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Un ícono de la cultura

Reconocido como uno de los más bonitos y con acústica perfecta, el Colón es un emblema para el país y el mundo. Cooltura recorrió sus pasillos.

Por Florencia Espinosa
| 01 de julio de 2019
El teatro tiene capacidad para 2.478 espectadores. Foto: Shutterstock

El edificio es majestuoso. Tanto, que parece irrisorio que su fachada le dé la espalda a la avenida más ancha del mundo, la 9 de Julio, en el corazón de Buenos Aires. Es que a principios del siglo XX, cuando finalizó la construcción del Teatro Colón, la hoy principal arteria de la ciudad era tan solo un proyecto. Con 58 mil metros cuadrados cubiertos y ya 111 años de vida, el teatro emblema del país es considerado uno de los mejores del mundo, tal es así que el gran tenor italiano Luciano Pavarotti, quien se presentó allí por primera y última vez en 1987, consideró que tenía un solo gran defecto: una acústica perfecta.

 

El Colón es un símbolo de cultura y arte, pero también ofició como representación de un estilo de vida y estatus social. Por la puerta principal, ubicada sobre la calle Libertad, sólo ingresaba la aristocracia porteña de principios de siglo, con un estricto código de vestimenta. A los costados tenía la entrada el resto de la población. Una calle adoquinada atravesaba lateralmente al edificio para que pudieran ingresar los carruajes de la elite. Ahora allí están ubicadas las boleterías para los espectáculos y visitas guiadas.

 

 


El edificio tiene 58 mil metros cuadrados cubiertos.

 

 

En el hall principal predomina el dorado de las molduras, aberturas y detalles. También el mármol de carrara original de la época. Algunos sectores han sido reemplazados por un estuco veneciano, un material que simula el mármol. En el piso, venecitas colocadas a mano. Su construcción demandó unos 20 años: comenzó el 25 de mayo de 1890 y se inauguró en 1908. El salón dorado le hace honor a su nombre por su color predominante. Allí se realizó una cena durante la cumbre presidencial del G20 y se utiliza para eventos oficiales de igual magnitud, conciertos, conferencias y charlas. Se compara, en su arquitectura y detalles, al Palacio de Versalles en Francia.

 

La sala principal refleja también la división de la sociedad de la época. En ese momento los mejores palcos eran exclusivamente para la clase alta. De hecho, al día de hoy poseen un valor que no es apto para todos los bolsillos. El teatro tiene una capacidad para 2.478 localidades divididas entre los balcones con palco y la platea. En el último piso, en un sector llamado Paraíso (pero conocido vulgarmente como “el gallinero”), pueden ingresar unas 500 personas más y disfrutar del espectáculo de pie. Estas entradas son más económicas: cuestan $200. Una buena ubicación, en platea o palco del medio puede superar los $2.500 según el espectáculo.

 

Con las ubicaciones sucede algo muy peculiar. Los palcos de los laterales del escenario tienen la vista más incómoda, ya que hay una buena parte de la escena que no alcanza a verse. Pero paradójicamente esos lugares eran, a principios de siglo XX, los más caros y reservados exclusivamente para la aristocracia. Es que estas familias no iban al teatro a observar sino todo lo contrario: asistían para ser observados, ya que el resto del público de la platea, pertenecientes a otros “sectores” sociales, tenían plena vista a estos palcos. Hoy son destinados exclusivamente a la familia presidencial y de la vicepresidenta y también para el jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires cuando asisten fuera de la agenda oficial.

 

Otras ubicaciones, en cambio, tenían como objetivo todo lo contrario: observar sin ser vistos. En ambos laterales, por debajo de la línea de las plateas, hay cuatro palcos de cada lado con un enrejado de hierro similar al de los confesionarios, a través del que es imposible saber quién está detrás. Esos lugares estaban reservados para las viudas, quienes con la necesidad de aparentar un luto excesivo no podían ser vistas disfrutando de una velada cultural. Por suerte hoy esos sitios quedaron inhabilitados para el público.

 

 


La cúpula posee 318 metros cuadrados y al medio una gran lámpara de siete metros de diámetro y una tonelada de peso.

 

 

La cúpula posee 318 metros cuadrados y tenía pinturas de Marcel Jambon, que se deterioraron en los años 30. En la década del 60 se pintaron nuevamente y el trabajo le fue encargado al pintor argentino Raúl Soldi, que la inauguró en 1966. Al medio tiene una espectacular lámpara de bronce con un peso de una tonelada y siete metros de diámetro. Además, esconde un secreto que esta cronista prefiere no develar ya que es una buena excusa para visitar el teatro y enterarse allí mismo.

 

 

SABOR A MISTERIO
El teatro esconde una leyenda, un mito urbano que, por suerte, fue desterrado. El primer arquitecto al que le encargaron la obra, el italiano Francesco Tamburini, murió a los 44 años, incluso antes de iniciar la construcción. Su sucesor, el italiano Vittorio Meano, fue asesinado a esa misma edad, dejando la obra por la mitad. De esa fatídica coincidencia surgieron todo tipo de teorías sobre la maldición del teatro; y hasta hubo quienes sugirieron demolerlo. Finalmente, el belga Jules Dormal se armó de coraje y, 20 años después, finalizó la construcción.

 

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