El presidente Jair Bolsonaro y el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva acaparan el protagonismo en las elecciones que culminarán el 2 de octubre (primera vuelta) o el 30 de octubre (balotaje), en una bipolarización dictada por la historia reciente que pone en juego la democracia en Brasil.
No hay lugar para una tercera vía en una disputa electoral así planteada, pese el alto índice de rechazo de la población con los dos candidatos: Bolsonaro no tendrá “de ninguna manera” el voto del 52% de los entrevistados por el Instituto
Datafolha del 20 al 22 de septiembre. Mientras a Lula no lo votará el 39%.
Esa repulsa al presidente de derecha y a su adversario de izquierda alentó a media docena de políticos denominados de centro a postular una “tercera vía” como alternativa a la radicalización que envenena la política brasilera desde las elecciones presidenciales de 2018 en las que triunfó Bolsonaro, un capitán retirado del Ejército.
La supuesta lógica no resultó. El rechazo a los dos favoritos no se tradujo en preferencia a alguno de los demás. Tres desistieron antes de formalizar sus postulaciones y los demás poseen escasas intenciones de voto.
Todos los datos apuntan a Lula como probable vencedor, con posibilidades de triunfar ya en la primera vuelta el 2 de octubre, para lo que necesita alcanzar más de la mitad de los votos válidos. En una eventual segunda vuelta, el 30 de octubre, Bolsonaro sería su seguro adversario.
Esa disputa repite lo sucedido en 2018, cuando Lula, quien gobernó el país entre 2003 y el último día de 2010, era también el favorito en las encuestas, pero no pudo ser candidato porque estaba preso desde abril de 2018, condenado en dos instancias judiciales a 12 años de cárcel por corrupción.
Fernando Haddad fue entonces el candidato del Partido de los Trabajadores (PT) y obtuvo el 44,87% de los votos en la segunda vuelta, contra el 55,13% de Bolsonaro.
Liberado en noviembre de 2019, después que el Supremo Tribunal Federal restableció una vieja regla de encarcelamiento, solo después de agotadas todas las instancias judiciales; Lula obtuvo la anulación de los juicios en los que sufrió condenas y regresó a la actividad política con plenos derechos.
Desde entonces aparece como favorito a volver a la presidencia, mientras Bolsonaro perdía popularidad por la desastrosa gestión de la pandemia de COVID-19, por su gobierno de confrontación permanente, por sus brutalidades contra mujeres, periodistas y minorías, el desmontaje de políticas sociales y ambientales, y los ataques a las instituciones democráticas.
La actual campaña electoral muestra el conflicto entre dos cauces históricos que disputan la conducción del país desde mediados del siglo pasado: la extrema derecha de matriz militar, que gobernó el país en la dictadura de 1964-1985, y fuerzas democráticas con ambiciones sociales, ahora encabezadas por Lula y su PT.
En 1964 fue necesario un golpe militar, inaugurando un gobierno castrense, pero en 2018 esas fuerzas autoritarias y retrógradas ascendieron al poder por vía electoral, favorecidas por la desmoralización de los políticos civiles, ante escándalos de corrupción sistémica, y una crisis económica.
Las fuerzas democráticas triunfaron en 1985, con el fin a la dictadura, e inauguraron lo que se llamó Nueva República, en un proceso de democratización que tuvo gobiernos de distintos matices, pero con avances sociales, educacionales y seguidas crisis económicas.
Lula trata de reanudar ese cauce, que tuvo origen en los años 30 del siglo pasado en el Partido Trabalhista Brasilero (PTB), fundado en 1945 y extinto por los militares en 1965. La corriente más progresista en el campo democrático y la más perseguida por la derecha.
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