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El inicio del desestancamiento

La ópera prima de Lucrecia Martel introdujo en el cine nacional una poética por entonces ausente, dominada por pizzas, birras y fasos. Y dio inicio a una carrera escasa, pero brillante.

Por Miguel Garro
| 18 de octubre de 2021

Hace 20 años el cine argentino se debatía, como casi siempre en su historia, en una adolescente búsqueda de identidad. Entre un lenguaje marginal que asomaba para agotarse allí mismo (en 1998 se había estrenado “Pizza, birra, faso” y había abierto la puerta a películas como “Un oso rojo”, “El bonaerense”, “Bolivia” y “Mundo grúa") y la consolidación de algunos directores decididos a estabilizar su carrera (Juan José Campanella estrenó “El hijo de la novia”; Carlos Sorín, la inolvidable “Historias mínimas” y Marcelo Piñeyro se reafirmaba con “Kamchatka”), la aparición de “La ciénaga”, la ópera prima de Lucrecia Martel, mostró un lenguaje muy personal, de una poética extraña, que no logró encajar en la escena de entonces.

 

Venida de Salta, mujer (en 2001 se estrenaron solo ocho películas firmadas por mujeres, dos en colaboración con varones) y formada bajo el esfuerzo autodidacta, la directora exhibió en su primera película muchos elementos con los que sorprender, en su mayoría relacionados con los rubros técnicos, de impecable factura. Pero fue la atronadora potencia de la historia lo que la ubicó en un sitio de expectativa. La producción de Lucrecia se podría hermanar con “La libertad” de Lisandro Alonso, por su potencia poética, y con “Nueve reinas”, el clásico de Fabián Bielinsky —en realidad estrenado un año antes—, por el modo narrativo. La película de Ricardo Darín y Gastón Pauls supo conjugarse además con los verbos delincuenciales para conformarse, quizás, en la película más representativa de la época.

 

Martel prefirió alejarse de aquella trama predominante y centró su historia en una casona de su provincia, tan decadente como los personajes que la habitan. Una alcohólica que no logra recomponer su familia y que sufre las secuelas de un accidente reciente producto de su embriaguez no encuentra momentos para relajarse, aunque igual lo haga, al costado de una piscina que parece el último elemento de una opulencia lejana. Las tribulaciones de la protagonista no se acaban allí: su hijo está en pareja con la mujer que fue amante de su esposo, su prima parece tener intenciones de ayudarla pero experimenta por ella una envidia que está lejos de ser sana; su empleada se fue a un baile de carnaval y parece que ya no volverá a ponerle hielo al vino y sus otros hijos no le atienden el teléfono. Cuando se estrenó comercialmente, “La ciénaga” ya había ganado varios festivales internacionales, lo que pudo influir en la buena cantidad de espectadores que sumó en sus primeras semanas. En una entrevista que dio a propósito de la exhibición de su película en San Luis para “El vellocino”, el antiguo suplemento cultural de El Diario de la República, Martel dijo que el mayor premio que obtuvo en el festival de cine de Berlín fue la posibilidad de distribución mundial.

 

Una película es personal cuando transcurre en simetría con su autora. En ese punto, el filme estrenado hace dos décadas es el más propio de Martel, quien asumió que la forma de relatar en cine era similar al que escuchó de su madre y sus abuelas salteñas. “Las mujeres de mi provincia tienen una forma de hablar donde las cosas se van hilando de una manera extraña, donde la lógica y la cronología no se manejan. Es como una forma diferente de organizarse”, dijo la directora en la entrevista.

 

En las dos décadas que transcurrieron tras el estreno de “La ciénaga”, la salteña firmó solo otras tres películas: la intrigante “La niña santa”; la poderosa “La mujer sin cabeza” y la multipremiada “Zama”, basada en la novela del mendocino Antonio Di Benedetto, la única de su filmografía que no tiene a mujeres como protagonistas. Por esa película de 2017, la cineasta fue seleccionada para representar al país en la entrega de los Óscar, un mérito que no creía merecedor cuando presentó “La ciénaga”.

 

Es probable que en 20 años, producto de la evolución y de una carrera que tocó muchos países, Lucrecia haya cambiado algunas opiniones, aunque es poco probable que haya modificado algo que le dijo a “El vellocino” sobre su forma de hacer películas: “Me gusta el cine fuera de las normas de la moralidad que permite percibir las situaciones humanas desde otro lugar, no desde el cumplimiento de las leyes, del éxito y de la satisfacción”. Buena parte de su carrera se basa en esa premisa.

 

Y en los sorprendentes finales de sus películas, merecedores de cátedras que los estudien y los analicen en las universidades de cine

 

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