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Clara Argentina Muñoz, la maestra de las Salinas

Se recibió en la Escuela "Paula Domínguez de Bazán". Fue maestra suplente en Cañada del Rincón, Inti Huasi y Juan Llerena. Estuvo 38 años educando en Salinas del Bebedero.

Por Johnny Díaz
| 18 de julio de 2021
Sus tesoros. "Con mi hija Cintia, mis nietos Agostina y Mariano. Me falta Juan Cruz, que ahora se fue a practicar deportes con unos amigos. Son la luz de mis ojos", dice orgullosa la exdocente.

Clara Argentina Muñoz es una docente sanluiseña que fue maestra durante 38 años en la escuela de jornada completa Nº 17 "Luis Jofré de Meneses" de Salinas de Bebedero, a poco más de 40 kilómetros de la capital de San Luis.

 

Llegó a ese lugar después de ejercer en calidad de suplente por varios establecimientos educativos, entre ellos uno en la provincia de Río Negro.

 

Clara, o Clarita para todos, dice que se recibió de maestra en 1960 en la escuela "Paula Domínguez de Bazán", y que al año siguiente logró una suplencia en la escuela de jornada completa Nº 143 de Cañada del Rincón, a siete kilómetros de Saladillo, en San Luis. "Tenía 17 años; la directora era una señora de apellido Maluf. Yo era tan joven que mis padres me llevaban hasta el lugar".

 

 

 

“Ahí estuve un largo tiempo. Era una de las tantas escuelas que había hecho Juan Domingo Perón en el país. Tenía hasta una habitación para el maestro, pero mi padre me consiguió que viviera en la casa de la familia Escudero, así no estaba tan sola, era menos peligroso. Solo volvía los fines de semana”, cuenta hoy.

 

Tras finalizar la suplencia en esa institución, la pasaron a la de Inti Huasi, en la que enseñó 4 años. “Una de las zonas más frías en las que estuve. Y de ahí pasé a cubrir una suplencia en la Escuela Nº 16 de Piedra Bola, y posteriormente a la localidad de Juan Llerena. Conseguir una suplencia era muy difícil, ¡imagínese usted una titularidad! Eran zonas donde se necesitaban muchas cosas; además los fríos eran terribles, con temperaturas bajo cero, las comunicaciones telefónicas y los caminos no eran los que son actualmente”.

 

 

 

“Mi familia, especialmente mi padre Ernesto Muñoz —que había sido boxeador— buscaba en el Consejo de Educación que yo fuera titular de una escuela, y lo logró. Viajé a San Luis, pero cuando estuvimos frente a Muñoz Sarmiento, el inspector general de escuelas le dijo a mi padre: 'Lo siento, pero tuve que darle el puesto a la esposa de un militar’. Y yo quedé sin nada”, recuerda con amargura.

 

Clarita hizo un impasse en su carrera de docente. Desanimada y amargada por la situación, se fue a estudiar a Córdoba la carrera de obstetricia. Sentía que podía lograrlo, pero sucesos ajenos a ella motivaron su regreso a San Luis.

 

“No me recibí, me faltó una materia, patología neonatal, porque el gobierno militar decidió cerrar el lugar donde estudiaba”. Fue en la época del segundo Cordobazo (un lamentable hecho ocurrido el 15 de marzo de 1971; se lo conoció como "Viborazo", una pueblada masiva compuesta por estudiantes y obreros derivada de una violenta huelga general convocada por la CGT).

 

 

 

“Regresé a San Luis con todas mis cosas y con un sueño venido abajo. Decidí continuar mi carrera docente y me presenté a un concurso. Logré la titularidad en la Escuela 'Valle Azul' Nº 143 de Río Negro, cuyo director era Abdón Barrera. En ese lugar ejercí siete años”.

 

Consiguió el pase a San Luis después de una fiesta de la educación. “Resulta que le cambiaron el nombre a la escuela, de 'Valle Azul' pasó a llamarse 'José Vicente Peñaloza', como reconocimiento al Tigre de los Llanos. A esa fiesta fue el presidente Carlos Menem, con quien bailé una cueca cuyana, el gobernador de Río Negro, José Mario Franco, y el de Neuquén, Elías Sapag”.

 

“Eran épocas muy difíciles para las maestras que estaban lejos de sus seres queridos y de sus afectos, el tema de las comunicaciones era un problema a saldar. Cuando la situación ameritaba, regresaba a visitar a mi familia en tren, el Trasandino, y después en la empresa de colectivos TUS, que me dejaba en Río Cuarto. Todo era difícil”, rememora la docente.

 

 

 

Pero la vida también la reclamaba en su tierra natal. “Estaba de novia acá en San Luis y mi intención era casarme. Por eso, tras siete años en el sur pedí el traslado, algo muy difícil de conseguir, pero lo logré después de que hablé con el gobernador neuquino en la fiesta de los docentes”.

 

“Tuve mucha suerte porque en las oficinas de Unter, el gremio que nuclea a los docentes rionegrinos, me dijeron que había colegas que hacía 18 años que esperaban un pase; yo lo conseguí en 10 días. Me vine a San Luis, tenía unos 21 años. La resolución llegó a principios de 1979. La señora Cadelago de Satorres, del Consejo de Educación, le consultó a mi hermana Judith, que era la directora de la escuela Lafinur, si conocía a Clara Muñoz y ella le contestó feliz: ‘¡Es mi hermanita!”.

 

Recién ahí, con la resolución en la mano, le dieron la titularidad el 12 de marzo en la Escuela Nº 17 “Luis Jofré de Meneses”, con jornada completa, en las Salinas del Bebedero, cuya directora era María Julia Gil. La colega fue trasladada a la Escuela “Pancha Hernández”.

 

“El 7 de diciembre de 1979 me casé y en 1981 nació mi hija, Cintia”, cuenta hoy, mientras viene a su memoria ese clima tremendo de las Salinas. “Fue muy duro, los fríos eran terribles. Me levantaba todos los días a las 4 de la mañana; a las 4:45 tomaba el colectivo de Dasso en la esquina de las avenidas Lafinur y Julio A. Roca, que por contrato trasladaba el personal de la salinera. Recuerdo que mi padre me acompañaba a la parada, iba con los operarios de la empresa”.

 

La escuela tenía quinientos alumnos. A las 8 se izaba la Bandera y comenzaba la jornada. “Estuve 18 años en tercer grado; eran hijos de obreros y otros de la zona. Una nena llegaba a caballo desde muy lejos y opté por regalarle toda la ropa de invierno que había traído de Río Negro. El aire salitroso se nos impregnaba en la ropa, en la piel nos tocábamos la cara y era sal pura. Era de no creer”.

 

“Empezábamos nuestra jornada con el desayuno; en esos años se servía la copa de leche. Después, a las aulas hasta el mediodía, donde descansábamos una hora y almorzábamos en el comedor escolar. A la tarde se seguía con el programa educativo y se servía la merienda; así todos los días de lunes a viernes. Volvía muy cansada. El ir y volver en el día era desgastador. Llegaba de noche a mi casa, vivía en la Julio A. Roca, casi Lafinur”.

 

El frío era terrible e impiadoso. “Usábamos unas estufas eléctricas de una sola vela. Le pedimos ayuda a la fábrica de la sal y ellos nos facilitaron unos calefactores eléctricos; con eso pasábamos los inviernos. Es una zona muy fría y ventosa”. También les pidió unos pases especiales para no pagar el transporte como los que tenían los obreros que iban y venían a San Luis. “Nos dieron una especie de tarjeta. Era una linda manera de ahorrar unas monedas. Eran épocas muy difíciles; la empresa nos protegía y siempre estaba para lo que le pidiéramos”.

 

Clarita dice que volvían de noche en el mismo colectivo que las había llevado. “Nuestro director era José Carreño, un señor que vivía en el barrio de los jubilados”.

 

Si bien su padre Ernesto la acompañaba a la parada del colectivo, una vez que no lo hizo un personaje de los que nunca faltan en las calles la molestaba y le decía cosas obscenas, por lo que debió recurrir a las oficinas de la Unidad Regional I, que estaba a pocos metros y encontró durmiendo los policías. “Che —les dijo—, ustedes durmiendo y un tipo intenta manosearme, un atorrante que me dice malas palabras en la parada del colectivo. ¡Vamos, vamos! ¡Muévanse si no quieren que los denuncie!”. Y así fue. “Se quedaron conmigo hasta que llegó el colectivo, al tiempo que me pedían que no los denunciara”.

 

También cuenta que un día de pleno invierno estaba nevando copiosamente. Charlando con Susana Ñañey, una empleada de la fábrica, se les pasó el colectivo. Su compañera de infortunio le sugirió “hacer dedo” en la ruta y allá fueron. Al rato, un auto las acercó hasta Balde, donde esperarían el colectivo a las Salinas: no querían faltar porque ese día cobraban el sueldo.

 

“Con el tiempo el gobierno retiró la copa de leche; después la enseñanza en jornada completa y el comedor. Un malestar muy grande sacudió la comunidad,  pero lamentablemente nadie lo pudo cambiar, ni las autoridades de CIBA”.

 

El cierre del comedor complicó la situación entre los maestros, entonces debieron buscar quien les diera la comida. “Encontramos dos lugares: el comedor 'Las Tres Hermanas' (Irma y 'Chicha' eran dos de sus dueñas), y el almacén, venta de ropa y comidas 'La Tana', donde almorzaban los obreros. Así solucionamos el problema”.

 

Ahora recuerda que una vez el Consejo de Educación le ofreció el cargo de directora de escuela, pero lo rechazó.  Curiosamente, la razón fue económica. “En esos tiempos el personal jerárquico debía dejar un porcentaje de su sueldo, en mi caso era de 380 pesos. Por eso no quise asumir. De todas maneras, quedé como directora interina y mi cargo era ad honorem”.

 

Con los años, la escuela se mudó a un lugar denominado El Alto. “Según me dicen, es un establecimiento muy lindo y moderno; ahora tiene un director y un maestro. Todo cambió. Las familias se fueron yendo del pueblo y ya no es tan grande como antes; muchas cosas fueron desapareciendo”.

 

Salinas del Bebedero está a unos 15 kilómetros de Balde, el pueblo de las aguas termales. La salina es uno de los yacimientos salineros más grandes de Sudamérica, donde muestra otra depresión tectónica de la era Cenozoica, con cuatro fallas geológicas, hace unos 10 millones de años.

 

El silencio es el dueño indiscutido del lugar. El paisaje parece de otro planeta. La historia dice que fue descubierta en 1900, pero en 1896 la Legislatura de San Luis, a través de una ley, mandó a estudiar el caso y un año después el gobierno asignó recursos para esos estudios.

 

Es un importante yacimiento de más de 6.500 hectáreas. La concesión minera pertenece desde 1917 a la Compañía Introductora de Buenos Aires SA, de capitales argentinos.

 

Clarita recuerda con cariño esa época de maestra en ese manto blanco, pero también destaca el gran esfuerzo que le demandó. Y ese sacrificio parece bien guardado en el recuerdo. "Fueron 38 años muy duros en una zona inhóspita y salitrosa, que marca a fuego todo lo que ocurre en el lugar. Yo le puse mucha dedicación, entrega y puedo decir que dejé parte de mi vida en lo que hice. Hoy no lo volvería a hacer".

 

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