Alem, el intransigente
El fundador de la Unión Cívica Radical era rígido e inflexible. Se quitó la vida la noche del 1° de julio de 1896.
Los “borocotazos”, las “panquequeadas” –los tránsfugas, bah– tan habituales en la política argentina de estos tiempos lo hubieran escandalizado al punto de querer suicidarse de nuevo. Leandro Alem era rígido, inflexible. Tanto que calificó de traidor a su sobrino y discípulo, Hipólito Yrigoyen, por haber adoptado una posición conciliadora con posturas ajenas a la suya. Tanto que, a más de la quejumbre económica que le pesaba por haber descuidado su profesión de abogado para consagrarse a la lucha cívica; y al trauma nunca superado de haber visto morir a su padre –ajusticiado por haber sido mazorquero de Rosas–, fue su intransigencia la que lo llevó a considerarse un fracasado en la política. Y a pegarse un tiro la noche del 1° de julio de 1896.
A pesar de ser porteño, el fundador de la Unión Cívica Radical pregonaba la defensa del federalismo, convencido de que la concentración del poder en la ciudad del puerto sería nefasta para el país como un todo. Por eso se opuso a que en 1880 Buenos Aires fuera declarada capital federal. Que tenía razón bien lo saben hoy las provincias, atareadas en una eterna lucha con el gobierno central, por el reparto de la coparticipación.
Alem fundó la UCR al alejarse de Mitre, a quien se había acercado en la coyuntura de una alianza temporal contra la política de Roca y Pellegrini, líderes del régimen conservador que se sustentó en el poder gracias al fraude electoral. La lucha contra ese mal fue la razón de ser del radicalismo.
Pero Alem, nacido en 1842, no llegó a ver el ascenso de su partido al poder. Para cuando se sancionó la Ley Sáenz Peña, que instauró el voto secreto, obligatorio y “universal” (1912) y para cuando su sobrino accedió a la Presidencia de la Nación (1916), el caudillo de Balvanera ya había sucumbido a su inconformismo.
Hombre del derecho, buen orador, lúcido pensador, no reculó, sin embargo, ante la opción de tomarse a tiros con sus adversarios, ni a encabezar alzamientos contra gobiernos constitucionales, como la Revolución del Parque, en 1890, ni las que fogoneó tres años después en varias provincias, empezando por San Luis, con Teófilo Saá al frente. “Adelante los que quedan”, azuzaba siempre en el combate.
La noche que se quitó la vida dentro de su carruaje hallaron en su mesa de luz una nota explicativa de su determinación, tan coherente con su forma de pensar y de actuar: “He terminado mi carrera, he concluido mi misión. Para vivir estéril, inútil y deprimido, es preferible morir. ¡Sí, que se rompa pero que no se doble!”.
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