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Juan Garro, el guardaparque puntano que estuvo un año en la Antártida

Realizó tareas científicas junto a otras 16 personas, soportando temperaturas de hasta 32 grados bajo cero.

Por redacción
| 10 de marzo de 2020
Explorador. Fue designado para participar de investigaciones en Base Orcadas, de ocupación argentina desde 1904. Foto: Gentileza.

Con solo cinco meses de diferencia, Juan Garro, de 32 años, estuvo en ambientes con una diferencia de más de 60 grados Celsius de temperatura. Hoy San Luis, su tierra natal, lo recibió con el termómetro en la franja de los 30 grados. En octubre, en Base Orcadas, en la Antártida, la columna de mercurio marcaba el mismo número, pero en negativo. Garro es la prueba viviente de la adaptabilidad del ser humano a todo tipo de clima. No se queja del calor ni tampoco sufrió el frío, admitió a El Diario de la República, en el racconto que realizó de su año en una de las islas del Polo Sur, en el que, como guardaparque nacional, realizó tareas de investigación científica.

 

“Es emocionante llegar, pero el trajín de viajar en el bote, de ver el barco en la bahía, el helicóptero que va y viene y las lanchas que descargan, es todo muy llamativo”, recordó sobre la primera vez que pisó el continente antártico, en la Base Esperanza, en febrero del año pasado. Tras una serie de paradas llegó el 2 de marzo junto a otras 16 personas a la Isla Laurie, donde queda la Base Orcadas, de ocupación argentina desde 1904 y la más antigua en funcionamiento.

 

La base donde la dotación 115 vivió hasta el 15 febrero de este año queda en un istmo, una porción angosta de la isla. Al norte quedaba el mar de Weddell, y al sur, el de Scotia. Ambos están separados apenas por 400 metros de largo por 400 de ancho de tierra donde quedan los módulos donde el grupo estuvo más de 350 días. Hacia el oeste se podía ver el cerro Mossman, una pared de piedra pegada a la base con laderas empinadas, mientras que al este estaba el glaciar La Monja y Punta Lola.

 

No había tierra, sino más bien piedra que era tapada por nieve la mayor parte del año. La base, en previsión a la compañía blanca, está elevada sobre pilares de una distancia de 2 metros y medio del suelo. Y el espacio se dividía a la vez en cuatro módulos, con pasillos que actuaban de cortafuegos en caso de incendio. En uno estaban las habitaciones, mientras que en otros la sala de máquinas, la cámara de oficiales, la cocina, la enfermería y la sala de estar.

 

Garro fue enviado por un convenio que estableció el Instituto Antártico Argentino, un organismo científico tecnológico, junto a Parques Nacionales, para sostener las actividades científicas en el continente durante el invierno. Junto al licenciado en Ciencias Ambientales Nahuel Ravina realizó censos de aves y mamíferos, toma de muestras de agua marina para medir el plancton, musgos y líquenes y un monitoreo general del ecosistema.

 

“No es como uno se lo imagina. Es una vida súper tranquila y el año se pasó volando, fue muy rápido”, admitió Juan. Solo él y Ravina eran civiles, el resto del grupo era personal militar, entre médicos, cocineros y maquinistas. De Buenos Aires, Córdoba, Jujuy, Salta y Entre Ríos, la base fue “muy federal” y Garro solo tiene buenos recuerdos. “Estoy muy agradecido porque compartí con un grupo de personas que siempre me apoyó, que estaba muy pendiente de que todas las tareas se hicieran. Si uno puede cumplir con su misión siempre es motivo de orgullo”, aseguró. El poco tiempo que tenían libre lo usaron para jugar al vóley en la nieve o ir a la costa y tomarse unos mates. También aprovechaban para usar WhatsApp y comunicarse con su familia en el continente americano.

 

El guardaparque además puede decir que pisó lugares nunca antes explorados por otro ser humano. Y es que a pesar de que el perímetro de la base era de unos 400 metros, a veces debía recorrer distancias de 5 a 16 kilómetros, para realizar las tareas científicas.

 

 

Abrigados por capas

 

Y el frío, aunque fue una constante, no fue algo que padeció. Como regla, por debajo de los 16 grados bajo cero y con vientos de 30 nudos, no salían por seguridad. Pero entre los 10 y los 12 grados podían trabajar bajo un estricto código de vestimenta en capas. Una fina cerca de la piel, una de abrigo sobre esta y una impermeable al viento. “Al frío uno se acostumbra y lo empezás a extrañar, sobre todo en estas condiciones”, dijo en referencia al caluroso marzo que viven los puntanos.

 

La comida, en su mayoría carne y verduras enlatadas, es muy importante. Las porciones eran grandes, para cubrir las calorías necesarias para afrontar el clima. “Se toma muy en cuenta el tema de la comida en la Antártida, es el pilar del bie-nestar más allá de la convivencia, si uno come bien, se siente bien”, detalló.

 

Dos veces en el año, en agosto y octubre, las temperaturas llegaron a los 32 grados bajo cero, pero aun así la base los resguardó sin problemas, con temperaturas de 17 grados. Las máximas en el continente, por su parte, llegaron a los 10 grados.

 

La compañía de los animales también es diferente a la del continente americano. Los animales, acostumbrados al movimiento de la base, no se sienten alarmados por la presencia humana; y pingüinos, lobos y otras especies autóctonas transitan cerca de ellos sin problemas. Juan también pudo ver ballenas jorobadas y, en abundancia, lobos marinos, con una población a finales de enero de 4 mil ejemplares. “Es una existencia pacífica y ejemplar, es algo que en el continente no se ve”, remarcó.

 

Mientras, los días eran o muy extensos o demasiado cortos. En invierno no superaban las cinco horas de luz, en cambio, en verano la penumbra casi desaparecía, el sol se ocultaba, pero tras unos minutos de ocaso, volvía a aparecer el alba.

 

La presencia de solo 17 personas en la isla la tornaba silenciosa. Por las noches se sentía el sonido del mar y los petreles que cantan casi toda la noche. “Es un silencio que se disfruta y se extraña. El sonido del mar, de la fauna, del rompimiento de un glaciar son estremecedores, pero lindos de ser escuchados”, enumeró, con un dejo de nostalgia.

 

Juan Garro está unos días en la ciudad de San Luis y su próximo destino es el Parque Nacional Sierra de las Quijadas, donde ya realizó un voluntariado y se hizo fuerte la pasión por su trabajo. “Me abrió la cabeza, porque no sabía que en San Luis había tanta fauna. Creo que no me equivoqué, es una profesión que en lo personal es muy satisfactoria. Puedo ayudar a los demás, resolver problemas en el terreno, visitar lugares que de otra manera no iba a conocer nunca”, reflexionó sin dejar de recordar a sus padres, Graciela y Alberto, y a su pareja Lucía, que por un año lo acompañaron a la distancia, mientras él estaba en uno de los bordes del planeta.

 

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