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Atropellos a la democracia latinoamericana

Por redacción
| 18 de noviembre de 2019

Venezuela tiene dos presidentes, Bolivia casi ninguno, en Perú su parlamento está disuelto y sus cuatro expresidentes vivos están o estuvieron presos, en Chile el gobierno se tambalea ante persistentes protestas callejeras en demanda de profundas reformas políticas y sociales.

 

Con estas expresiones y otras habidas este año en América Latina, la región concluye una década de atropellos políticos. En algunos casos fueron golpes de Estado. Destitución o amenazas de derrocamiento de gobernantes se volvieron frecuentes últimamente en América Latina.

 

En agosto de 2016 la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff (2011-2016), fue destituida en un proceso parlamentario, acusada de fraudes presupuestarios. Fue golpe, según su Partido de los Trabajadores y la izquierda en general.

 

Luego, en marzo de 2018, le tocó al presidente de Perú, Pedro Pablo Kuczinsky (20016-2018), renunciar ante acusaciones de corrupción y de intento de sobornar a legisladores para evitar su propia destitución por el Parlamento.

 

Ese ciclo empezó el 28 de junio de 2009 cuando el entonces presidente de Honduras, Manuel Zelaya, fue secuestrado en su residencia por militares que lo metieron en un avión y lo llevaron a San José de Costa Rica. No se trató de un golpe militar. Los militares cumplieron una decisión de los poderes Legislativo y Judicial. El principal delito de Zelaya fue insistir en convocar una Asamblea para aprobar una nueva Constitución, que le permitiría ser candidato presidencial. Tres años después, ocurrió un caso similar en Paraguay. El entonces presidente Fernando Lugo fue sometido a un juicio legislativo y en dos días estaba destituido, acusado de responsabilidad en conflictos agrarios, en uno de los cuales murieron 17 personas.

 

Zelaya y Lugo son ejemplos del “golpe legislativo” o “institucional”. A los dos casos que permitieron definir el llamado “neolgolpismo”, se sumó el de Rousseff, destituida en un polémico proceso de inhabilitación, previsto en la Constitución y la legislación brasileña.

 

Evo Morales agranda el rol contemporáneo de víctimas de golpe para la izquierda, pero también de otras corrientes, porque no hubo un proceso parlamentario o judicial para su caída. De igual manera aumentaron en los últimos años los presidentes latinoamericanos que no alcanzan cumplir sus mandatos. Eso ya no resulta de golpes militares como era usual hasta la década de los ’70. La redemocratización regional, a partir de los años ’80, al parecer no produjo gran estabilidad política, especialmente en la década actual. Solo en América del Sur ya hubo 17 presidentes que tuvieron acortados sus gobiernos, sea por renuncia, inhabilitación o ataques golpistas. Es un dato que revela el deterioro de la democracia en la región, pero que puede también servir de argumento a favor del régimen parlamentario de gobierno. Pero, además de los derrocados, América Latina, especialmente América del Sur, registra actualmente una gran cantidad de presidentes amenazados en el poder.

 

Insatisfacciones generalizadas, sea por desempleo, desigualdad, corrupción, servicios públicos deficientes y caros estallan por razones variadas. Pero la espoleta más presente ha sido el aumento del costo del transporte.

 

El chileno Sebastián Piñera heredó la promesa de una postergada reforma de la Constitución nacional y medidas sociales, como aumento de pensiones y otros beneficios, sin contener las protestas desatadas por el alza de precio del pasaje de metro en Santiago, el 18 de octubre.

 

La violenta represión provocó más de 20 muertos, cerca de 2.500 heridos y 3.000 detenidos, pero las manifestaciones se intensificaron y ampliaron los reclamos, incluyendo una Asamblea Constituyente para superar el ordenamiento heredado de la dictadura militar que tuvo vigencia de 1973 a 1990. Esas turbulencias políticas tienen como sustrato que América Latina es la región más desigual y más violenta del mundo. Coincide también con la mayor concentración de catolicismo y de un vertiginoso incremento de iglesias evangélicas, pero es difícil establecer relaciones de causa y efecto con la religión.

 

De todas maneras es visible el vínculo de las fuerzas de extrema derecha, que ascendieron al poder en Brasil y son protagonistas en la rebelión boliviana, con el fundamentalismo religioso. En Brasil el presidente Jair Bolsonaro adoptó la consigna “Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos” y se alió estrechamente con evangélicos radicalmente conservadores. En Bolivia, el principal líder de la sublevación popular, Luis Fernando Camacho, presidente del Comité Cívico de Santa Cruz de la Sierra, y la presidenta interina Jeanine Añez son católicos fervorosos y usan la Biblia como arma, mientras han tenido duras expresiones contra la población indígena y sus religiosidades ancestrales, en un país de gran diversidad étnica. Atropellos a la democracia latinoamericana.

 

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