La talabartería es uno de los oficios más antiguos que se conozca. Es el arte de trabajar artículos de cuero, una labor que siempre existió y existirá por años. Ser talabartero es un arte milenario y muy difícil de concebir. En la Argentina hay muy buenos cultores de esta actividad. San Luis tuvo el suyo: Rosendo Suárez, que contaba con su negocio en Colón 1049 de la capital provincial, con un nombre muy arraigado a los sentimientos autóctonos: “La Puntana”. Don Rosendo murió en 1995.
De muy chico, aprendió el arte de trabajar el cuero, esa enseñanza llegó de la mano de su cuñado, don Ignacio Ferramola que tenía su talabartería en la esquina de avenida España y Chile, cerca de la ex terminal de ómnibus de San Luis.
Cuando logró sumar experiencia se independizó y abrió en 1921 “La Puntana” primero en Belgrano y Caseros, según cuenta su hijo Rosendo Mario que, a los 79 años, recuerda a su padre como un hombre generoso, bondadoso y servicial. “Muchas veces llegaban amigos o clientes que no tenían o no les alcanzaba para pagar el trabajo, mi padre se los entregaba igual con la promesa que después arreglarían”, señala.
“Después se trasladó a Lavalle y Colón y posteriormente, en 1923, compró una propiedad en Colón 1049, lugar que serviría con el tiempo, de vivienda y donde pasamos los mejores años de nuestra vida”, asegura su hijo. Por aquellos años el oficio de talabartero daba una chapa importante porque no es fácil trabajar el cuero, se necesita creatividad, criterio y gusto a la hora de definir una pieza o una montura. No había automóviles y el trabajo consistía mayoritariamente en la reparación y fabricación de monturas o elementos para los vehículos de tracción a sangre. “Había que ser un orfebre con las herramientas del momento”, aclara quien heredó su primer nombre.
La habilidad de los talabarteros estaba en la preparación del cuero. A sus trabajos, don Rosendo les colocaba un sello a golpe de martillo, “La Puntana”, el nombre de fantasía que tenía con orgullo el negocio. En la época donde manda la tecnología, el arte de laburar el cuero sigue vigente. En el campo es imposible recorrer o arriar si no se cuenta con un caballo, es insustituible.
Por eso y porque han crecido los clubes hípicos, los deportes ecuestre y el uso de sulkys o jardineras, la actividad se mantiene en el mundo. “De hecho varios trabajos de ‘La Puntana’ se exhibieron y se exhiben en distintas partes de la orbe como en Estados Unidos, España o Italia”, relata con orgullo.
Su hijo dice que “a excepción de los objetos metálicos, todos los componentes de una montura, eran trabajados por las manos de mi padre. Yo colaboraba mucho en la talabartería, estudiaba y jugaba al básquet en el club Pringles, era el socio número 32, pero cuando me recibí, le dije a mi padre que me regalara una montura especial, no la quería de cuero crudo. Por temor a las manchas y la suciedad, la pedí de charol. Y así fue, todavía hoy la tengo y no tiene precio, es una montura tipo texana, con apliques de plata en toda su estructura. En la falda o en el asiento le ponía una tela con dibujos y de revés, las cosía a máquina y después hacía los recortes, es de una belleza sin igual, las riendas, el cabezal y los bastos, tiene unos ciento cincuenta pasadores de plata novecientos, me la han querido comprar pero no la vendo por nada del mundo. Tiene un valor sentimental que no tiene precio”.
Don Rosendo también incursionó en la política, era militante del Partido Demócrata Liberal y entre sus amigos se podía contar a Reynaldo Pastor; “El Pampa” y Ricardo “Chito” Rodríguez Saá; Adolfo Barbeito; Deoclecio “Queco” Pérez, de Pozo del Tala; el jefe de Policía de la Provincia, Juan Poblet; Alberto Arancibia Rodríguez; y también el líder del Partido Demócrata Popular, Vicente Solano Lima. “Mi padre asistía a las reuniones que se hacían pero nunca aceptó cargos políticos, era un militante más, colaboraba en lo que fuera, sólo fue maestro de talabartería en la escuela 'Lafinur', de hecho hay fotos de los stand que presentaba en ese edificio educativo”, manifiesta Rosendo Mario.
Los mejores años de la talabartería fueron hasta el '45, habían colocado un par de argollas en la puerta del negocio donde ataban los caballos, había sulkys, carretelas, carros, jardineras y hasta automóviles para que le repararan las capotas y tapizados.
Como empleados tuvo a Guevara y a Ramón Nicolás Silva, un criollo llegado de Lobos, cerca de Concarán que vivía en el altillo del mismo negocio. El concaraense era un trabajador rural que con sólo 18 años, era experto en cueros, esa experiencia se la había dado su trabajo en el Valle del Conlara. Rosendo Mario detalla que don Silva era un hombre muy educado y amante de la lectura, a tal punto que en el zaguán de la casa, dejaban el diario 'La Opinión' y él se sentaba en el piso a leer, leía todo lo que podía. Hoy, uno de los hijos de Silva, Bocha, recuerda a su padre y dice: “A mi padre lo trajo de Los Lobos el esposo de Rosa Suárez, era el maestro del lugar, después del servicio militar se quedó a trabajar en el taller de ‘La Puntana’ que estaba en los fondos del negocio. Era un galpón grande, un parral y al costado, una pileta que se usaba para humedecer la suela para que fuera más manuable, porque hacían tapizados, monturas, riendas, lazos, portafolios, cintos. También estaba el tío 'Chacho' Lucero, mi padrino de bautismo y también de mi hermana Carmen. Yo iba de visita, era toda una aventura, yo jugaba, y cuando pasaba por el negocio, don Rosendo me hacía lustrar las monturas de paseo, hasta que le saliera brillo y hasta que él no se reflejara en la montura, no tenía el premio: me daba monedas o caramelos. Era una gran persona, muy serio y muy trabajador. Mi padre se casó y se fue a vivir a la calle Lavalle, ahí nacimos; Roberto, Carmen, Cayetana (Chola) y yo".
"Lamentablemente mi padre murió a los 33 años, después de contraer una rara enfermedad, miastenia gravis, (una dolencia neuromuscular autoinmune y crónica caracterizada por grados variables de debilidad de los músculos). La familia Suárez nos ayudó muchísimo y estuvo en todo momento, pero no hubo nada que hacer", agradece.
La talabartería siguió trabajando, había pilas de portafolios para reparar, monturas, tiradores, boleadoras y lazos que eran los más vendidos y cuentan que la venta decayó debido a la evolución y la importación.
Rosendo Mario precisa que en una oportunidad, le dejaron un fútbol nuevo, impecable, casi sin uso para que lo cosiera (en ese tiempo eran de cuero y usaban cámaras). En ese momento aparecieron los niños del barrio y se lo pidieron para jugar en un terreno de don Segundo Rosso. Cuando vinieron a buscarlo, el fútbol daba lástima, estaba pelado producto del juego entre el piedregullo. Al otro día, el dueño le dijo, ‘don Rosendo qué le pasó a mi fútbol’. Mi padre lo miró y le dijo: ‘Nada, tomá, te doy plata y cómprate uno nuevo’. “Así era mi padre”, dice con orgullo.
“En otra oportunidad, cuando Reynaldo Pastor era gobernador ‑continúa‑ llegó un policía con una orden de arresto, mi padre sorprendido preguntó el por qué. El policía manifestó no saber, que sólo cumplía la orden de llevarlo detenido a la Jefatura Central. Mi padre sin respuesta, lo acompañó y lo pasaron a una celda. En eso pasó recorriendo las celdas el jefe policial, Juan Poblet, y al verlo le manifestó: ‘Al fin… así te quería ver, tras las rejas, te mandé a detener porque quería tomar un café con vos’, y se fueron a la oficina”.
“Al fallecer mi padre, ‘La Puntana’ continuó con sus puertas abiertas, mi hermano Julián José se hizo cargo de todo, al cabo él, había trabajado toda la vida a su lado, pero también se enfermó y murió", se lamenta.
"En 2007, cerramos definitivamente. Previo a ello, mi cuñado Orlando Villegas se encargó de entregar todos los trabajos que habían quedado pendientes y solucionar los administrativos”, asevera. Fue el final de una de las talabarterías más grande de la provincia.


Más Noticias