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Comunidad menonita: la apuesta va dando sus frutos

Sin perder sus costumbres, se adaptaron bien a los puntanos. Algunos son agricultores, otros crían ganado y son especialmente buenos en carpintería y metalúrgica. Se instalaron en 2012.

Por Marcelo Dettoni
| 17 de abril de 2022
Ordeñe. Hacen dos por día, a las 6 y a las 18. En el caso de Abraham Friessen, sus hijos ayudan en la dura tarea de obtener la leche para fabricar quesos. Fotos: Martín Gómez.

Ingresar a El Tupá devuelve la sensación de internarse en una realidad paralela. El paisaje es el mismo de todo el sur de San Luis: médanos y arena en abundancia, caminos polvorientos poco visitados por las lluvias, caldenes, breas, chañares y un sentimiento de infinita soledad en medio de esas 9.546 hectáreas inabarcables, en las que no hay manera de no cubrirse de tierra con solo caminar entre los guadales, o ante el paso de cualquier vehículo que recorre esa cuadrícula perfecta, con calles rectas y un contorno en el que la naturaleza impone sus condiciones a rajatabla.

 

Allí viven unas 70 familias menonitas, 450 personas en total de una comunidad con reglas propias, que en 2012 eligieron San Luis para afincarse y desde entonces libran una batalla interna con sus convicciones para tratar de integrarse a la sociedad local en una Nueva Galia que los recibió con una mezcla de extrañeza y curiosidad, pero que una década después, ya los trata como a cualquier vecino.

 

 

Hoy todos se habituaron a ver a esos hombres rubios y grandotes caminar por el pueblo vestidos con sus camisas leñadoras y sus enteritos de jean, les compran sus quesos fabricados con recetas ancestrales y los contratan para levantar galpones y armar muebles, porque demostraron que son excelentes metalúrgicos y carpinteros. Ver a sus mujeres es más difícil, porque suelen estar dentro de las casas, con poco contacto con el exterior. Ellas en general no hablan castellano, solo el alemán bajo que traen desde la cuna, un dialecto que comparten con los holandeses.

 

 

La última visita de El Diario se remontaba a 2016, cuando eran apenas 37 familias, aunque ya se sabía que había muchos menonitas dispuestos a cambiar su modo de vida, dejar México y afincarse en la Argentina. “Está difícil Chihuahua…”, contaba por entonces Abraham Wiebe, quien era el líder de la comunidad (se fue a Canadá), dejando inconclusa la frase aunque estaba claro a lo que se refería: los carteles del narcotráfico imponían condiciones y ellos vieron peligrar la seguridad de sus familias, siempre numerosas, con muchos niños de todas las edades, que en este predio juegan libres y trabajan a la par de sus padres apenas terminan la escuela primaria, el único nivel educativo que aceptan, aunque con sus propios métodos de enseñanza.

 

 

Por eso Nueva Galia les pareció el paraíso. Un pueblo tranquilo, con gente amable y un gobierno provincial dispuesto a ayudarlos en la radicación, arrimando energía eléctrica y asesoramiento administrativo, más un intendente como Sergio Moreira, que rápidamente les demostró que estaba para asistirlos en lo que hiciera falta, al punto que hoy es complicado lograr una entrevista sin la compañía del jefe comunal.

 

Seis años después, El Tupá luce distinto, más poblado, con mejores construcciones y nuevos emprendimientos comerciales, que crecieron de la mano de su capacidad para cumplir con los trabajos que les encomiendan los clientes de varias regiones del país, porque sus tinglados, implementos rurales (mangas, yugos, tranqueras), estructuras de paneles solares y creaciones en madera son muy valoradas por la calidad y el acabado fino.

 

En un enorme galpón, los hermanos Willy y Bernhard Platz están trabajando para armar una manga que pinta para durar toda la vida, porque la estructura tiene caños de los que usa la industria petrolera. Se sorprenden con la visita, pero como El Diario llega acompañado por Peter Knelssen y Johann Friessen, que son los líderes actuales elegidos por la comunidad, se sacan las máscaras de soldar y en un castellano cerrado  cuentan detalles del trabajo.

 

 

“Llegamos hace seis años y armamos el taller hace tres. Tenemos muchos clientes, sobre todo corralones. La especialidad son las mangas y tranqueras, pero todo en hierro que compramos a distribuidores”, dice Bernhard, quien por la mañana instala equipos solares y a la tarde se mete en el taller junto con su hermano y un empleado, que también es de la comunidad, por supuesto, porque no toman gente de afuera.

 

 

 

En otro lote, Jakob Giesbrecht se dedica a armar muebles del estilo que le pidan. “En marzo cumplimos cuatro años en Nueva Galia, primero hicimos la casa y desmontamos el terreno. La fábrica tiene dos años, trabajamos con MDF (aglomerado), que es un material fácil de moldear y laquear. Hacemos muebles para toda la zona, desde Unión hasta Buena Esperanza”, describe, mientras presenta al hijo y un “compañero” que le da una mano. Sus clientes están afuera, porque los menonitas en general son muy hábiles con la madera y cada uno se hace sus muebles.

 

Es interesante escuchar a Peter y Johann, quienes parecen cómodos moviéndose en tándem. Cuando no hablan con El Diario o con el intendente, se comunican en alemán, pero sin dudas ya están bien adaptados a la vida en el sur de San Luis. Los que los erigieron como líderes fueron sus vecinos: “La elección se hace cada cuatro años y votan todos, yo arranqué mi segundo año y Johann fue elegido ahora”, cuenta Peter, quien cuando llegó hace seis años armó la primera proveeduría de la comunidad, aunque ahora alquila el lugar y se dedica a la cría bovina. “Estoy bien en Nueva Galia y mi familia también, nos recibieron con mucho respeto y nosotros también lo tenemos hacia los vecinos, nos necesitamos unos a otros”, dice con lógica implacable.

 

 

Hay mucha expectativa entre los menonitas porque se está armando otra comunidad en Arizona, el último pueblo de San Luis por la autopista 55, antes de llegar a La Pampa. Incluso Knelssen ya alquiló un lote para hacer pasturas en el nuevo predio, aprovechando que todavía no vive gente. “El único problema que tenemos es que no conseguimos la autorización para seguir desmontando aquí, entonces no podemos crecer productivamente”, lamenta, y es el único momento en el que el rostro muestra cierta contrariedad. “Hicimos todos los trámites en Medio Ambiente, pero aún no tenemos respuestas, hay mucho monte y necesitamos sembrar más maíz para las vacas, sobre todo las que dan la leche para fabricar los quesos”, agrega, con la esperanza de que cualquier visitante pueda ayudarlos a conseguir el objetivo.

 

 

La recorrida sigue por la iglesia, que construyeron hace dos años porque antes las misas, que son de asistencia casi obligatoria los domingos y días festivos, eran en la escuela. “Creemos en Dios, Jesús y el Espíritu Santo”, amplía Peter, mientras señala la vivienda vecina al templo, que es donde vive el obispo, que brinda el sacramento de la comunión dos veces al año, y el bautismo, una. Es una construcción grande, con capacidad para 400 personas.

 

El sol va cayendo frente a la entrada del campo y la recorrida, que levanta una polvareda indescriptible, enfila hacia su final. Los menonitas se guardan temprano en sus casas, que claramente muestran el nivel socioeconómico de cada familia, porque las hay de ladrillos, premoldeadas o de madera, levantadas en terrenos de 91 metros de frente. Cuando son todos iguales es a la hora del trabajo, allí no escatiman esfuerzos para salir adelante.

 

“Hay familias que se van y otras nuevas que vienen, no es fácil la adaptación, pero tienen la libertad de decidir su futuro. Esto es muy distinto a México, y más a Estados Unidos y Canadá, de donde vienen algunos”, cierra Peter, un nexo indispensable con el exterior, ese mundo que todavía les despierta recelos, aunque son conscientes de que es fundamental para seguir creciendo juntos.

 

Redacción / NTV

 

 

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