23°SAN LUIS - Jueves 25 de Abril de 2024

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El campo y la sociedad, un matrimonio sin amor

La vuelta del kirchnerismo al poder y el hecho de que una de sus primeras medidas haya sido imponer un aumento en los derechos de exportación, las mal llamadas “retenciones” que en realidad son un impuesto distorsivo a la producción, reavivó una pregunta: ¿el campo es la salvación del país porque es el único que ingresa dólares genuinos o una mala palabra para buena parte de la población urbana que viene consumiendo esa teoría según la cual el sector es un conglomerado de ricos que andan en camioneta, cuentan las hectáreas de a miles, corren a rebencazos a los veganos en Palermo y tienen una voracidad a toda prueba?

 

Ni una, ni la otra. Es cierto que hoy el campo es el principal ingresante de divisas para unas arcas exhaustas. Basta un dato: la Cámara de la Industria Aceitera y el Centro Exportador de Cereales abarcan el 45% de las ventas argentinas al exterior, metiendo en la misma bolsa para cerrar la ecuación a la siderurgia, los automóviles y la industria en general.

 

Los críticos dirán que se exporta mucha producción primaria, granos sin valor agregado, poroto de soja en lugar de harina o aceite, como en la época de la colonia. Cierto también que falta un mayor grado de industrialización, fruto también de la ausencia de inversiones estatales en los puertos y terminales cerealeras, en caminos, vías férreas e infraestructura general.

 

Pero al menos es un sector pujante, que apuesta a ganador, que es resiliente como ninguno porque no es fácil tener de socio al Estado, que siempre pasa por ventanilla cuando hay ganancias y se borra cuando el clima dicta el pulso con sequías e inundaciones. No es casual que es al primero al que echan mano todos los gobiernos para tapar los agujeros de una política fiscal siempre deficiente.

 

Ahora, de ninguna manera el campo es el conglomerado de ricos que la pasada gestión de Cristina Fernández le quiso vender a la población argentina durante el conflicto por la Resolución 125. Oh casualidad, fue cuando se comenzó a hablar de las retenciones y la soja pasó a ser un “yuyo” mal visto que solo comen los chinos.

 

El campo es Grobocopatel con los pooles de soja y los que pagan la cuota de la Sociedad Rural, pero también lo son los pequeños y esforzados productores de todo el interior que se levantan todos los días a las cuatro de la mañana y se suben al tractor (hoy con GPS y aire acondicionado por suerte) para transitar los lotes, luchar contra las malezas y romperse la cabeza para congeniar costos en dólares y cobros en pesos. Y encima ahora con el desdoblamiento cambiario deben pagar un billete a $82 y cuando reciben el fruto de sus cosechas, se los cotizan a $63.

 

Pero el problema del campo es otro: no se sabe “vender”, no tiene un discurso unificado, con el marketing suficiente que muestre esta realidad. Sin dudas la Mesa de Enlace hace su parte, pero es insuficiente, no tiene ideas innovadoras, no le alcanza con el discurso que desplegó hasta ahora para plantarse de igual a igual con los demás sectores que pujan por la torta distributiva. Y entonces el campo pierde. En la repartija y en la imagen lo hacen quedar como avaro, poco “solidario”, acaparador de los alimentos. Cuando en realidad es el que más aporta a una economía siempre en crisis.

 

El tractorazo para llamar la atención tiene un efecto limitado, lo que se necesitan son acciones que acerquen el campo a la sociedad, sobre todo en las grandes urbes. Porque una provincia como San Luis lo tiene incorporado a la vida de todos los días, pero en La Matanza, el Gran Córdoba o en los barrios del sur empobrecido de la Ciudad de Buenos Aires es un enemigo a combatir. Lo imaginan, fruto de la nefasta propaganda estatal entre 2007 y 2015, un monstruo que solo busca ganancias, disfruta de las finales de polo en Palermo y colecciona estancias y vehículos 4x4.

 

No saben, ni les interesa saber, que el campo es también Mario Guerra, un productor de Donovan que la lucha día a día para tener una cosecha digna y trabaja mancomunado con sus vecinos para mantener el silo comunitario en condiciones. O Delia Murúa, que desde que se quedó viuda tomó a su cargo la fábrica de chacinados de la familia, les dio educación a sus tres hijos y ahora pudo poner un pequeño local que da a la ruta en Cortaderas para vender su producción.

 

El campo es la Feria de Pequeños Productores que alienta el Gobierno de San Luis, los tambos entrerrianos a los que La Serenísima les paga migajas para llevarse la misma leche que luego está a $60 en el supermercado, los caprineros riojanos, los aceituneros catamarqueños, los tabacaleros salteños y los productores vitivinícolas mendocinos que perdieron mercados para la uva de mesa y no pueden competir con las grandes inversiones extranjeras que llegaron a las bodegas turísticas que colocan sus vinos Premium en Nueva York y París.

 

A todos ellos les cobran derechos de exportación y tienen que competir con países que no solo no les sacan plata a sus productores, sino que también los apoyan con leyes a medida como la Bill Farm estadounidense, subsidios, coberturas a futuro y seguros multirriesgo, entre otras políticas de largo plazo que en la Argentina son parte del pasado.

 

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