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Ser chacaritero, un oficio familiar

Miguel comenzó vendiendo botellas de litro. Después vidrio, cartón y papel. Sufrió varios robos y un incendio lo dejó en la calle. Tres hechos le cambiaron la vida. Hoy está retirado y le cedió el lugar a sus hijos.

Por Johnny Díaz
| 19 de junio de 2022
Con todo. Miguel Argüello y sus hijos Sebastián y Martín, trabajadores incansables con materiales ferrosos, papel y vidrio. Fotos: Martín Gómez/Gentileza.

Una de las chacaritas o compra y venta de chatarra más emblemáticas y antiguas de San Luis es la de Miguel Argüello, quien eligió nombrarla con las iniciales de sus tres hijos: Tatiana, Sebastián y Martín.

 

Argüello recuerda que todo comenzó aproximadamente en 1975, cuando su padre, quien era distribuidor de vinos de tres grandes bodegas (Panquegua, Rubino y Talacasto), tenía su negocio en un galpón de Salvador Chada, en calle Las Heras y pasaje Santiago del Estero.

 

“Los bodegueros tenían un gran problema: la falta de botellas de litro. Vendían el vino pero había que llevar los envases, algo difícil de conseguir. En ese momento me dediqué a comprar botellas de litro y en poco tiempo tenía un equipo (camión y acoplado) listo para mandar a Mendoza. Eran cajones de alambre para 10 botellas cada uno. Las llevé a Mendoza, no demoré en venderlas y a partir de ese momento hacía mensualmente un viaje a cada una de esas bodegas", recuerda orgulloso.

 

“Esos fueron mis inicios en el mundo de la chatarra, compraba y vendía botellas de litro. Así pudimos adquirir un terreno en calle Santa Fe al 300, a un señor de apellido Anzorena, que vivía en Ayacucho y Falucho. Entonces me independicé, mi padre quedó con el depósito de vinos, un camión Mercedes Benz modelo 60 y un auto Rambler con levantavidrios eléctricos.

 

Argüello dice que el terreno en cuestión era un páramo dentro de la ciudad y muy cerca de dos cementerios. Los vecinos le auguraban suerte y muchos éxitos en el emprendimiento, pero muchos dudaban porque decían que en ese lugar "asustaban". "Es verdad —dice—, en el terreno lo único que había era una pieza sin techo y un enorme pimiento (aguaribay) carcomido por el fuego. Contaban que de noche, del cementerio salía una mujer llamada 'la llorona' y se sentaba abajo del pimiento a quejarse y llorar a un señor de apellido Montenegro que habían asesinado en ese lugar".

 

En el depósito. Los primeros trabajadores de la chacarita: Miguel Avarca, "Chacho" Amieva, Rosales y Rodríguez.

 

Al relato lo cierra contando de una aparición del famoso “cura sin cabeza”: "Resulta que mi tía Adria Argüello trabajaba en el hospital 'Rawson' cerca del depósito y pasaba siempre por acá. Muchas veces contó en charlas familiares que, al pasar por ahí, la asustaba un personaje que se aparecía por detrás del árbol carcomido por el fuego y que, al parecer, no tenía cabeza. Con el tiempo se supo que el 'chistoso' era un policía que vivía en la calle 25 de Mayo casi Santa Fe. A 'la llorona' nunca la escuché, pero mi tía no tenía por qué mentir".

 

El chacaritero señala que sus comienzos fueron muy duros y difíciles. “Había que aguantar grandes calores, fríos, vientos, lluvias y nevadas, roedores, alimañas. Era chofer, peón y patrón a la vez; si había que moler vidrio lo hacía y si de apilar botellas se trataba, lo mismo. Todo era manual. Por esos años no había tanta maquinaria como hay hoy, era casi artesanal", recuerda.

 

Esfuerzo. Miguel Ojeda, Celso Orozco y Lucio Rodríguez, en el taller.

 

Y agrega: "En el barrio había varios carreros-botelleros. Entre ellos Santiago Natel y su hermano, los hermanos Peralta, don Orozco, Horacio y 'Cacho' Palma; y el viejito Peralta, una persona muy agradable que no sabía leer ni escribir pero era muy difícil que se equivocara. Algunos de esos botelleros comenzaron a decir que no querían vender solo botellas de litro, así que opté por comprarles el vidrio, después el cartón y la chatarra. Pero un hecho infortunio hizo que un día perdiera todo lo que tenía. Guardaba en la pieza sin techo el material que iba consiguiendo y una noche, aprovechando la oscuridad, se llevaron todo lo que tenía. Me dejaron sin nada".

 

"Mi señora, Silvia Balboa, era docente en la escuela de Saladillo. Cuando cobraba su sueldo y pagaba todas las deudas del hogar, al ver la tragedia ocurrida, comenzó a ayudar para que yo pudiera comprar. Fueron momentos muy duros que, sin su apoyo, otra hubiera sido la situación. El sacrificio era enorme, le ponía muchas ganas, largas horas de trabajo y sin medir el tiempo que pasaba, hasta que pude levantar cabeza", cuenta.

 

Padre e hijo. Analizan los bolsones de papel que serán enviados a reciclar.

 

El emprendimiento fue creciendo con la ayuda familiar y un par de colaboradores muy identificados con su trabajo. Continuó llevando botellas y vidrio a Mendoza, y le agregó cargamentos de papel para venderlos en depósitos más grandes que ya trabajaban con recicladoras. Uno de sus fleteros era Carlos Gómez Perretti.

 

Somos un eslabón entre los vecinos, las empresas, el comercio y las recicladoras nacionales. Hoy somos de los más viejos acopiadores de San Luis (Martín Argüello- hijo de Miguel)

Argüello cuenta varios momentos que le dieron espaldarazos. “El primero de ellos fue cuando el doctor Mazzola, representante de Fiat en San Luis, me convocó a que le retirara todo el papelerío y material en desuso del edificio de Colón y Bolívar. Demoramos varios días y fue muy bien pago. También ocurrió un hecho que me atrevo a contar porque muchos ya no están y pasaron más de 40 años. Entre la basura encontré una chequera, del Banco Nación, a nombre del doctor Mazzola. La guardé con la intención de entregarla, pero me salió la oportunidad de comprar una camioneta Chevrolet modelo 60 a un señor de apellido Funes de El Suyuque Viejo. Le hice una propuesta que no le interesó, me pidió dinero y cheques, acepté y le hice varios de la chequera de Mazzola, con la consigna que no debía presentarlos en el banco. Me los tenía que traer de vuelta y yo se los cambiaría. Así fue, los últimos cheques se los pagué todos juntos. Nunca hubo un problema y Mazzola nunca se enteró. Sé que lo que hice no fue lícito, pero no quería perderme la oportunidad de comprar esa camioneta que tanta falta me hacía”.

 

También recuerda a quienes le fallaron como acopiadores:

 

Chatarra. Treinta toneladas de material ferroso son compactadas por mes.

 

Aducci y Naveci de Mendoza. “Les entregué las cargas y cuando pasé a cobrar, se negaron. Nunca más hice negocio con esa gente, se portaron muy mal con quien les proveía de la materia prima; no así Carlos Paidomani, una excelente persona en todo sentido”, dice.

 

Argüello, junto a sus hijos Sebastián y Martín, cuenta que durante la dictadura militar llegó al depósito una persona que manifestó su interés en que le retiraran papel que tenía en una casa en Potrero de los Funes. Fue con su hijo Sebastián y al llegar se enteró que era la casa de Ignacio Urteaga. "El papel en realidad eran miles y miles de afiches, votos y cajas con sobres de papel celofán para fotos carnet, era un cuarto completo. Había que sacarlo urgente por la situación que se vivía en ese momento. Fue otro golpe de suerte. Finalmente terminé vendiendo todo el papel y los sobres a casas de fotografía de Mendoza y San Luis”, evoca el hombre.

 

Los hermanos Argüello dicen que no todo fue color de rosa para la familia: “Como todos, tuvimos buenos momentos y otros no tanto. Este emprendimiento va de la mano con otros similares, nosotros somos un eslabón entre los vecinos, las empresas, el comercio y las recicladoras nacionales. Hoy por ejemplo estamos vendiendo mucho vidrio a Mendoza, papel a Córdoba y chatarra a Santa Fe y Buenos Aires, pero hubo épocas que no fueron buenas, como la del incendio que arrojó pérdidas totales en la calle Santa Fe y que dejó a mi padre sin nada, en la calle, y se levantó con el apoyo de la familia. Hoy somos uno de los más viejos acopiadores en San Luis”.

 

En San Luis. Dicen que la máquina de prensar y enfardar papel es única.

 

El 20 de noviembre de 1992, cerca de las 21, el Boeing 737 LV-JNE de Aerolíneas Argentinas, con 113 personas a bordo, tuvo un principio de incendio en una de las cabeceras de la pista del Aeropuerto de San Luis. Sus pasajeros fueron evacuados y la nave quedó totalmente destruida. “De Inglaterra arribaron dos técnicos-ingenieros y una traductora para hacer el peritaje. Fui contratado para hacer el desguace del avión, recuerdo que trajeron hasta palas y picos para trabajar en busca de esclarecimientos del suceso”, dice Miguel.

 

Su hijo Sebastián agrega: “Sacaron la caja negra, los motores, los plafones de las alas, el tren de aterrizaje y todas las piezas claves. El resto era cortado y arrojado a un costado, nosotros pusimos la mano de obra, todas las herramientas que se puedan imaginar estaban a nuestra disposición, era impresionante”.

 

Los hombres recuerdan que las tareas había que hacerlas urgente: “Teníamos que trabajar a full porque había que despejar la pista, sembrar el césped, plantar los postes destruidos y poner el alambrado, todo en cuestión de pocos días. Eran precavidos y muy detallistas. Nosotros nos encargábamos del resto, el aluminio era fundamental porque es de muy buena calidad y de más consistencia. También cargamos el resto del material que los técnicos ingleses iban descartando. Una vez que finalizamos el trabajo me invitaron a cenar al Quintana Hotel, en compañía de mi esposa y mis hijos, traductora mediante. Le hice la factura como correspondía, pero ellos asombrados dijeron otro monto; así lo hice y cobré un dinero muy importante, mucho más de lo que yo pedía. Fue increíble. Me triplicaron el monto. No lo podía creer, y todo en dólares".

 

La buena suerte de Argüello se vino abajo cuando en el depósito de calle Santa Fe se produjo un incendio que arrasó con todo lo que había incluido en un camión: "Volví a quedar en la calle, fue un golpe muy duro y no sabía qué hacer, pero tenía el amor de mi familia y volvimos a empezar de cero. Todos trabajábamos de sol a sol, en busca de la recuperación del acopiadero”.

 

Gran familia. "Después de muchos años, acá hay tres generaciones trabajando", dice Miguel.

 

Y agrega: “No quiero dejar de recordar que en el cuadro de la estación ferroviaria armamos una prensadora para metales, cargábamos vagones en forma manual que eran ‘tirados’ con una camioneta hasta las vías centrales para ser enviados a distintos puntos del país. Pero como se dijo que por ahí pasaría una autopista, abandonamos el lugar y conseguimos el terreno de la 25 de Mayo donde antes funcionó una fábrica. Retirábamos todo tipo de chatarra de las empresas de los parques industriales y todo cambió”.

 

La radicación industrial en San Luis terminó de darle el espaldarazo que le faltaba. Se hizo conocido en las fábricas y pasó a ser persona de confianza de muchas de ellas, quienes le permitían acceder a sacar todo tipo de chatarra. En principio tuvo que fabricar herramientas caseras, como una prensa que le hizo Magallanes de la avenida Julio A. Roca, y tantas otras que hoy componen —como un recuerdo— el predio del acopiadero.

 

Retirado de la actividad, el depósito es manejado por sus hijos Sebastián y Martín, que le dedican todo su tiempo. Aquello que comenzó como un sueño hoy es una gran realidad. “Agradezco a Dios por lo que me dio y a mis hijos por todo lo que hacen. Me permiten vivir como un millonario de espíritu y disfrutar de mi vida. Muy lejos quedaron esos días de sinsabores, robos y tragedias, intensos fríos, grandes calores, vientos, lluvias y nevadas. Ellos son un ejemplo de hijos. Estoy orgulloso de ellos”.

 

Pérdidas totales. Argüello desguazó los restos del Boeing 737 siniestrado en San Luis en 1992.

 

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