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Un gran lago que muere a causa del petróleo

Por redacción
| 14 de diciembre de 2023

Las causas antropológicas empujan hacia el colapso, como fuente de vida, al lago Maracaibo, en Venezuela, el mayor de América Latina. Un cóctel diario de cientos de barriles de petróleo derramado, aguas residuales de ciudades ribereñas, salinidad desde el Caribe, y floraciones de algas y bacterias.

 

El gran lago del noroccidente venezolano, número 19 en el mundo (con una superficie de 12.800 kilómetros cuadrados y un volumen de 280.000 millones de metros cúbicos), tuvo la suerte o la desdicha de albergar, en sus orillas y bajo sus aguas, la mayor riqueza petrolera que América del Sur conoció y explotó en el siglo XX.

 

Actualmente es un lago altamente contaminado, como consecuencia de un proceso de eutrofización, que en otros lagos implica un envejecimiento que demora miles de años y en el de Maracaibo creció de manera vertiginosa en un siglo.

 

La eutrofización es un proceso que degrada los cuerpos de agua al recibir un aporte muy elevado de nutrientes inorgánicos, como nitrógeno y fósforo, lo que produce una proliferación descontrolada de afloramientos como las algas fitoplanctónicas.

 

Ya en 2004, el lago mostró esta degradación con el crecimiento de la lemna oscura (de la familia Araceae) en su superficie y en 2023 hay un afloramiento de algas que reduce la penetración de la luz y puede provocar mortalidad en los peces.

 

Los pescadores pierden las redes alcanzadas por el crudo derramado en el lago de Maracaibo. Los derrames les hacen perder jornadas de trabajo, dañan sus botes y artes de pesca, dejan de percibir ingresos y de proveer alimentos nutritivos a las poblaciones ribereñas.

 

La anoxia (falta de oxígeno) que genera el verdín causa mortalidad en los peces, daña la viabilidad y fecundidad de las especies comerciales, y los malos olores afectan el turismo y la recreación.

 

Desde 1914, las costas y el subsuelo del lago fueron un emporio petrolero —unos 14.000 pozos produjeron durante décadas más de dos millones de barriles (de 159 litros) diarios— y dieron base al crecimiento económico experimentado, entre las décadas de 1930 y 1990, en este país que cuenta actualmente con unos 29 millones de habitantes.

 

Mientras la superficie del lago se llenaba de torres de perforación, bajo sus aguas creció un “espagueti” de tuberías para trasvasar y transportar ese crudo.

 

Son unos 20.000 kilómetros de tuberías, viejas o en desuso, corroídas, oxidadas y por cuyas roturas se escapa el crudo, a veces con grandes manchas, que daña las aguas, la flora y fauna, las poblaciones costeras, los botes y las artes de pesca.

 

La industria petrolera —en manos trasnacionales hasta 1976, nacionalizada desde entonces— actualmente no ha podido manejar eficientemente los flujos de crudo, el aumento y la frecuencia de los derrames, y debe mejorar los planes de contención y la rapidez de la respuesta a esos incidentes.

 

La empresa estatal Petróleos de Venezuela (PdVSA) dio cuenta este año del reemplazo de 220 kilómetros de tuberías en el lago, dentro de un plan para sustituir al menos 700, y hay iniciativas ciudadanas modestas, como un plan para recoger, con cabello humano donado, el crudo que ha manchado cientos de metros de riberas urbanas.

 

Son actividades que poco remueven la gran contaminación, pero sí generan cambios en la sensibilidad, actitud y conexión de las personas con el lago.

 

La riqueza ictícola del lago mostró en el pasado 145 especies descritas de peces, al menos un tercio endémicas, y abundantes crustáceos, en particular, el cangrejo azul y el camarón blanco.

 

Todo ha mermado a niveles asombrosos. El mayor lago de Latinoamérica está muriendo por el petróleo.

 

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