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Una serie de eventos desafortunados

A 75 años de los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki, la versión oficial fue mantenida a rajatabla por los tripulantes de los aviones que cambiaron la historia: desconocimiento, suicidio forzado y un mundo que empezó a ponerse frío.

Por Agustina Bordigoni
| 10 de agosto de 2020

Un punto de luz purpúrea se expande hasta convertirse en una enorme y cegadora bola de fuego. La temperatura del núcleo es de 50 millones de grados. A bordo del avión, nadie dice nada. Casi podía saborear el fulgor de la explosión, tenía el sabor del plomo. La cabina de vuelo se iluminó con una extraña luz, era como asomarse al infierno. A continuación, llegó la onda de choque, una masa de aire tan comprimida que parecía sólido. El hongo alcanza una milla de altura y su base es un caldero burbujeante, un hervidero de llamas. La ciudad debe de estar debajo de eso".

 

Así describía Robert Lewis, tripulante del Enola Gay, el momento de la explosión de la bomba atómica en Hiroshima, el 6 de agosto de 1945. Su diario fue comprado por 37.000 dólares, pero quedó una copia que Lewis guardó durante muchos años y en la que el piloto describió todas sus sensaciones.

 

Asomados al infierno, otros 11 tripulantes acababan de destruir casi el 90% de la ciudad japonesa y de matar a más de 90.000 personas en un instante. Con el transcurrir de las horas, los días y los meses (por los efectos de la radiación), las víctimas se convertirían en al menos 140.000.

 

Convencidos de que su actuación era completamente necesaria para lograr la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial y de que su contribución era clave para conseguir "un mundo más seguro", los miembros de la operación mantuvieron su postura hasta el último de sus días.

 

Desde abajo del avión, en la ciudad que quedó atrapada por la explosión, la visión fue —y continúa siendo— muy distinta. Claro que no existen diarios del momento, porque, a diferencia de los tripulantes, ningún habitante de Hiroshima sabía lo que iba a pasar. Pero algunos sobrevivientes, niños por entonces, recuerdan una luz cegadora, explosiones y un ruido infernal. Gritos de dolor y de desesperación se escondieron tras una nube negra, por más purpúrea que pudiera verse desde las alturas. A partir de ahí, todo fue padecimiento: no solo físico, sino también por la cantidad de sufrimiento del que los sobrevivientes fueron testigos. Dado el panorama, nada podía estar más lejos de un mundo más seguro.

 

De los tripulantes del "Enola Gay" (llamado así en homenaje a la madre del piloto Paul Tibbets), solamente tres sabían la verdad.

 

A bordo del avión, el resto se enteró del verdadero motivo de su viaje. De esa magnitud fue el secreto que los tripulantes debían llevarse a la tumba si la operación fallaba: en la nave había 12 pastillas de cianuro y armas, para ajusticiar a aquel que decidiera no tomarlas.

 

Cada vez que hablaban de aquel día, los tripulantes del "Enola Gay" se referían a una especie de "alivio" que sintieron al comprobar la explosión. Para ellos significaría la rendición incondicional de Japón y el fin de la Segunda Guerra Mundial y, según lo que afirmaron hasta la muerte, esto implicó salvar millones de vidas. Pero, en el plano más personal, la explosión en Hiroshima significó que seguirían con vida, o que al menos no debían tomarse las pastillas preparadas en caso de falla.

 

 

"La suerte de Kokura"

 

El impacto de Hiroshima fue tremendo. Era la primera vez que una bomba nuclear se usaba contra otro país en una guerra. El artefacto, llamado "Little Boy", era, sin embargo, menos potente que "Fat Man", la bomba que sería lanzada 3 días después en Nagasaki.

 

Poco se habla de aquel suceso en los aniversarios de esta fecha. Hiroshima se lleva todas las miradas y sigue siendo protagonista. Tanto que Barack Obama, el primer presidente estadounidense que visitó la región después de los bombardeos, no fue a Nagasaki.

 

La ciudad de Nagasaki tuvo, desde el principio, una muy mala fortuna. Ni siquiera se encontraba entre las primeras opciones de ataque. Kioto había sido la propuesta inicial, pero los estrategas norteamericanos consideraron que sería muy difícil remontar su imagen si destruían una población con tanto patrimonio cultural. Incluso hay historiadores que afirman que el Ejército estaba convencido de que se trataba de un objetivo militar muy apropiado, pero el secretario de Guerra, Henry Stimson, ordenó que Kioto fuera retirada de la lista.

 

Stimson logró hablar con el presidente Harry Truman y convencerlo de tal cosa: "Fue particularmente empático al estar de acuerdo con mi sugerencia de que si no hay eliminación, el rencor causado por un acto sin sentido de ese calibre haría imposible que durante el largo período posbélico los japoneses se reconciliaran con nosotros en esa zona antes que con los rusos", escribió en su diario el 24 de julio.

 

Pero, más allá de pretender evitar el avance de los soviéticos en Asia (casi como preludio de la Guerra Fría), Stimson parecía tener también intereses particulares. Admirador de la cultura japonesa, había visitado varias veces la ciudad de Kioto e incluso había pasado allí su luna de miel.

 

Otra parte de la historia cuenta que fue el arqueólogo e historiador de arte estadounidense Langdon Warner quien convenció a las autoridades de no bombardear ciudades como Kioto. Incluso existen monumentos en su homenaje en Kioto y Kamakura. Sea como sea, Kioto fue sacada de la lista.

 

Kokura era, hasta el día del lanzamiento, el destino elegido para la segunda explosión.

 

Pero, el 9 de agosto de 1945, la ciudad objetivo amaneció nublada. La escasa visibilidad les impediría a los tripulantes del "Bockscar" cumplir con su misión, que era lograr el mayor alcance explosivo posible de la bomba. En pleno viaje y tras dar varias vueltas sobre ese objetivo, el piloto decidió emprender camino hacia la segunda opción: Nagasaki.

 

Por eso, en Japón existe una expresión que se refiere a "la suerte de Kokura" y que recuerda este fatídico evento, en cambio, para Nagasaki.

 

Poco se sabe acerca de estos tripulantes, menos mediáticos que los del "Enola Gay". Pero, a diferencia de estos últimos, el sentimiento de culpa llevó a uno de ellos, Paul Bregman, a quitarse la vida en el 40º aniversario del lanzamiento que causaría más de 75.000 muertos en Nagasaki.

 

 

 

Potsdam y los verdaderos motivos del bombardeo

 

"Acaso el incidente más significativo de Potsdam fuese sobre algo que no estaba en la agenda oficial. En cierto momento, Truman se llevó aparte a Stalin para informarle de la existencia de la bomba atómica. Stalin, desde luego, ya sabía de ella por sus espías; en realidad, lo sabía desde antes que Truman. Dada su paranoia, sin duda consideró que la información de Truman era un claro intento de intimidarlo. Decidió quedarse impávido ante la nueva tecnología y menospreciarla no mostrando ninguna curiosidad particular. 'El primer ministro ruso —escribió Truman en sus memorias— no mostró ningún interés especial. Lo único que dijo fue que le alegraba saberlo, y que esperaba que le diéramos buen uso contra los japoneses'. Esta seguiría siendo la táctica de los soviéticos ante las armas nucleares hasta hubieron fabricado la suya", dice Henry Kissinger en su libro "La Diplomacia".

 

Difícil es saber si esa conversación efectivamente existió y si su contenido fue ese. Pero hay algo que se puede inferir: si los soviéticos entendieron la existencia de la bomba atómica como una advertencia, el impacto sería mayor si la vieran detonar. Esa es una de las explicaciones que algunos historiadores ven en la tragedia de Hiroshima y Nagasaki: un asunto que debe entenderse también como una cuestión geopolítica y de organización del nuevo sistema internacional que comenzaba a discutirse entonces.

 

La Conferencia de Potsdam, una serie de reuniones que se desarrollaron entre el 17 de julio y el 2 de agosto de 1945, tenía fundamentalmente ese objetivo: "ordenar" el mundo de la posguerra. En una de esas reuniones, de las que participaron los líderes de Estados Unidos (Harry Truman), Reino Unido (Winston Churchill) y la Unión Soviética (Iósif Stalin); también surgió una declaración, el 26 de julio, que hacía referencia a la rendición incondicional de Japón. 

 

Los términos estaban acordados por tres países: China, Estados Unidos y Reino Unido. Allí se establecían las bases para la rendición. Las disposiciones eran tan amplias y tan profundas que resultaba difícil adivinar su alcance. Uno de los puntos más importantes para los japoneses era el de mantener a su emperador, cosa de la que no estaban seguros, ya que entre las amenazas de condenar a los criminales de guerra e instaurar un nuevo orden, era posible que eso no pudiera cumplirse.

 

Dadas las circunstancias, Japón decidió no rendirse. No de manera incondicional. Allí se basa el argumento que ve en las dos bombas nucleares una forma de terminar con la guerra y lograr la rendición.

 

Según algunos historiadores, sin embargo, la intención de Japón para terminar con el conflicto también era clara. Pedir la intermediación de los soviéticos fue tal vez el hecho que condenó las negociaciones al fracaso. Convencido de que sus rivales podían ganar influencia en la región, Truman se habría decidido por las bombas nucleares.

 

Dicen que esa decisión lo atormentó hasta el final de su vida, pero nunca lo admitió. Tal vez la misma suerte corrieron todos los tripulantes del "Enola Gay".

 

 

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