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Doña Carmen, testigo de una época en la que se cruzaba a nado

Por redacción
| 30 de marzo de 2014
Madre e hija. Doña Carmen y Viviana contaron cómo fue vivir a la orilla del Desaguadero en los últimos 85 años. | Nicolás Barbara

Viviana Salas y su mamá, Carmen, conocen como pocos la historia del río Desaguadero, sus altas y sus bajas, el abandono histórico de su cuenca y la creciente recuperación del último lustro. Su casa está a la vera de la ruta 49, a un par de kilómetros del Arco de Desaguadero y muy cerca del azud sur. “Las dos nacimos acá y estuvimos toda la vida, incluso antes el camino pasaba más cerca del río. La verdad es que el paisaje cambió, fijate que podemos ver el agua”, dice Viviana, quien con la amabilidad característica de la gente de campo abre la puerta e invita a tomar unos mates, bien dulces, a la sombra.

 

Alrededor del año 1200 los huarpes bajaron para asentarse en los humedales.


Por ahora no se siente conmovida con la construcción de los azudes, ni siquiera los llama por ese nombre técnico, para ella son diques de contención de las aguas que aporta la lluvia, la misma que llena su estanque y le permite vivir. Toma todo con calma, como quien ya ha visto pasar muchas cosas y ésta es una más, aunque positiva por cierto. “El principal beneficio por ahora es el arreglo del camino, antes era una huella. Igual, cuando llueve mucho, no podemos salir a la ruta 7 porque es un jabón, le falta el enripiado. El badén (el viejo cauce seco del río Jarilla) sube de tal manera que nos deja aislados”, asegura. Y enseguida ensaya una alabanza a un viejo Renault 12 que descansa junto al galpón: “Con ése no te quedabas nunca, es un fierrito. Ahora tenemos aquel (un Duna rojo) y si no está bien el camino, mariconea”, define con una sonrisa.

 


Una mujer informada

 


Viviana no tiene vecinos alrededor, pero sabe todo lo que pasa con la obra: “La van a inaugurar el 14 de abril, ¿no es cierto?”, chicanea con la precisa bajo el brazo. Sus informantes son de primera mano, los muchachos de Alquimaq, la empresa contratista, que suelen guardar sus máquinas viales en el campo de la familia.

 


Pide un minuto para ir adentro y enseguida vuelve con su mamá, una mujer increíble, lúcida, memoriosa, que desmiente sus 85 años. Ella describe otra realidad de la zona, una en sepia que provoca nostalgias. “El río siempre venía crecido, aunque no lloviera. Para ir a la escuela, que quedaba en la estación del ferrocarril, del lado de Mendoza, iba en balsa o daba la vuelta por el arco. Y mis hermanos más grandes lo han cruzado nadando, eran otros tiempos”, cuenta Carmen, quien entristece la mirada cuando recuerda que “en los ’90 el río se quedó sin agua”.

 


Ese sol asesino

 


Las dos mujeres viven de la cría de animales y el esposo de Viviana trabaja para el gobierno de Mendoza. “Es una lástima que el agua venga salada, porque así no sirve para riego ni para darles de tomar a los animales. Ellos la tomaban cuando el río corría fuerte y se lavaba, pero ahora se embanca y chupa la sal del suelo”, dice con voz experta. Por eso Carmen se queda con aquellos años en los que “sembrábamos de todo, teníamos una chacra porque llovía mucho más, en invierno había temporales de dos o tres días que dejaban una humedad hermosa. Hoy el sol mata, aunque reguemos las plantas”.

 


Aplauden la recuperación del río, pero no les altera el ritmo, ni siquiera se entusiasman con diversificar sus actividades. “Si viene el turismo, mejor, pero no voy a salir a vender bebidas frescas a la puerta o a cocinar empanadas para la gente, yo crío animales. Y le tengo un poco de miedo a los cambios, a ver si con los turistas viene gente extraña, acá estamos acostumbrados a vivir tranquilos”.

 


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