Si efectivamente existiera, la clase política argentina se enfrenta a un apremiante desafío. Y si no existiera como clase, cada uno de los protagonistas debe asumir su desafío. Ese desafío es el acuerdo, es el encuentro, es transitar un camino alejado del enfrentamiento y el antagonismo. Es abandonar para siempre la grieta. Ya no sirve, apenas puede alcanzar para festejar un embriagante domingo a la noche de ligeras elecciones. Si eventualmente sirviera para ganar una contienda electoral, no es una herramienta idónea ni útil a la hora de gobernar. Ni para ejercer funciones en el Poder Ejecutivo ni para legislar en cualquier estamento. En rigor, la grieta ha sido una simplificación decepcionante. Parecía bastar elegir uno de los bandos enfrentados y estaba resuelto el problema. Para nada, justamente ese era el problema. No todo es descalificar y destrozar al otro bando. Hay que asumir responsabilidades. Hay que ser democrático y republicano. Pero además, hay que ser creativo, eficaz y eficiente, porque los recursos son bien escasos. Cada vez más escasos.
Resulta que los cuerpos legislativos, en general, transitan por una paridad interesante. Ya nadie podrá ocultarse en una mayoría abrumadora, en la que basta con levantar la mano. Ya nadie encontrará amparo en una minoría escasa para imponer algún criterio. Ni se puede todo ni no se puede nada. Los amantes de las relaciones competitivas y de ardua confrontación se verán en la apremiante obligación de entablar relaciones mucho más armónicas y fructíferas. No alcanzará con despedazar al adversario, hay que mostrar condiciones para conciliar y negociar. Hay que pensar en los argentinos. Ya no alcanza con la gloria efímera de prevalecer en los números de cada votación. Hay que alcanzar acuerdos. Trapisondas con el quórum y pasos de comedia detrás de los cortinados ya no serán tolerados en el Congreso de la Nación. Y hay que estar siempre presente. No hay lugar para argumentar otras prioridades. Hay que hacerse cargo de lo prometido en campaña, porque luego habrá que rendir cuentas y no alcanzan los discursos que solo refieren al adversario: hay que poder exhibir logros propios. Está claro que el encuentro resulta imprescindible y cada espacio debe poner lo suyo en esta instancia en la que la reconstrucción del tejido social resulta imprescindible. La capacidad exigida es la de superar la grieta, no la de usarla como excusa para el enfrentamiento o para la parálisis; ese cuento ya resulta demasiado trillado y conocido.
La pandemia hundió al mundo entero en una crisis sin precedentes y si hubo que escribir el manual para salir del espanto y defenderse como fuera, llega la hora de la reconstrucción y tampoco sobran las experiencias en este sentido. Se requiere un espíritu abierto y un alma generosa, y que se depongan egoísmos y se expongan propuestas. Otra cosa serán la mezquindad y el egoísmo, ambos absolutamente inconvenientes para estos tiempos.
Hay que abandonar el “modo electoral”, no se puede tomar todas las decisiones evaluando su rédito en votos. Hay que priorizar otros objetivos: los mejores, los más elevados, los que saquen a los más necesitados de sus dificultades y su postración. Quienes se postularon presumieron de tener algo para aportar. Hay que hacerlo ahora. No caben excusas ni dilaciones. La Argentina requiere que lejos de inconcebibles minucias llegue la hora de la grandeza.
Cada espacio hará su evaluación de lo acontecido el domingo 14 de noviembre y, lo que es mucho más importante, preparará su proyecto para el futuro. No su futuro electoral, su futuro como responsable y como protagonista de la salida de la crisis. Del progreso y el crecimiento de los argentinos. Los votos acarrean responsabilidades: a cumplirlas. A resolver el problema, cada cual con su conciencia, con su compromiso y con su presencia delante de cada vecino, de cada familia y de cada ciudadano. Y no hay posibilidad de diferimientos ni margen para otra cosa.


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