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Hundimiento del ARA "General Belgrano": "Nos sacó Dios"

José Ojeda evocó el ataque y la travesía posterior, de 39 horas, en una balsa, con sensación térmica de 20º bajo cero.

Por redacción
| 02 de mayo de 2020
El barco y el marino. José Ojeda tiene una réplica del crucero. Navegó en "El Belgrano" desde principios de 1981.

"Yo iba por dentro del buque, a tomar la guardia en la máquina de popa. El primer impacto me tiró al piso. Ese fue el que más muertes causó, el más letal. Me levanté y seguí caminando, cuando sentí el segundo impacto”, que le arrancó quince metros a la proa. La memoria y las retinas de José Domingo Ojeda guardan cada detalle del ataque al crucero ARA "General Belgrano”, torpedeado por el submarino “HMS Conqueror” de la Armada británica, la tarde del 2 de mayo de 1982, durante la guerra por las Islas Malvinas.

 


José fue afortunado. El primer torpedo impactó en la sala de máquinas hacia la cual se encaminaba, después de un breve descanso que les habían concedido para reponer energías, porque ya les habían asignado puestos de combate. Y el suyo estaba en la maquinaria que voló en pedazos.
Salió sin un rasguño del buque. Vestido solo con camisa de Grafa, pantalón y un chaleco salvavidas, debió soportar la hipotermia que sufrió durante las 39 horas siguientes, junto a 15 compañeros en una balsa inflable, en los 20 grados bajo cero de sensación térmica en el A-tlántico Sur, vomitando en un jarro y friccionando con orina a un camarada al que se le habían congelado los riñones. También sobrevivió a eso. Otros no tuvieron esa suerte. De los 1.093 hombres embarcados en el crucero, 323 murieron en el ataque. Ocho de ellos eran puntanos.

 


En esas cifras está expresada la magnitud del ataque al ARA "General Belgrano”. En total, durante los 74 días que duró el conflicto iniciado justo un mes antes, el 2 de abril, y finalizado el 14 de junio del mismo año, murieron 649 argentinos. Otros perecieron después: se suicidaron devastados por el trauma de la guerra y por la falta de contención que experimentaron al volver al continente.
Hoy, cuando se cumplen 38 años del hundimiento, José Ojeda no puede salir de su casa, porque su DNI termina en número par. Por eso ayer, que podía salir, fue hasta el monumento en la plazoleta ARA General Belgrano, en la avenida Juan Gilberto Funes e Ituzaingó, a depositar una corona en homenaje a sus compañeros caídos.

 


José, que había hecho la carrera de suboficial en la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA), era cabo primero maquinista, a principios de 1981, cuando lo destinaron al crucero. En 1978, para cuando Argentina estuvo a punto de irse a las armas con Chile, por la soberanía de las islas del Canal de Beagle, lo habían destinado a Ushuaia y recorrió la zona del conflicto con el país vecino. Por lo tanto, cuando estalló la Guerra de Malvinas, ya sabía lo que era el clima helado del sur.
Como estaba en reparaciones, el crucero recién zarpó el 16 de abril de 1982 de la Base Naval Puerto Belgrano, en el sur de la provincia de Buenos Aires, hacia la zona del enfrentamiento con las fuerzas británicas. El 19 de se reunió con los destructores “Piedrabuena” y “Bouchard”, con los que formaba grupo de tareas. Horas antes del ataque, el submarino inglés los detectó y empezó a seguirlos. Hasta que el comandante Chris Wreford Brow recibió la orden que había dado en Londres la primera ministra Margaret Thatcher: “Hundan al 'Belgrano'”.

 


Pasaban dos minutos de las cuatro de la tarde. “El primer torpedo levantó toda la cubierta, como si levantara, dos, tres pisos para arriba. Es el que causó tantas bajas y, lógicamente, en la máquina mía, de mis compañeros no salió ninguno, todos los que estaban en ese turno murieron. Si yo hubiese llegado a mi máquina hubiera caído en el vacío, veinte, treinta metros entre los hierros”, cuenta Ojeda.
El barco “quedó inerte”, recuerda. A oscuras. “Ni con la linterna se veía nada. Y se escuchaba el crujido y unos gritos, ruidos, bueno, propio de lo que son las miserias de la guerra”. José omite los detalles.
Él volvió hacia el sollado, los dormitorios, donde se encontró con compañeros que en la oscuridad buscaban el salvavidas que habían dejado al lado de la cama para descansar. Algunos saltaron al mar helado en calzoncillos, bañados de petróleo, porque el impacto había hecho estallar los depósitos.

 

 

Al pasar vio a un grupo tratando de hacer arrancar un generador para restablecer la energía. Pero no pudieron. Fue tal la cantidad de agua que entraba que “el buque se escoró muy rápido”. Escorar es ladearse, empezar a hundirse de costado. En este caso, fue hacia babor, la izquierda. “Cuando hacíamos la supervivencia en el mar, esas prácticas, calculábamos que por el tamaño el buque podía tardar dos horas en hundirse. Pero duró 45 minutos. Es decir que lo que decíamos que teníamos que hacer en dos horas lo hicimos en 45 minutos”, recuerda.

 

 

 


La gravedad de los daños al buque obligó al comandante, Héctor Bonzo, a ordenar el abandono de la nave.

 


Arrojaron las balsas al mar. Y un cabo, una soga de nailon que las sujeta a la zona de la cubierta donde están los cañones, activa un mecanismo que las infla y las saca a flote. “El problema que tuvimos es que la teoría decía que hay que desembarcar del lado contrario del que se está hundiendo. Como se estaba hundiendo para babor, esta parte, la de estribor, había quedado sumamente alta”, relata el sobreviviente, indicando el costado derecho de una maqueta del crucero que tiene dentro de una vitrina, en la sala de su casa. “Entonces, hubo quien tiró balsas acá, del lado derecho, y se fueron para abajo del buque. Entonces no se tiraron más para acá, porque eran balsas perdidas. Y los que se tiraron de este lado también se perdieron”.

 


Decidieron evacuar la nave por el costado donde se estaba hundiendo.

 


Algunos que habían trepado a un gomón con motor fuera de borda remolcaron varias balsas hasta alejarlas del crucero, para que el hundimiento no las arrastrara tras él. Hasta que una falla en el motor les impidió seguir haciéndolo. “Quedamos un montón de balsas ahí al costado del buque. Y se iba hundiendo”, recuerda el cabo primero retirado.
“El viento y la marejada no me dejaban separar la balsa. Nos íbamos agarrando del costado del buque, nos íbamos corriendo de a poquito; esas balsas tienen unos remos cortitos, no nos servían en ese momento, dábamos una palada en el agua y la segunda en el aire, porque la balsa bajaba o subía”.

 


Todo atentaba contra la ansiedad por ponerse a salvo: “Al haber arrancado el segundo torpedo esos 15 metros de la proa, quedaron los hierros y las chapas de punta, nuestra balsa se incrustó en los hierros y se reventó. Caímos al agua”. Veinte hombres caben en cada balsa. La que se pinchó estaba completa.

 


“Tenía el salvavidas puesto, semiinflado, me voy abajo del agua y salgo. En minutos ya estaba entumecido”. Debajo de la prenda de supervivencia solo tenía una camisa liviana porque el atentado lo sorprendió camino a la máquina de vapor, donde hacía mucho calor y solían trabajar arremangados.

 

 


Los ocupantes de otra balsa que tampoco lograba alejarse del crucero los levantaron y terminaron 36 hombres en una sola, hasta que encontraron otra que se había inflado, pero estaba vacía. Dieciséis se pasaron a esa. “Somos los 16 a los que rescataron casi 40 horas después”, dice José Ojeda.

 


El barco no arrastró consigo ninguna de las barcazas inflables en su último desplazamiento, esta vez hacia el fondo del Atlántico Sur.

 

 

A la deriva
A las siete u ocho de la noche “el mar estaba imposible, teníamos olas de 6, 7 metros, y el viento de 80, 90 kilómetros. Y a la noche llegó a diez metros de olas y cien kilómetros de viento —recuerda José—. Entonces, ¿qué hicimos? A todas las bolsas que habíamos juntado las habíamos atado, para que no se desparramaran. Pero tuvimos que cortar los cabos y soltarlas a todas, porque corríamos el riesgo que el nailon de las sogas nos rompiera las balsas, porque una subía, otra bajaba, una tiraba para un lado, la otra para otro”.

 


En las balsas había elementos de supervivencia, como caramelos, suero y pastillas para desalinizar el agua. Apenas se ponían un caramelo en la boca empezaban a vomitar por los sacudones de la lancha, que era techada y tenía dos aberturas a modo de puertas en los extremos. Las abrían cuando necesitaban arrojar al mar el vómito o la orina que iban vertiendo en un jarro de un litro. También usaban el envase para sacar el agua que inundaba la barcaza.

 


En ocasiones abrían para que entrara un poco de aire, porque en algún momento empezaron a agitarse y se dieron cuenta de que era por falta de oxígeno. También abrieron varias veces para que uno de ellos, un muchacho entrerriano, sacara la cabeza y tomara aire. No podía orinar porque “se le habían congelado los riñones”. Sus compañeros orinaban en una remera o un abrigo y usaban su tibieza para friccionarlo en la espalda.

 


Estaban asustados. Alguno se asomó por la ventanilla y puteó a Dios y a todos los santos. “No, chamigo, no lo insultés al santito, que es el único que nos puede salvar”, le pidió otro, un correntino. “El que diga que no tiene miedo está loco, todos teníamos miedo. Que no lo expresemos o no lo demostremos no quiere decir que no lo teníamos. Porque en cualquier momento se daba vuelta la balsa o se reventaba. Son mil cosas. Estás a la deriva y esperando”, dice José.
A veces la lancha subía y bajaba como por un tobogán que hacían las olas. Ellos debían hacer fuerza y mantener bien repartido el peso para que no la volcara.

 


Un oficial recién egresado encontró elementos de pesca en la balsa e intentó armar un equipo para ver si podía obtener algo con qué alimentarse. En seguida, sus compañeros de odisea, casi todos subordinados suyos, le dijeron “que se dejara de jorobar”.

 


En otras balsas, alrededor de seis hombres murieron congelados. José Ojeda dice que “casi 40 horas después” del hundimiento su lancha fue rescatada por el aviso-remolcador ARA "Francisco de Gurruchaga”.
Aunque no sufrió ninguna secuela física, “ni siquiera un resfriado”, José comprendió bien pronto que debía ponerle fin a su servicio activo como marino: “El estrés postraumático, después, con los años, te va produciendo un montón de cosas, las pesadillas, las cosas que te vienen a la cabeza, eso me hizo abandonar la carrera”, dice.
Sin embargo, cuando explica cuestiones de la Marina habla en presente, y dice “nosotros”. Sigue siendo un hombre de la Armada Argentina. Además, es obvio que el recuerdo del hundimiento y la odisea posterior lo van a acompañar siempre. “Muchas veces te preguntan, ‘¿cómo hiciste para salir de ahí?’. Y, únicamente Dios nos sacó a nosotros”, afirma, con gesto de estar convencido de lo que dice.

 

 

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