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Perdieron un hijo por las drogas y transformaron el dolor en solidaridad

Azucena González y su familia convirtieron su patio en un centro que recibe a más de cien personas semanalmente para sacarlas de la calle.

Por redacción
| 20 de enero de 2019
Corazón de madre. Azucena sostiene el retrato de Alexis, en el salón donde 73 niños y 30 adultos almuerzan todos los sábados. Fotos: Juan Galli.

“Perdí a mi hijo por culpa de las drogas, no puedo permitir que a otros les pase lo mismo”, explica Azucena Cristina González con los ojos todavía húmedos por el recuerdo. Alexis, uno de sus siete hijos, murió hace tres años en un episodio que todavía no fue esclarecido pero que estuvo vinculado a su adicción. Sus padres y hermanas se hicieron fuertes en el dolor y convirtieron el patio de su casa en el comedor “Mis Peques”, donde contienen a más de cien personas por semana, les brindan un plato de comida y las protegen de los peligros de la calle.

 

En el extremo sur del barrio San José, prácticamente donde finaliza la urbanización, las calles son de tierra y están minadas de pozos y charcos. Entre baldíos y muchas viviendas precarias, se levanta el hogar de Cristina y de su esposo, Laureano Juárez. El modesto portón de rejas, que conduce hacia el fondo, siempre permanece abierto, y los vecinos lo atraviesan casi sin pedir permiso para llegar al tinglado donde todos los días reciben el desayuno y la merienda, y donde almuerzan todos los sábados.

 

"Más que un comedor, este es un lugar de contención. Acá vienen personas adictas, golpeadas, de la tercera edad, madres solteras, gente con enfermedades terminales y a todos se les da una mano", define la mujer de 55 años, que llegó a Villa Mercedes desde su Sampacho natal hace tres décadas, seducida por las oportunidades laborales que ofrecía la promoción industrial.

 

En la actualidad, sin embargo, ella y su marido están desempleados y subsisten con lo que puede juntar el hombre cada vez que consigue una changa. Pero no les tiembla el pulso cada vez que tienen que gastar su dinero para comprar alimentos y repartirlos entre los vecinos que están peor que ellos. "Aunque recibimos donaciones, muchas cosas salen de nuestro bolsillo. Además de que ponemos nuestra casa, la luz, el tiempo. Hay veces que me levanto y no me alcanzo a lavar la cara que ya me están golpeando la puerta los chicos para pedirme algo", reconoce Azucena.

 

Su casa empezó a convertirse en un lugar comunitario hace un poco más de dos años, cuando formaron uno de los merenderos que impulsó el gobierno provincial. Pero el primer almuerzo llegó un sábado de marzo de 2017, cuando su hija Laura creó un grupo de WhatsApp para invitar a comer a algunos niños del barrio que no tenían nada para llenar el estómago. "Lo vamos a hacer en el patio y Dios nos va a ayudar", le dijo convencida a su mamá.

 

Ese día, 33 pequeños disfrutaron de un sabroso guiso de fideos tirabuzones con pollo. A la semana siguiente, acudieron 47; al mes, ya eran 60; y ahora ya hay un número estable de 103 personas —entre 73 niños y 30 adultos— que asisten todos los sábados en busca de un plato de comida y de un refugio donde sentirse queridos. "Somos como una familia", asegura.

 

Azucena representa una especie de madre espiritual del barrio, porque además de cocinar se ocupa de escuchar los problemas de quienes buscan un oído. Tiene un título de enfermera, uno de acompañante terapéutica y otro de chef. "La gorda sabe de todo, yo no pude terminar ni el secundario", comenta su esposo, notablemente orgulloso.

 

Pero, además, la mujer aplica sus conocimientos de modista para arreglar las prendas que la gente lleva a su ropero comunitario. Allí, pasa muchas horas detrás de la máquina de coser y le da nueva vida a las remeras y pantalones rotos para luego donarlos entre los vecinos. "Las personas se enteran y nos traen bolsas con donaciones, pero ahí vienen cosas sanas y rotas. Yo selecciono, remiendo, lavo y plancho. Hay para todas las edades. También repartimos pañales para bebés y para discapacitados, nos han donado muletas y sillas de ruedas y las prestamos", dijo.

 

Como si todo eso fuera poco, en "Mis Peques" dictan clases de apoyo, realizan colectas de útiles escolares antes del ciclo lectivo, organizaron cenas en Navidad y Año Nuevo y juntaron regalos para los niños en el día de los Reyes Magos.

 

El patio ya se convirtió en un salón gracias a la ayuda de la Brigada Solidaria, que hace unos meses se ocupó de construir un nuevo techo de chapa y ayudar a mejorar las conexiones eléctricas. Las ollas, la cocina, el horno de barro y los demás muebles y utensilios fueron adquiridos a través de donaciones y rifas.

 

"Anhelo que los chicos aprendan un oficio, una profesión, que salgan de la calle. No todos tienen la oportunidad, a veces viven en casas con problemas de adicción, de violencia y muchas otras cosas. Yo no quiero que otros sufran lo que yo sufrí", insiste.

 

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