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Bolsonaro y las peligrosas divisiones

Por redacción
| 05 de junio de 2020

El presidente de Brasil Jair Bolsonaro es un dilema difícil de prever para cualquier analista de política internacional, y persiste en la división de su sociedad en pos de mantener su poder. Acaba de afirmar que tiene al pueblo, Dios y las Fuerzas Armadas a su lado, pero quiere armar la población para “impedir dictaduras”.

 

Los generales que componen su gobierno y los comandantes de las instituciones militares parecen tolerar esas afirmaciones aunque sean dichas como amenazas autoritarias. Ello siembra incertidumbres sobre la posibilidad de un autogolpe de Estado con participación castrense.

 

De hecho, se hizo más claro durante el mes de mayo, que Brasil tiene un gobierno netamente militar y que se metió en un callejón político-institucional sin buena salida, cuando en octubre de 2018 eligió al ultraderechista Bolsonaro como presidente.

 

Las frecuentes embestidas de bolsonaristas, que se congregaron en mayo en Brasilia y otras ciudades, para reclamar la intervención militar contra el legislativo Congreso Nacional y el Supremo Tribunal Federal (STF), acusados de obstruir el Poder Ejecutivo; exacerbaron los temores que impulsaron varios manifiestos en defensa de la democracia en estos días.

 

Miles de intelectuales y artistas por un lado, abogados y juristas por otro, además de políticos, asociaciones profesionales y ciudadanos comunes firmaron notas de rechazo a salidas inconstitucionales para la crisis política agravada por la pandemia de COVID-19.

 

Hinchas de equipos rivales de fútbol se unieron en defensa de la democracia en las calles de São Paulo y Río de Janeiro, pese a la pandemia y la represión policial.

 

Se habla más de la democracia en riesgo, pero es la Nación que ya vive un proceso de deterioro de sus bases, como el federalismo, afectado por los conflictos del presidente con los gobernadores de los estados, y el Estado laico supeditado a la opción presidencial por el evangelismo pentecostal.

 

Bolsonaro anunció, por ejemplo, que nombrará un jurista “terriblemente evangélico” para el STF, cuando se jubile uno de sus 11 magistrados, lo que debe ocurrir en noviembre.

 

Su promesa de un “lugar destacado” para el Brasil en el mundo se tradujo en lo contrario por sus políticas exteriores, ambientales y sanitarias que destruyeron la credibilidad que la diplomacia brasilera había acumulado en cuatro décadas.

 

Viajeros brasileros se quejan de que se les trata con desconfianza y contrariedad en países donde antes eran acogidos con admiración por la alegría y la cultura brasilera.

 

“Brasil no es una tierra vacía donde pretendemos construir cosas para nuestro pueblo. Tenemos que 'deconstruir' muchas cosas, deshacer muchas cosas para luego empezar a hacer”, afirmó Bolsonaro ya el 27 de marzo de 2019, durante una visita a Washington.

 

El sentido de esa destrucción inicial se aclara con el discurso de su toma de posesión, el 1º de enero de 2019, cuando anunció que “este es el día en que el pueblo empezó a liberarse del socialismo, de la inversión de valores, de lo políticamente correcto y del gigantismo estatal”.

 

Desde entonces, el medioambiente, los pueblos originarios, el periodismo, la cultura y la ciencia fueron puestos en el “bando de los enemigos” de Bolsonaro y sus acólitos. Sugerencias abiertas a resucitar regulaciones de la dictadura de los ’80 no hacen más que perfilar el riesgo de mayores divisiones y llevar a la mayor potencia sudamericana a un enfrentamiento social. Sin final feliz.

 

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