sonrisa ancha.

 

Los gauchos que disfrutan de la yerra se invitan y difunden la fecha de boca en boca. Recorren toda la provincia para tirar el lazo.

 

Aguilera también ya cuenta varias canas entre sus cabellos, pero a sus 65 años lo moviliza acompañar a los más jóvenes. "Yo empecé de chico, tiraba con mi viejo, con mis hermanos. Entonces ahora ya no me da tanto el cuerpo. Pero sigo y tengo las nuevas generaciones que me acompañan. A ellos les gusta y lo disfrutan", expresó.

 

La de "La Emilia" fue la cuarta yerra a la que asistió este año junto con su equipo. Y si bien está contento de tener varias invitaciones, reconoció que la tradición de a poco empieza a extinguirse. "Siempre se habla sobre el trato a los animales, pero estos terneros sufren menos si se los piala que trabajando con volteadores o con los elásticos que se usan ahora. A mí me gusta la tradición, es un día para encontrarse con amigos, disfrutar y para no olvidar las costumbres de los viejos de antes", resaltó.

 

"Cada vez se va viendo menos, pero ojalá que no se corten nunca estas costumbres, porque son muy lindas, venimos a dar una mano con el trabajo y la pasamos muy bien", coincidió César Villegas, otro hombre de Juan Jorba que ya alcanzó el umbral de los cincuenta años.

 

Pialar, manear, marcar

 

Fueron unos 110 terneros los que habían dispuesto para castrar en la jornada. Bien temprano en la mañana, los pusieron en la manga y los fueron largando al interior del corral para que los pudieron amarrar, capar y marcar con la señal del campo.

 

Para hacerlo, los hombres se dividieron en cuadrillas de cuatro integrantes cada una. Algunos ya fueron con equipos armados, mientras otros saben que encontrarán en el lugar a compañeros circunstanciales para formar yuntas. "Siempre uno se encuentra con algún amigo, muchos somos del pueblo y ya nos conocemos todos", agregó Villegas.

 

La tarea de pialar consiste en lograr detener al animal sujetándolo con el lazo por sus patas delanteras. Esa soga está atada de tal forma que forma un lazo que se ajusta cuando alcanzó su objetivo.

 

Para acertar al ternero que avanza a toda velocidad por el corral, hay que calcular el instante justo para lanzar. Cuando el tiro es efectivo, el pialador debe calzar la soga a la altura de la cintura e inclinar su cuerpo para hacerle contrapeso a la fuerza del animal que intenta escapar.

 

Una vez que el bovino cae, los otros corren para manearlo, es decir atarle las manos para que no pueda caminar. Cuando logran sujetar a tres, realizan el capado con un cuchillo y aplican la marca con un hierro caliente. Recién ahí el animal es desatado y liberado para volver a correr tranquilo por el campo.

 

En el establecimiento cercano a Juan Jorba, las cuadrillas se turnaban en lapsos de aproximadamente media hora para hacer el trabajo. "Influyen muchas cosas, cómo estás parado, como hacés el tiro. A veces invertís menos tiempo y lo agarrás ahí nomás, por ahí demorás un poco más", reconoció Villegas.

 

Cada lanzamiento fue observado con atención por las personas que se acercaron a disfrutar de la yerra, pero sin tener que trabajar.

 

Como si fueran las tribunas de un estadio, alrededor del corral se fueron amontonando los invitados, que en algunos casos sacaron sus mates y, en otros, llenaron sus vasos.

 

El primer gran bocadillo llegó ahí mismo, cuando del disco caliente salieron empanadas fritas que se llevaron todos los elogios y que desaparecieron rápidamente entre las manos de los comensales.

 

Mientras tanto, Antonio Alaniz seguía firme junto a la parrilla en la que preparaba una vaquillona para el almuerzo, que le demandó trece horas para terminar de asar. "Arranqué a las tres de la mañana, y la noche estuvo brava. Hubo mucho viento y llovizna", contó. De todos modos, el resultado fue excelente y estuvo bien acompañado por amigos y con una guitarra para apaciguar la espera.

 

Producción y tradición

 

El campo de Martínez Petrica es uno de los que se ha vuelto conocido por mantener vigente una costumbre que se inició allá por el 2000. Porque además de ser un día de fiesta para los amantes del campo, también lo es para el círculo familiar y social del anfitrión, que por provenir del mundo de las leyes y también de los medios de comunicación (es propietario de una radio), es bastante grande.

 

"En todo este tiempo hemos adquirido una experiencia en la organización,  pero aún así nos lleva mucho tiempo y hasta un poco nos desacomoda de otras actividades. Pero son las prioridades que nos damos, que pasan por la satisfacción. Creo que mantener la identidad, los valores fundacionales, la cultura de una comunidad es algo que siempre debe tratar de preservarse", explicó, en una pequeña charla con la revista El Campo mientras recibía desde uno y otro extremo a sus invitados.

 

El hombre nació en el barrio Estación de Villa Mercedes hace 65 años e hizo de la abogacía su profesión y su principal medio de vida. A fines de la década de 1980 adquirió las tierras como una apuesta económica que surgió "casi de casualidad", según él mismo contó.

 

Desde entonces, "fuimos aprendiendo todo, desde abrir la tranquera hasta obtener una acumulación de experiencia de más de treinta años que nos ha llevado a tener un emprendimiento familiar, en el que buscamos darle la mayor performance de eficiencia y calidad a lo que hacemos", definió.

 

Las limitaciones, aclaró, "son las que tiene toda empresa agropecuaria, que son las que imponen la tierra y el ambiente". Como campo mixto, sus principales explotaciones son la agricultura y la ganadería, dos rubros que conviven perfectamente bien en una superficie que combina lotes para los cultivos de soja, maíz y girasol, con otras zonas de monte, "que nos encargamos de preservar", resaltó.

 

Rodeado por los brazos del río La Guardia, el establecimiento le permite a los dueños realizar ambas actividades sin que ninguna afecte a la otra. Al contrario, un buen porcentaje de los granos que cosechan los convierten en alimento para la hacienda.

 

En el aspecto ganadero, realizan un planteo de cría con sus propios toros, y también cuentan con un feedlot para darle una terminación a la invernada y venderla al mercado. En total, tienen un plantel que ronda los 1.200 animales.

 

Los corrales tienen una capacidad para engordar entre 600 y 700 vacunos simultáneamente, pero Martínez Petrica apuesta a crecer más. Por eso, están construyendo nuevos compartimentos con mejores instalaciones, como comederos de material y tranqueras de hierro, además de una mejor pendiente, entre otros aspectos.

 

"Siempre tengo la mirada de que la visión pionera de un empresario es la que permite poner en valor las condiciones naturales de la zona. Villa Mercedes fue un eje de desarrollo muy importante entre los '60 y los '70 con 'La Morocha'. La necesidad que tiene el mundo de carne, exige la asociatividad de los pequeños productores, pero hay un problema cultural que nos separa. La carne que voy a comprar a los supermercados, a lo mejor viene de alguno de estos campos. Tenemos todas las condiciones para ser los verdaderos protagonistas de un polo de desarrollo exportador desde lo cárnico. Si se pudo hacer en los '70, ¿por qué no ahora? Ese sería mi sueño", analizó el dueño de las tierras.

 

Pero más allá de esa visión empresarial, el abogado le da un valor especial a las costumbres que hay en el campo. "Me están queriendo convencer que desarrollar el proceso de terminación de un animal para el consumo entero es más beneficioso desde el tiempo en que se logra el kilaje necesario", admitió.

 

Es que, efectivamente, las recomendaciones de los especialistas hablan de descartar el sistema tradicional de capado para pasar a otros sistemas más eficientes, más económicos, buenos desde el punto de vista sanitario y pensados para el bienestar animal.

 

"Pero se pierde todo el sesgo cultural que tiene todo ésto", se quejó 'Taqueta'. Porque aunque admite que a nivel económico continuar realizando la yerra no es conveniente, repetir todos los años este acontecimiento tiene un valor que no se mide en pesos. No es difícil imaginar la magnitud del gasto que debe afrontar, si se piensa en la cantidad de comida y bebida que ofrece, más el servicio de catering, los equipos de sonido y los músicos para contentar a cientos de personas.

 

Sin embargo, insistió: "En estas fechas me visitan amigos de la infancia que se han desarrollado en otros lados y viajan para estar, más las familias, parientes, conocidos. Tiene todo un valor que no es precisamente económico, enseñarles a los chicos a andar a caballo, verlos arriba de un sulky, las destrezas criollas de los niños que están mirando curiosos, es una manera de preservar la identidad", sostuvo.

 

Cae la tarde

 

Al mediodía, los paisanos ya habían terminado de capar toda la hacienda, y los comensales se ubicaron en las mesas que estaban dispuestas adentro de la casa del anfitrión. Al suculento almuerzo le siguieron los acordes de las primeras tonadas. Una gran cantidad de conjuntos musicales, en su totalidad folclóricos, se turnaron para deleitar a los invitados y agasajar a los dueños del campo con sus cogollos.

 

A las canciones más conocidas del repertorio cuyano les sucedieron los acordeones de una bailanta chamamecera que puso a mover el cuerpo a los invitados.

 

Afuera, los niños aprovecharon que el sol ya había entibiado la tarde para andar a caballo o jugar al fútbol.

 

En otro rincón del campo, se armó una partida de taba y corrieron las pequeñas apuestas (no pasaban los cien pesos) para adivinar si el hueso caía "a la buena" o "a la mala".

 

Cuando la tarde bajó el telón, nadie tenía intenciones de irse a su casa o volver al ruido ensordecedor de la ciudad. El fuego volvió a encenderse y comenzaron los preparativos para la cena, donde otros platos criollos deleitaron a los que se quedaron en el campo hasta que la noche no dejó otra opción que decir adiós.

 

 

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